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Puerto de Ideas de la A a la Z


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ocurren entre la cordillera y el mar, demostración empírica de que hay asuntos más elevados y más amplios que los nuestros.

      Ninguna obra surge como un clásico; son los lectores —el público— quienes le otorgan esa condición. En tiempos de la realidad virtual, los actos de presencia recuperan un propósito cardinal del teatro y aun del rito: congregan para transformar a los participantes. Lo que se dice importa, ante todo, por la manera en que será redefinido e interpretado por el auditorio, forma provisional de la tradición.

      Programar conferencias no es muy distinto a acomodar libros con criterio. Toda biblioteca, por pequeña que sea, es un resumen del mundo. Ordenarla implica establecer simpatías y diferencias. La solución más fallida consiste en guiarse por el aspecto de los tomos: cuando se alinean por colores o estaturas sabemos que no han sido leídos. Al asociar el sentido del orden con la crítica, Borges alude a la lógica interna que debe articular los volúmenes. Se puede proceder por temas, corrientes, tendencias, caprichos o supersticiones, sin excluir la clasificación hermética, que solo descifra quien es digno de las claves.

      Los libros son tan poderosos que algunas bibliotecas han preferido tenerlos presos. Las obras que merecieron las atenciones de la Inquisición fueron encerradas en celdas con nombres preventivos: “Finis terrae”, “África”, “Inferno”. Como es de suponerse, adquirieron el prestigio de lo inaccesible. “Si hubiera sido posible construir la Torre de Babel sin ascenderla, su construcción hubiese sido permitida”, escribió Kafka. Prohibir estimula.

      En tiempos de las redes sociales la censura opera menos por sustracción que por abundancia: son tantas las informaciones —falsas o verdaderas— que resulta difícil discernirlas. Este avasallante acopio de datos hace aún más imperiosa la tarea de establecer un orden.

      ¿Hay un modo sencillo y abierto de catalogar lo que no tiene fin? Si el conocimiento se entendiera como algo exclusivamente personal e intransferible, las secciones de una biblioteca podrían responder a obsesiones muy particulares: “Cohetes que nunca despegaron”, “Helados que no son de vainilla”, “Estrellas que se descubrirán mañana”. Para librarse de esa atractiva pero no muy útil ordenación, la cultura se ha apoyado en un principio rector que comparte con las farmacias, donde otra clase de remedios se alistan conforme al alfabeto.

      Estamos tan acostumbrados a que los diccionarios, las guías telefónicas y las enciclopedias sigan el abecedario que cuesta trabajo volver al tiempo en que las letras existían sin ofrecer índices del mundo.

      En el siglo x, Abdul Kassem Ismael, visir de Persia conocido como Saheb (“El Compañero”) creó una biblioteca portátil de 117 mil volúmenes que era trasladada por cuatrocientos camellos. Esa inmensa caravana seguía una secuencia alfabética para localizar los títulos en cualquier momento.

      El visir era insólito no sólo por el desmesurado uso de sus camellos, sino por apoyarse en el abecedario. En su estudio del “alfabeto como tecnología”, Ivan Illich recuerda que a mediados del siglo xii la gente memorizaba la estricta sucesión de las letras sin emplearla para clasificar: “Durante ochenta y cinco generaciones, a los usuarios del alfabeto no se les ocurrió la idea de ordenar cosas según el a-b-c”. Los escolásticos del siglo xii transformaron de manera definitiva el arte de leer al concebir la página y estructurar el libro a partir de un título, subtítulos, un índice, párrafos, puntos y aparte, letras capitulares y sumarios. Este “nuevo deseo de orden” fue posible gracias a un eficaz sistema clasificatorio: el abecedario. El instrumento que deletrea el universo ordenó las bibliotecas que le servían de compendio.

      Borges afirmó que todo tipógrafo era un anarquista y no juzgó necesario dar mayores explicaciones al respecto. Con el mismo énfasis, Umberto Eco aseguró que no se puede practicar la tipografía sin estar comprometido con luchas sociales. Estas aseveraciones apelan con tal contundencia a la obviedad que vale la pena revisarlas.

      ¿Qué ocurre con las personas dedicadas a que las letras pasen por sus manos? Nuestro idioma dispone de 27 signos. Curiosamente, el inmodificable abecedario se puede combinar de insólitas maneras. Los tipógrafos experimentaron esa libertad de un modo tan práctico que al despegar la vista de los textos optaron por cambiar el mundo.

      Quien actúa en función del alfabeto sabe que el rigor existe para producir lo inesperado. A diferencia de otros aparatos, el lenguaje funciona mejor cuando se desarregla.

      A

      activismo

      De activo: del latín actīvus.

      1. Tendencia a comportarse de un modo extremadamente dinámico.

      2. Ejercicio del proselitismo y acción social de carácter público.

      3. En filosofía: doctrina según la cual todos los valores están subordinados a las exigencias de la acción y de su eficacia.

      activismo

      Raúl Zurita

      Las calles son nuestros pinceles

      Las plazas son nuestras paletas

      ¡A la calle futuristas, tamborileros y poetas!

      Es el final de un poema de Maiakovski que se me vino a la memoria porque me pareció que en esas tres sencillas líneas está representada en todo su esplendor la democracia de las palabras; es una invitación a la acción, a tomarse las calles y, al mismo tiempo que las transcribo, me resulta imposible olvidar que su autor se mató a los 36 años dejando una carta que contiene una de las sentencias más tristes (y penosamente comunes) de la historia: “Como se dice, la comedia ha terminado. La barca del amor naufragó contra los escollos de la vida cotidiana”. Es precisamente esa vida cotidiana la que nos dice que una palabra aislada es todo y a la vez es nada. Así, por ejemplo, cuando mencionamos la palabra activismo y la aislamos, ¿a qué nos estamos refiriendo? ¿Al activismo de Göebbels arengando a las tropas nazis? ¿O a la famosa frase de Auschwitz, “El trabajo os hará libres”? ¿O más bien es el significado de Stalin llamando a cada ciudadano de la ex Unión Soviética a defender, contra todo internacionalismo, a la madre patria y no a la ex URSS? ¿O es el activismo de Jesucristo en “El Sermón de la Montaña” o el de San Pablo diciendo que aunque hables todas las lenguas y tengas la voz de los ángeles, si no tienes amor sonará como una campana hueca? ¿O yendo más lejos es el activismo infinito de la luz de las estrellas fecundando el Universo? ¿O de los mares y ríos fecundando la tierra?

      La palabra “activismo”, como todas las otras, aún cuando a los poetas les subyugue la idea de “La Palabra” y no falten entre ellos esas intragables declaraciones, tan rimbombantes como vacías, donde se nos informa a los otros miembros del gremio que la poesía es la gran sostenedora de la “sacralidad de la palabra en la palabra”. Las razones que nos llevan a descreer de “La Palabra”, para creer en cambio en esa magnitud aleatoria e inabarcable que denominamos una lengua, son las mismas pero con signos opuestos: la palabra acción en sí no representa nada, es un hueco al que se le puede añadir lo que se quiera porque igual el resultado será cero, pero si la sacas del universo de las lenguas que hablamos el mundo entero se derrumba.

      No es necesario entonces acudir al clásico desgano de un Borges para vislumbrar que carecemos de todo poder sobre las palabras porque estas, en su pluralidad, no solo no son un invento de lo humano, sino que lo humano es un invento de ellas.

      Perdidos en los recovecos y fisuras de esa lengua en la que estamos contenidos y atraídos a la vez por la fatalidad de sus combinaciones en las cuales se encuentran representadas masacres, guerras interminables, emigraciones forzadas. No podemos contra la lengua y ella tiene todo el poder sobre nosotros, de allí posiblemente la fascinación por las palabras únicas, seguramente como un resabio de la palabra Dios, el activista por definición, pero que deja de ser inofensiva si se la acompaña de la palabra “verdad” de la cual sí sabemos algo: que es la más peligrosa de las mentiras: se mata y se muere en nombre de ella.

      Arrasados en un mundo que quiere permanentemente imponernos significados únicos, donde ciertas palabras momentáneamente elevadas a los altares, como lo son ahora las palabras democracia,