Thomas Ligget en cela ii, 1960, identificó a «los movimientos posreforma, como el pietismo alemán y el despertar evangélico en Inglaterra», las influencias de mayor impacto en los orígenes del movimiento evangélico en América Latina. Además, añadió Ligget la influencia de un «impulso pietista-evangélico» desde los Estados Unidos y «un gran número de movimientos nuevos, una parte considerable de los cuales son de carácter pentecostal o libres».8
Junto con ello se entendió que el protestantismo debía renovarse continuamente. En palabras de Báez Camargo: «Una de las más grandes glorias del protestantismo es su capacidad de examinarse, de criticarse a sí mismo, de renovarse, de reorganizar constantemente sus experiencias, de revalorizarse continuamente a la luz del rostro de Cristo».9 En la Habana 1929, a este proceso se le denominó la «latinización del evangelio», lo que llevó a los evangélicos latinoamericanos a identificarse con los reformadores españoles y de otros trasfondos latinos en Europa. Por ejemplo, los escritores de la Declaración de la Primera Conferencia Evangélica Latinoamericana (cela i) dijeron:
Como latinoamericanos, no podemos olvidar que somos herederos de la tradición evangélica de la España de tiempos pasados, la de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, que en el siglo dieciséis nos dieron la versión castellana de la Biblia que aun meditamos en nuestros hogares y templos, y de tantos otros que en aquella edad de oro del cristianismo hispánico hallaron y confesaron hasta el propio sacrificio su fe en Jesucristo.10
A mediados del siglo veinte los evangélicos latinoamericanos entendían que sus iglesias eran herederas de la reforma europea del siglo dieciséis y de los desarrollos de los siglos siguientes. Si bien las influencias mayores en su génesis eran noratlánticas, se buscó redescubrir el elemento latino en la historia reformada para contrarrestar la propaganda opositora que los acusaba de extranjerizar la cultura. Esto no significó que hubiera consenso en la identidad de los evangélicos latinoamericanos. Su poligénesis creaba cierta confusión al respecto. En palabras de José Míguez: «ecuménicos o evangélicos, clai o conela, “derecha” o “izquierda”, “evangélicos” o “liberacionistas”; no se aceptan “tercerismos”».11
Aspecto social de la Reforma
La Reforma europea del siglo dieciséis en todas sus expresiones tuvo un efecto en la vida política, social y económica, y no solamente religiosa en los países donde se implementó. Sin embargo, cuando las ideas reformadas llegaron a nuestras tierras, después de cuatro siglos, aquel énfasis integral se había reducido al aspecto espiritual y religioso, dejando a un lado la idea de una agenda más amplia. El elemento que en su mayoría hizo falta y en el que se veía más ambivalencia en las versiones reformadas que llegaron a Latinoamérica fue el de participación social y política. Núñez explica que:
Muchos de los misioneros norteamericanos que vinieron a Latinoamérica entre los años 1900 y 1940 eran premilenaristas en escatología, pietistas en su perspectiva del cristianismo, y separatistas en su actitud básica hacia los cuerpos eclesiásticos y hacia la sociedad en general. Una de las principales características de las «misiones de fe» en nuestros países, generalmente hablando, fue su renuencia a asumir su responsabilidad social. Ellos eran un producto, en alto grado, del «Gran Retroceso» en el evangelicalismo norteamericano.12
El investigador mexicano Carlos Mondragón analizó ese proceso desde la «militancia revolucionaria al letargo social» de los evangélicos.13 Otro mexicano, Leopoldo Cervantes-Ortiz, identifica los protestantismos supuestamente «apolíticos» pero que se aliaron con las dictaduras en América Central y América del Sur.14 Cuando en las décadas de los sesenta y setenta aparecieron las propuestas de Iglesia y Sociedad (isal)15 y las teologías de la liberación con una clara propuesta de participación social y política de los evangélicos, estas fueron reprimidas desde afuera, en el contexto de la «guerra fría», y desde adentro por organizaciones conservadoras, católicas y evangélicas, que vieron en ellas una mezcla indeseable de fe y política. ¿Qué hubiera sido si las propuestas reformadas originales se hubieran aplicado completas en nuestro continente?16
Como ejemplo de una represión desde afuera, Juan Pablo Somiedo García describe la reacción del gobierno de los Estados Unidos a la teología de la liberación:
Por paradójico que parezca, la primera crítica a la Teología de la Liberación no procedió del Vaticano, sino del Informe Rockefeller en 1969, un año después de la gira del vicepresidente de Nixon por Latinoamérica. En él se afirmaba que la Iglesia ya no era un aliado seguro para los ee.uu. y la garantía de la estabilidad social en el continente y que ésta se había convertido en un centro peligroso de revolución potencial. También se aconsejaba contrarrestar la influencia de la Iglesia católica con la de otro tipo de iglesias o sectas protestantes más afines con los intereses de los ee.uu. en el continente.17
Una década después, en mayo de 1980, se confeccionarían los documentos secretos de Santa Fe, los cuales se convertirían de facto en la base de la doctrina ético-religiosa de la administración Reagan para el continente latinoamericano. Este documento llevaba el sugerente título: «Una nueva política interamericana para la década de 1980». Con relación al tema religioso aconsejaba «combatir por todos los medios a la Teología de la Liberación y controlar los medios de comunicación de masas para contrarrestar la mala imagen de los ee. uu. en la región». De igual forma se afirmaba que los teólogos de la liberación usaban esta teología como arma política contra la propiedad privada y el capitalismo productivo.
Así las cosas, se crea en abril de 1981 el Instituto de Democracia y Religión para integrar a todas las iglesias evangélicas y financiar su predicación en el continente. De igual forma, se apoya económicamente a los arzobispos más conservadores como el caso de Miguel Obando y Bravo, arzobispo de Managua.18
Lo que decía el Documento de Santa Fe de 1980 era:
La política exterior de Estados Unidos debe empezar a contrarrestar (no a reaccionar en contra) la Teología de la Liberación, tal como es utilizada en América Latina por el clero a ella vinculado. El papel de la iglesia en América Latina es vital para el concepto de libertad política. Desafortunadamente, las fuerzas marxistas-leninistas han utilizado a la iglesia como un arma política en contra de la propiedad privada y del capitalismo productivo, infiltrando la comunidad religiosa con ideas que son menos cristianas que comunistas.19
Ejemplo de represión desde adentro, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe dirigida por el Cardenal Joseph Ratzinger, publicó en 1984 el documento «Instrucción sobre algunos aspectos de la “Teología de la Liberación”» con el propósito de: «Atraer la atención de los pastores, de los teólogos y de todos los fieles, sobre las desviaciones y los riesgos de desviación, ruinosos para la fe y para la vida cristiana, que implican ciertas formas de teología de la liberación que recurren, de modo insuficientemente crítico, a conceptos tomados de diversas corrientes del pensamiento marxista».20
Entonces, la herencia reformada que hemos recibido ha sido parcial, limitada, apoyada en dicotomías que se generaron en los cuatro siglos intermedios entre la Reforma europea y la llegada de los evangélicos a América Latina. Pero la veta de un entendimiento integral del