Juan Villoro

El vértigo horizontal


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la Navidad de 2008, mandó este poema a sus amigos, deseando felicidad “por raro que parezca”:

      Pocos habremos sido los que esta madrugada

      desde el espeso fondo

      de la ciudad aún mal despierta

      habremos visto allá en la blanca altitud

      el vuelo delicado de los patos salvajes

      altivamente absortos

      en su ley impecable ciegamente cerrada

      otra ley es la nuestra

      otras leyes trabajan otras capas del mundo

      pero este vuelo silencioso flota

      casi allá en las alturas para siempre intactas

      donde las leyes soberanas

      hacen entre ellas el amor.

      En las tertulias, Tomás hablaba de su pasión por reparar casas. Era un artesano consumado, afecto a la carpintería e incluso a las instalaciones eléctricas. Esta faceta de bricoleur contrastaba con su respeto al manuscrito inmodificable. El lenguaje requería para él de menos mantenimiento que una casa.

      Español transterrado en México, Segovia solía escribir en la heladería Chiandoni, aspirando, sin conseguirlo siempre, a la costumbre europea de ser dejado en paz.

      Su discípulo Fabio Morábito, poeta de mi generación, nació en Alejandría, en el seno de una familia milanesa, y llegó a México en la adolescencia. Aprendió a amar y escribir en nuestra lengua, pero conservó ciertos matices del emigrado que no acaba de acomodarse en ningún sitio. Pronuncia la erre en el tono resbaloso de un italiano del norte y se siente cómodo en sitios alejados de su casa. Lee, escribe y se reúne en los cafés. Durante muchos años no tuvo teléfono. La única manera de dar con él era visitarlo en sus tertulias.

      Acaso para no aclimatarse del todo, y preservar sentimentalmente su condición de forastero, rechaza los cafés con pinta “intelectual” y favorece reposterías de alambicados pasteles, donde incluso a la decoración le sobra azúcar, sitios donde señoras perfumadas alzan la voz para sobreponerse al tintineo de las cucharillas. En este ámbito ruidoso, el poeta se concentra para decir: “El bullicio es nuestra cafeína”.

      Uno de sus mejores poemas evoca el espacio urbano como un vacío. ¿Podemos conservar en nuestra casa el hueco que la hizo posible? Una rara nostalgia emana de los poemas de Morábito. No es casual que haya escrito sobre las mudanzas, las huellas que los anteriores inquilinos dejan en una casa o la pérdida de espacios decisivos, como el Club Italiano, donde los extranjeros tenían un refugio (el cierre del club los obligó a reconocer que, ahora sí, vivían en México).

      Ante una casa, Morábito distingue el llano que la hizo posible. Lo más valioso es ser propietario de ese espacio desnudo, el vacío necesario para que el hogar se llene de sentido:

      Voy a mirar este terreno

      lentamente, a recorrerlo con los ojos

      y los pies

      antes de edificar el primer muro,

      como un paisaje virgen

      lleno de densidad

      y de peligros,

      porque lo quiero recordar

      cuando la casa me lo oculte,

      no quiero confundirme

      con la casa,

      no voy a olvidar

      este paisaje

      ni cómo soy ahora,

      dueño

      de una amplitud,

      de todo lo que tengo.

      Aunque escribe novelas, cuentos y ensayos, Fabio es ante todo un poeta capaz de trabajar entre un capuchino y otro.

      El ritmo del café se presta para la corrección de versos que avanzan como antes lo hacía el humo del cigarro. No se puede escribir una novela en un café. Las urgencias del periodismo y la necesidad de aislamiento me alejaron de esos sitios donde comencé a sentir que sobraba. No era poeta y perdía el tiempo. Eso me decía mi conciencia puritana, adiestrada en el Colegio Alemán.

      A veces me protejo ahí de la lluvia o mato el tiempo entre un compromiso y otro, pero los cafés han dejado de ser metas en mi vida. Admiro a los que ahí se juntan, con la extrañeza del que ya lleva treinta años perdiéndose de algo. Toda ciudad tiene sociedades paralelas: los apostadores, los mendigos, los traficantes y los adictos suelen asociarse de modo clandestino para fraternizar al margen de la norma. Los cafés se han vuelto para mí algo semejante, casi prohibido. ¿Hay alguna razón para esta renuncia? Es posible que todo tenga que ver con la forma en que administramos el futuro. Durante años, me reuní con poetas a hablar del porvenir. No pensaba escribir poemas, pero, como los protagonistas de En el camino o Los detectives salvajes, aspiraba a vivir poéticamente. El café era el lugar de la violenta conjetura, donde podíamos concebir esperanzas raras, acaso inasequibles. Poco a poco el horizonte dejó de ser imaginable y se transformó en una certeza que queda atrás.

      Pero a veces el chorro de leche en el café cortado me llega como un telegrama de otro tiempo; recuerdo los viajes sin meta, oculto en el camión repartidor de El Olvido, y las enseñanzas de los poetas que escandían versos golpeando la taza con la cucharita.

      En Poética del café, Antoni Martí Monterde analiza un cuento de Edgar Allan Poe, “El hombre de la multitud”, sobre la despersonalización del sujeto moderno. La trama comienza y termina en un café, observatorio privilegiado de la marea callejera.

      La historia de las ciudades es la de los cafés donde la vida se mezcla con la cultura. Ramón Gómez de la Serna instaló su mirador en el Pombo de Madrid; Claudio Magris en el San Marco de Trieste; Karl Kraus en el Central de Viena; Jean-Paul Sartre en el Deux Magots de París; Fernando Pessoa en el Martinho da Arcadas de Lisboa; Juan Rulfo en el Ágora de la Ciudad de México.

      ¿Hay mejor forma de conocer la ciudad en clave sedentaria? Si el paseante descifra el territorio por lo que mira, el hombre de café entiende la época por lo que escucha.

      En la infancia, la leche representó para mí la errancia, el extravío, el esquivo erotismo. En la adolescencia, el café representó el viaje por las palabras y las ideas.

      Toda ciudad está atravesada por tensiones nómadas y sedentarias: taxistas y peluqueros, los mirados y los que miran, los transeúntes y los testigos quietos.

      El café cortado mezcla ambos sistemas: el líquido oscuro del que está fijo en una mesa, afectado por lo que viene de lejos, la nube láctea con olor a campo.

      Descubrí la estética del fragmento a bordo de un camión repartidor de leche. La cafetería permite otro ejercicio: estar en la ciudad sin ser absorbido por ella, ver a los otros en el momento en que se sustraen a su codificada conducta habitual. El uso urbano más socorrido en ese recinto es la conversación, cuyo método ignora las conclusiones y sólo aspira a la progresión.

      Lo infinito requiere de estrategias para volverse próximo. La Ciudad de México es inagotable de un modo provisional, como una taza de café cortado.

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      PERSONAJES DE LA CIUDAD: EL MERENGUERO

      Un protagonista de la comida nómada trabaja para que exista la fortuna. El croupier que reparte barajas en un casino, el jockey que acicatea un caballo o el entrenador de perros de pelea pertenecen a la misma estirpe, pues estimulan las supersticiosas ambiciones de los demás. Sin embargo, el oficio más extraño vinculado a la suerte es el de vendedor de merengues.

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