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Puerto de Ideas de la A a la Z


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que surgimos hacia lo alto con la fuerza de una primavera irresistible. Quizá sea el momento de mayor plenitud. Trepamos árbol arriba con una sensación de liviandad propia de los héroes. Hemos encontrado un final y corremos hacia él.

      Después vendrán otros inviernos, cuando durante la corrección nos enfrentemos con nuestras limitaciones, con cientos de incongruencias, con párrafos que no alcanzan a dar vida a lo que nuestra imaginación nos había prometido en el primer destello. Nos lanzaremos a un proceso de depuración, al robustecimiento de la corteza, al deshecho de las ramas débiles o secas. Un árbol se muestra leve cuando se mece al viento e inconmovible cuando intentamos desenraizarlo. Así debería representarse una novela en la conciencia del lector. Es a lo largo de los ciclos de corrección, de los sucesivos procesos de pérdidas y nuevos crecimientos cuando alcanza su hechura definitiva, cuando aquella historia, que en un principio intuíamos grandiosa y después creímos mediocre, quizá llegue a convertirse en una obra de arte. En su plena madurez, un árbol es una forma de compasión. Una novela, también debería serlo.

      Ch

      Chile

      Extenso y angosto país ubicado en el extremo sudoeste de América del Sur.

      Chile

      Agustín Squella

      Cuando pienso en Chile, ¿en qué pienso? Casi nunca pienso en Chile, y algo parecido debe ocurrirles a los habitantes de otros países, salvo a aquellos que tienen una conciencia demasiado impetuosa del país en el que nacieron por casualidad. A mí los nacionalismos exacerbados me producen vergüenza ajena.

      De manera que no pienso en Chile, o no mucho. Simplemente vivo en Chile. Con agrado, por cierto. En la zona central, a pocos kilómetros del océano que veo todos los días al desplazarme entre Viña del Mar y Valparaíso. Veo los colores del agua y de las embarcaciones, la coloratura de la bahía, a veces cálida, a veces herrumbrosa. Incluso un container puede lucir hermoso si el sol le da de determinada manera. Este lugar del país ha hecho de mí un sedentario. ¿Para qué moverse de un sitio así? Cada vez que voy al norte quedo hipnotizado por la luz y me siento gratificado por ese calor que se pega a la piel y hace que sienta que nunca voy a enfriarme. Y el sur está bien, es bello, tiene parajes impresionantes. Pero a mí me gusta acá.

      Se dice: Chile es un país de contrastes, Chile es sobre todo un paisaje. Es cierto, pero se ha vuelto un lugar común, un cliché. Los clichés nos permiten decir rápidamente algo que no necesitamos pensar demasiado. Nos sacan de apuros, aunque también nos dejan cautivos de una idea que impide el hallazgo de otras. También decimos que en Chile —país de contrastes— tenemos clase media alta, media-media y media-baja. Es una manera de acariciar la idea de que en nuestro territorio ya no hay pobres. ¿Cómo los va a haber si la obesidad hace estragos, sobre todo en los sectores humildes?

      Hoy, en Chile, predomina cierto grado de desmesura. Al hablar, al celebrar, al reír, al llorar, al comer, al ingerir bebidas espirituosas; al sepultar a los amigos en medio de cánticos, chistes, aplausos y globos lanzados al aire; al juzgar al prójimo; al respaldar tribunales populares o mediáticos para condenar sumariamente a cualquiera; al aplaudir dictaduras; al animarnos y al desanimarnos; al declararnos felices y al desconocer que otros también lo son; al regatear los salarios de los trabajadores y al abultar el de los ejecutivos y, sobre todo, al avivar a nuestro equipo de fútbol, la única afiliación incondicional que nos va quedando a todos.

      Pienso en los recados de Gabriela Mistral, en los recados a Chile que ella hacía cada tanto: “Nadie desea con más fuerza que yo un Chile sólido y cuerdo, un Chile de política inteligente y, sobre todo, coherente, que amar y que obedecer”. Apuntó ella también que la historia patria se parece más a un cóndor carroñero que a un sensible huemul, y pidió entonces, para Chile, “menos cóndor y más huemul”.

      Y en la hora presente eso es lo que nos falta: menos cóndor y más huemul.

      D

      diálogo

      Del latín dialŏgus, y este del griego διάλογος diálogos.

      1. Plática entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos.

      2. Obra literaria, en prosa o en verso, en que se finge una plática o controversia entre dos o más personajes.

      3. Discusión o trato en busca de avenencia.

      diálogo

      Lina Meruane

      Esta “no es la forma”, es lo que el poder le reclama a la ciudadanía cuando esta desafía la forma impuesta —sea “la forma” consensuada y aplicada por la ley o bien por fuerzas represivas—. Se considera “salirse de forma” si la ciudadanía se alza, aquí, allá, con rabia. Si esa no es “la forma”, ¿cuál sería? La respuesta ha sido asombrosamente simple: en una sociedad democrática la manera de resolver las disputas es a través del intercambio de ideas, de la negociación entre dos o tres o cinco posiciones conscientes de que algo se ganará y algo se perderá para llegar a un acuerdo justo para todos. Y si ese principio es deseable e incuestionable, ¿por qué cunde hoy el escepticismo sobre el diálogo como forma? Porque la estructurada “forma” del diálogo sólo se sustenta sobre el “fondo” de la confianza entre las partes: la confianza es condición necesaria del diálogo. No solo la confianza: la voluntad de escucha, la atención a las necesidades expresadas por todos, la certeza de que todas las voces serán atendidas como si fueran iguales. Si la forma del diálogo se ha puesto en cuestión es porque en nuestras democracias hace ya mucho que el poder y sus privilegiados políticos se hacen los sordos. No les conviene considerar las necesidades de una mayoría desmejorada, necesidades y deseos que no por ser despreciados van a desaparecer. Se está viendo que la empoderada clase política ya no representa a la desempoderada ciudadanía; que, en vez de comprometerse a escucharla y a empatizar con sus demandas, le pide moderación. Le exige que entienda que las condiciones no están dadas para satisfacer sus deseos. La obliga a cambiar “la forma” de hacer las cosas como condición para escuchar sus quejas. Nuestras ciudadanías ya no son iletradas, nunca fueron idiotas. A fuerza de educarse y de hablar entre sí de la triste democracia, la ciudadanía calcula que para hacer del diálogo un ejercicio legítimo, incluso posible, este debe realizarse entre gentes a quienes se les reconozca el mismo derecho, la misma capacidad, la misma posibilidad negociadora. Para que exista ese diálogo no puede haber una voz más poderosa o más decidora o más aventajada, no puede existir una voz autoritaria (de antemano autorizada) que dicte las reglas del diálogo o los términos a discutir, que anticipe el resultado de dicho debate. En el contexto político contemporáneo, es esto lo que ha estado ausente en cada intento de diálogo. La tan prestigiada premisa democrática del diálogo ha perdido su esplendor: se revela como táctica apaciguadora y estrategia de (eterna) postergación, subterfugio para exigir a unos que se callen mientras los otros se quedan con la última palabra. La única “forma” de resolver las cosas es sentarse a dialogar, pero dialogar con quién y para qué. Cómo se podría conversar con quienes señalan y condenan una violencia (la ciudadana) mientras niegan la propia, la larga y lenta violencia económica con su desigualdad y su precarización laboral, su pauperización educativa, su negligencia sanitaria, sus recortes de las funciones solidarias del Estado neoliberal. Con quienes aplican una ensañada violencia policial. Con quienes intentan ilegalizar el legítimo derecho a la protesta aplicando sus feroces leyes de seguridad e intentando convertir a los manifestantes en enemigos del Estado (que son ellos mismos). En estos tiempos, la clase política invoca la necesidad de un diálogo ciudadano a la vez que le niega a la ciudadanía su facultad discursiva; o le usurpa y se adjudica su voz y habla “por ellos”, sin invitar, sin consultar, a puerta cerrada. En estos tiempos, entonces, la falsa invocación al diálogo queda bajo sospecha mientras el verdadero diálogo entre iguales empieza a darse, tal vez como nunca antes, en las casas y en los barrios y en los espacios públicos, en las redes sociales y en los muros de la ciudad: ese intenso diálogo ciudadano, transversal y transformador, es, contrario al turbio dialogo institucional, la única “forma”, la más