en plazas, pensados para el recorrido a pie.
El siglo XVIII vio la consolidación de una ciudad española que se proponía civilizar por medio del espacio y se postulaba como una ética en piedra. Este empeño había comenzado con el primer virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza, que llegó a la ciudad en 1535, año de la muerte de Tomás Moro, cuya Utopía apreciaba enormemente. En sus quince años de gobierno, el virrey de Mendoza procuró organizar la ciudad con una geometría racional. Frenó abusos de los españoles, promovió la creación de la universidad y de la primera imprenta, y apoyó el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, donde se enseñaba en tres idiomas: latín, náhuatl y español. Otros regidores se interesaron menos en el espacio como un manual que adiestra a sus usuarios, pero preservaron la idea renacentista de que la convergencia de calles en una plaza define la vida en común.
Lo que queda del México colonial (el Centro Histórico y los desprendimientos donde se instalaron los conquistadores y distintas órdenes religiosas) es una ciudad para ir a pie. Lo demás requiere de vehículos. A partir de la Independencia, la capital se empezó a recorrer mejor a caballo. En 1878 surgieron los tranvías de tracción animal y a fines del siglo XIX había tres mil mulas encargadas del traslado de pasajeros.
Los trazos pulcros con los que soñaba Antonio de Mendoza se enrarecieron con el tráfico. Se descubrió la línea diagonal y la glorieta. Los ríos Consulado, Magdalena, La Piedad y Churubusco se entubaron para convertirse en calles que seguían su curso. El mapa de la capital ya no pudo parecerse a las aventuras rectilíneas de Piet Mondrian y tuvo que conformarse con dramáticos chisguetazos al estilo Jackson Pollock.
Los urbanistas se refieren a la “ciudad intermedia” para nombrar los barrios que separan el centro de la periferia. Las colonias Roma, Condesa, Villa de Cortés, Nápoles, Tacubaya, San Pedro de los Pinos, Del Valle y otras muchas pertenecen al segundo círculo que rodea el Centro. Luego vienen los antiguos pueblos indígenas, seguidos de los suburbios y de una indefinición de asentamientos cuyos confines casi siempre se ignoran.
El arquitecto Rem Koolhaas se ha interesado en la escala de una urbe. “Hacer ciudad” depende de un diálogo entre espacio y demografía. Pasar de la talla S a la XL conlleva severos cambios de comportamiento social. ¿Cuál es la talla de este espacio? Habitamos una ciudad XXL que en su interior tiene ciudades S.
Las urbanizaciones europeas suelen disolverse en periferias anodinas y polígonos industriales. Aparentemente, se trata de lugares surgidos para no ser descritos. Peter Handke ha alterado esta convención. Su narrativa dota de peculiar sentido a esas indiferenciadas geografías. Mi año en la Bahía de Nadie registra la vida secreta de una ciudad dormitorio en las afueras de París. Ahí, el escritor austriaco descubre el lenguaje privado de un ecosistema estándar, en apariencia ajeno a toda singularidad. Su virtuosismo consiste en distinguir algo único en un sitio donde la gente vive según la lógica de Comala, “como si no existiera”.
En la Ciudad de México, ciertos paisajes “periféricos” están casi en el centro. El aeropuerto es rodeado de unidades habitacionales y casitas dispersas que merecerían la descripción de Handke. Lo más extraño no es que esas ciudades dormitorio estén en una parte céntrica, sino que también lo esté el aeropuerto.
¿A qué sentido de pertenencia aspira el capitalino? La idea de lujo es hoy la de aislamiento, la gated community, la ciudadela autosuficiente e inexpugnable, sitiada por los bárbaros. La inseguridad y los procesos simultáneos de desurbanización y redensificación han producido esa extraña alternativa donde el bienestar significa estar al margen. Aunque el enclaustramiento se opone a la idea misma de “ciudad”, cada vez son más frecuentes los proyectos que pretenden sustraerse a la experiencia urbana compartida.
En mi infancia, el concepto de orden urbano era representado por el mapa de París a vuelo de pájaro que teníamos en la pared, una cartografía donde los edificios aparecían dibujados como el escenario de un cuento de hadas. Esa concepción sigue dominando en lo fundamental la vida de la capital francesa. Desde hace siglos, los personajes literarios toman las mismas calles parisinas: en Los tres mosqueteros, D’Artagnan avanza por la rue de la Huchette por la que mucho tiempo después Horacio Oliveira avanzará en Rayuela.
Crecí viendo ese mapa sin saber que el tiempo me depararía la oportunidad de extraviarme en la Ciudad Luz. Acaso para enaltecer los privilegios de un espacio caminable, París no siempre cuenta con taxis nocturnos, o al menos no contaba con ellos cuando ocurrió esta anécdota, hacia 2002. En aquella madrugada parisina, el transporte no era un servicio sino una anécdota. Se contaba que alguien, alguna vez, había detenido un providencial coche de alquiler. Acaso fue ése el motivo que años después inspiró la aparición del auto fantasma que comunica diversas zonas del tiempo en Medianoche en París, la película de Woody Allen.
Pero la trama que deseo contar no tiene que ver con los problemas para encontrar un taxi, sino con la representación del espacio. Salí de una reunión a una hora inclemente y fracasé en conseguir transporte. Llovía y tuve que recorrer el casco histórico de punta a punta. Conocía las coordenadas básicas de mi ruta –hacia el este, al otro lado del río–, pero ignoraba el modo de atravesar los profusos bulevares. Además, quería hallar el camino más corto, a esa hora y con ese clima. ¿Qué dispositivo ponía a mi alcance el entorno? Afuera de cada estación del metro hay un mapa del barrio y otro, más preciso, de las calles aledañas. No me costó trabajo ir de estación en estación, de un mapa fragmentario a otro. Al cabo de hora y media llegué a la meta sin sentir por un momento que me había extraviado.
Esta experiencia remite a la forma en que procuro entender mi ciudad. El ecocidio ha devastado el espacio, pero también el tiempo. Recordamos muchas cosas que ya no están ahí, pero aún conforman el mapa de nuestra memoria. Vivir en un sitio en incesante deconstrucción obliga a reconfigurar el recuerdo. Dependiendo de cada biografía, el pasado puede ser más intenso y decisivo que la transfigurada ciudad de todos los días.
Perder una ciudad es un formidable recurso literario. En ocasiones, un novelista se aleja para recuperar su entorno con la agudeza que sólo concede la nostalgia. Después de abandonar Dublín, James Joyce pudo recorrerlo en la escritura. Otras veces, el desplazamiento es forzado por la historia del mundo o los avatares de una familia. Günter Grass dejó la Ciudad Libre de Danzig y Salman Rushdie emigró con los suyos de Bombay a Londres. Lo decisivo es que el desarraigo pide ser compensado con historias.
El poeta polaco Adam Zagajewski nació en la ciudad de Lvov (Leópolis), que fue anexada por la Unión Soviética cuando él tenía cuatro meses. Su familia se trasladó a Gliwice, donde los sólidos muebles antiguos recordaban que el poblado había pertenecido a Alemania y los recientes mostraban la fragilidad con la que el socialismo polaco recompensaba al “hombre nuevo”.
Posiblemente, la función más significativa de la paternidad consista en recordarles a los hijos lo que sucedió en sus primeros años de existencia, el tiempo fugado al que no accede la memoria. Zagajewski creció oyendo historias de la hermosa ciudad que habían tenido que abandonar, muy distinta al gris paisaje de Gliwice. La belleza se convirtió para él en el tesoro perdido que añoraba desde un suburbio donde la única construcción de relieve eran las gradas vacías del estadio de futbol.
Algo cambió con su descubrimiento de la literatura. En un entorno que parecía no inspirar nada, Zagajewski encontró el esquivo fulgor de la dicha. “Intenta celebrar el mundo mutilado”, dice en uno de sus versos. En forma semejante, Milan Kundera se refirió a la “belleza por error” para definir el placer estético que deriva de las cosas que deberían repudiarlo.
En Dos ciudades, su libro de memorias, Zagajewski profundiza en esta idea. Su esencial rito de paso consistió en descubrir que la flor azul de la poesía puede brotar en un sitio equivocado: “Una bicicleta, un cesto de mimbre, una mancha de luz en la pared” dejaron de ser “objetos catalogables” y se convirtieron en misterios “con mil significados secretos”. Las calles sin gracia que recorría hasta entonces adquirieron el aura que sus mayores conferían a Lvov, la otra ciudad. A partir de entonces entendió la misión del poeta, convocar la belleza donde no parece tener derecho de existencia: “Existe