TJ Klune

Heartsong. La canción del corazón


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trabada. No lo estaba.

      El pomo se abrió con facilidad. Empujé la puerta.

      Las bisagras no emitieron sonido.

      La habitación estaba sumida en la sombra. Había una cama vacía, con la manta bien estirada. Al pie de la cama había una alfombra.

      Las ventanas estaban cubiertas por las mismas cortinas pesadas que apenas dejaban pasar la luz. Oía la lluvia a través de las paredes. Cada vez caía con más fuerza. A lo lejos, resonó un trueno.

      Había una silla en el medio de la habitación.

      Y en la silla estaba sentado un hombre, que me daba la espalda. No se movió.

      –¿Hola? –se me quebró la voz. Carraspeé y volví a intentarlo–. Hola. ¿Me escucha? Me llamo…

      –Ahhhhhhh –exclamó el hombre.

      Un escalofrío me recorrió la espalda. Dejé la puerta abierta y me pegué a la pared para rodear poco a poco al hombre.

      No se movió; estaba completamente inmóvil.

      Eso empeoraba la situación.

      No sé por qué esperaba un destello de algo al ver su rostro. Estaba muy excitado, tenía los sentidos agudizados.

      Era delgado, casi macilento. Se le marcaban los pómulos. Tenía el cabello corto, vaqueros y una camisa de chambray abotonada. Estaba descalzo. Tenía las manos sobre la falda. Estaba sentado cual estatua, el único movimiento era el leve subir y bajar de su pecho al respirar. Tenía la piel blanquísima, como si no hubiera visto la luz del sol en mucho tiempo.

      Sus ojos.

      Sus ojos eran como la casa.

      No tenían expresión. No veían. Apenas parpadeaba.

      Me aparté de la pared y avancé hacia él, asegurándome de mantener la distancia mientras lo rodeaba. Las garras me pincharon las palmas de las manos.

      –¿Cuál es tu nombre? –le pregunté en voz queda.

      Nada. Como si no hubiera nadie en casa.

      –¿Qué hace aquí?

      Silencio.

      –¿Por qué me dijo la mujer que tenía que venir?

      Miraba fijo hacia adelante.

      Yo sudaba. Y tenía miedo.

      –¿Qué ha hecho?

      No se inmutó ante la aspereza de mi voz.

      Me detuve frente a él. Nos separaban menos de dos metros. Me agaché para estar al nivel de su mirada.

      Me miró sin mirarme. No sabía si daba cuenta de que yo estaba allí.

      Era más joven de lo que me imaginaba, aunque parecía haber envejecido prematuramente como resultado de lo que sea que le hubieran hecho. Tenía las sienes blancas y ojeras profundas.

      Inhaló. Exhaló.

      Su ritmo cardíaco jamás se alteró.

      –¿Sabe quién soy? –pregunté.

      Nada.

      –¿Conoce a Ezra?

      Nada.

      –¿Conoce a Alfa Hughes?

      Nada.

      Un recuerdo se filtró a través de la tormenta mental.

       Es hora de que sepas quién es el verdadero enemigo.

       Los que podrían quitárnoslo todo.

       Son los Bennett.

       Y lo destruirán todo, si se lo permitimos.

      ¿Era real? ¿O solo un sueño?

      –¿Es un Bennett? ¿Es parte de su manada…?

      Se movió más rápido de lo que esperaba. Grité de miedo cuando saltó de la silla. Me caí de culo cuando avanzó hacia mí. Le gruñí cuando se alzó sobre mí, la cabeza ladeada, los ojos horriblemente vacíos. Los brazos le colgaban como si no tuvieran huesos.

      –So... So... Sooooo –decía.

      Me arrastré para alejarme de él; mis botas se deslizaban por el piso.

      Me respondió con un paso hacia mí. Y luego otro. Y otro más.

      Se detuvo solo cuando yo lo hice, de espalda a la pared. No tenía a dónde ir.

      Alcé la vista y lo miré, mis garras se clavaban en el suelo.

      Abrió y cerró la boca sin emitir sonido, el ceño fruncido profundamente como si estuviera pensando con todas sus fuerzas. Parpadeaba lentamente.

      Y, luego, se sentó en el piso frente a mí. Uno de sus pies descalzos quedó contra mi pantorrilla y se me puso la piel de gallina.

      Abrió la boca de nuevo.

      –Soooo. Soo. So –tenía la piel alrededor de la boca tensa– Sssoy. Ssoy. Soy. Soy.

      –Es –susurré.

      –Soy. Soy. Soy –se estaba frustrando y prácticamente escupía las palabras–. Soy. Soy. Soy.

      No tendría que haber entrado. Tenía que salir cuando aún podía hacerlo.

      Empecé a ponerme de pie pero me detuve cuando estiró la mano y me rodeó el tobillo con los dedos, y apretó fuerte. Me pareció sentir un destello de calor, pero fue muy tenue.

      –Bennett –dijo, con los dientes apretados.

      Yo no podía ni respirar.

      –Bennett. ¿Es un Bennett?

      Sacudió la cabeza con brusquedad, como si lo movieran con cuerdas.

      –No. No Bennett. Soy. Soy –me mostró los dientes. Estaban amarillentos, aunque parecían aún fuertes–. Soy. Soy. Brujo. Soy brujo. Soy brujo.

      No podía serlo. Hubiera olido la magia el instante en que puse los pies en la casa. Ezra había dicho que era un lobo. Había mentido. El hombre decía que era un brujo. Era mentira.

      A menos que…

      La realidad se sentía delgada, como una membrana traslúcida.

      Quería destrozarla.

      –Brujo –repetí–. Es un brujo.

      Asintió, moviendo la cabeza de arriba abajo con brusquedad. Seguía aferrado a mi tobillo. Si hacía falta, le rompería la muñeca. Demonios, le rompería el cuerpo entero. No pensaba morir allí. No en esa casa.

      –Pero no tiene magia.

      –Qui –dijo–. Qui. Qui. Taron. Qui… taron.

      –Quitaron.

      Asintió de nuevo. .

      –Quitaron. Le quitaron la magia.

      Sí. Sí

      –Se la arrancaron antes de meterlo aquí.

      Sí. Sí. Sí.

      –Por lo que hizo.

      Y eso lo hizo reaccionar. Entrecerró los ojos y se aferró tan fuerte a mi tobillo que me hubiese dejado un moretón, si fuera humano. Abrió la boca y entrechocó los dientes una y otra vez.

      –Por lo que otra persona hizo –dije.

      Sí. Sí. Sí.

      –¿Sabe… sabe quién soy?

      –Rob. Bi.

      Tragué.