de la Sabana, de la tierra caliente y de los pequeños valles” circundantes, iban a vender “sus productos” a la ciudad (p. 180).
Después de escuchar las explicaciones dadas por los capitalinos frente a esta percepción primigenia, la sensación de Miguel Cané cambió: pronto se halló “transportado a la España del tiempo de Cervantes” en donde primaban “las casas bajas y de tejas”, con “balcones de madera”, similares a los que podían apreciarse, dentro del territorio rioplatense, en suelo cordobés (Cané, 2005, p. 181). El frente de esas residencias estaba presidido por “puertas enormes” que daban paso a “calles estrechas y rectas, como las de todas las ciudades americanas” (p. 181), por donde circulaba un “arroyo” que bajaba de la montaña causando un “ruido monótono, triste y adormecedor” (p. 182).
La función principal de ese “caño” era transportar los desperdicios de los habitantes, pero en su recorrido obstaculizaba el tráfico, contaminaba con olores putrefactos el ambiente e incitaba la formación de focos de infección, ya que cuando el agua cesaba de correr los residuos domésticos se aglomeraban sin que “la acción municipal, deslumbrante en su eterna ausencia” (Cané, 2005, p. 182), tomara algún interés por remediarlo.
Un asunto que lo sorprendió fue que “la municipalidad” atendiera las tareas de “limpieza e higiene pública” con “un desprendimiento deplorable”, incluso a pesar de que “los vecinos” pagaban un alto impuesto de aseo que, en su concepto, bastaba para mantener a la capital en “inmejorable condición higiénica” (Cané, 2005, p. 182).59
La glosa que hacía a la mala administración municipal estaba estrechamente vinculada en su pensamiento a la reminiscencia del pasado hispánico que, según él, pululaba por todos los rincones: la ausencia de paseos urbanos, la austeridad de las pocas plazas que poseía el entramado, la inexistencia (con excepción del altozano)60 de sitios de reunión, la presencia de un damero reducido que en vez de extenderse a medida que iba creciendo la población, se densificaba provocando con ello problemas serios de salubridad, eran, desde su perspectiva, signos palpables de ese legado colonial.61
El panorama descrito se agudizaba aún más al constatar las pésimas condiciones habitacionales tanto de “la gente baja”, tipificadas en la proliferación de “cuartos estrechos” en donde dormían “cinco o seis personas por tierra” (Cané, 2005, p. 186), como de los extranjeros que llegaban a Bogotá de manera “transitoria”, pues los hoteles no solo eran lamentables a causa de que la ciudad no era “punto de tránsito para ninguna parte”, sino también porque el número de viajeros que arribaban a ella no era lo suficientemente alto para que fuera posible sostener “un buen establecimiento de ese género” (p. 211).
Las deficiencias urbanísticas que por entonces exhibía la capital nacional fueron contrapuestas por el diplomático argentino a la intimidad de los hogares de la élite en los cuales, a su modo de ver, el desenvolvimiento intelectual de la sociedad denotaba su superioridad incontestable:
Llegaba al frente de una casa, de pobre y triste aspecto, en una calle mal empedrada, por cuyo centro corre el eterno caño; salvado el umbral, ¡qué transformación! Miraba aquel mobiliario lujoso, los espesos tapices, el piano de cola Ehrard [sic] o Chickering y sobre todo los inmensos espejos, de lujosos marcos dorados, que tapizaban las paredes, y pensaba en el camino de Honda a Bogotá, en los indios portadores, en la carga abandonada en la montaña, bajo la intemperie y la lluvia, en los golpes á que estaban expuestos todos esos objetos tan frágiles. (Cané, 2005, p. 197)
Los notables atributos que ostentaban los bogotanos compensaban, en su narración, el atraso imperante que exteriorizaba el país: al observar a la “sociedad culta, inteligente” e “instruida” (Cané, 2005, p. 210) de la capital, él llegó a afirmar:
Colombia se ha refugiado en las alturas, huyendo de la penosa vida de las costas, indemnizándose, por una cultura intelectual incomparable, de la falta completa de progresos materiales. Es, por cierto, curioso llegar sobre una mula, por sendas primitivas en la montaña, durmiendo en posadas de la Edad Media, a una ciudad de refinado gusto literario, de exquisita civilidad social y donde se habla de los últimos progresos de la ciencia como en el seno de una academia europea. No se figuran por cierto en España, cuando sus hombres de letras más distinguidos aplauden sin reserva los grandes trabajos de un [Miguel Antonio] Caro o de un [Rufino José] Cuervo, que sus autores viven en la región del cóndor, en las entrañas de la América, a veces, y por largos días, sin comunicación con el mundo civilizado […].
Pero ¡cómo se allanan las dificultades materiales de la vida en el seno de aquella cultura simpática y hospitalaria! (Cané, 2005, pp. 210-211)62
Las descripciones efectuadas por Martín García Mérou (1989) con respecto a la urbe coincidían igualmente en remarcar esa diferencia entre el hogar y la calle. El planteo con el que inauguraba su relato sugería que solamente estando en el “interior” de la ciudad se podía distinguir su talante de “capital de una Nación” (p. 106), pues la imagen que de inmediato se quedaba en la mente del forastero al entrar a ella era la de una “turbamulta abigarrada y compacta” (pp. 106-107) conformada por una “baja población indígena, doblegada por la [pobreza]” (p. 107).63
El “espectáculo de la miseria”, término que él usaba para definir el pauperismo de la ciudad decimonónica, lo impresionó de tal modo que dedicó unas cuantas líneas a detallar la condición de los mendigos que, arrastrándose “por todas partes”, ocupaban cada esquina en busca del “óbolo de la caridad” (García Mérou, 1989, p. 108).
La fisonomía urbana también dejaba mucho por desear: la insalubridad de las vías estaba a la orden del día a causa de los “caños, especie de cloacas descubiertas y casi a flor de tierra” (p. 108), en las que se arrojaban “todas las inmundicias” de los moradores, lo cual propiciaba el surgimiento de enfermedades como la viruela que se propagaban sin cesar por las tiendas, una suerte de “tabucos sórdidos y mezquinos con una sola entrada”, donde habitaban “las clases pobres” (García Mérou, 1989, p. 109).
En el plano arquitectónico y urbanístico su estilo le recordaba nuevamente la herencia colonial, ejemplificada en la carencia de lugares de esparcimiento o de reunión, en la proliferación de monumentos que despertaban poco interés en los espectadores y particularmente, en el escaso atractivo de la traza.
La percepción anterior difería de la de Miguel Cané en que rescataba algo de esa marca ancestral; desde su perspectiva, la contemplación de Bogotá provocaba que “la curiosidad se desp[ertara], la imaginación se exalta[ra], y se pens[ara] que, después de todo”, eran tan valiosas “esas calles extrañas que conserva[ban] el sello del pasado, como las avenidas tiradas a cordel” de las “metrópolis mercantiles” que le eran familiares (García Mérou, 1989, p. 110).
Afincado en lo anterior estimaba que si bien había en “el pueblo” rasgos propios “de un salvajismo primitivo” (García Mérou, 1989, pp. 114-115), el espacio capitalino merecía destacarse por su excepcionalidad:
Perdida en un picacho de Los Andes, no es el exterior lo que conforta; es la cultura moral e intelectual, la sociedad amena y distinguida, el hogar lleno de franqueza y de virtud, la leal y cariñosa hospitalidad con que se acoge al extranjero; condiciones que existen en todos los pueblos americanos, pero que, en ninguno como este, están tan desarrolladas y se manifiestan de formas tan agradables. (García Mérou, 1989, p. 117)64
La médula de sus disquisiciones apuntaba a que en un “pueblo aislado y pobre” como el bogotano, sin teatro ni “ninguna de las [...] diversiones que hac[ían] la vida tan rápida en Europa” o en las “metrópolis modernas”, era “necesario buscar en el fondo del hogar, en ese home respetado y querido donde se complac[ía] la virtud” (García Mérou, 1989, p. 118).65 Un lugar en donde se encontraban
todas las mil comodidades […] que faltaban en el exterior. Así, y no de otra manera, se [explicaba] la originalidad y el poder de este espíritu bogotano, desde la más remota antigüedad, así se [comprendía] que, sin estímulo de ninguna especie, sin apoyo de ningún género,