rentísticos, habitacionales, arquitectónicos, etc.) que atañían a la esfera municipal, propósito que hacía indispensable que las localidades fueran ajenas a la “politiquería” (Aguilar, 1884, p. 72).47
La aceptación del principio precedente, aparte de propiciar que se clamara porque los negocios públicos no se atendieran bajo la óptica de los favoritismos de círculo, derivó en una preocupación por reivindicar la trascendencia del municipio en la consolidación de la República. La consecuencia más palpable de todo ello en el entorno bogotano fue que la falta de concordancia entre la ideología regeneracionista (entendida en función del proyecto político instaurado en la época) y el desarrollo técnico, ocasionó que la modernización urbana capitalina se erigiera en un proceso consecuente con el decurso del territorio patrio.
Vale advertir que la capital nacional sobre la cual se asentó el edificio de la Regeneración empezó a moldearse desde que Rafael Núñez subió por primera vez a la presidencia. Algunos de los extranjeros que visitaron Bogotá en los albores del decenio de 1880 se percataron de que el orden que él pretendía fundar tenía una traducción concreta en la dicotomía interior-exterior que denotaba el espacio físico citadino.48 La cultura e ilustración de los bogotanos, reflejada en los hogares de la élite, se erigió así en un elemento a exaltar frente a la falta de adelantos urbanísticos, ciertamente ostensibles en la apariencia de las calles, la carencia de infraestructura, etc.49
Quienes mejor señalaron esta realidad fueron los diplomáticos argentinos Miguel Cané50 y Martín García Mérou51 al arribar a la urbe en enero de 1882. La permanencia del primero en Colombia, como representante del gobierno del “general Julio A. Roca” (García Mérou, 1989, p. II), duró pocos meses, pero el segundo quedó “como Encargado de Negocios en Colombia y Venezuela” por “cerca de año y medio” (p. 6).
Hay que aclarar que el hecho de otorgarle preeminencia a estos dos autores no significa que fueran los únicos en esbozar esa correlación. Buena parte de los extranjeros que visitaron el espacio capitalino durante la segunda mitad del siglo XIX se encargaron de alimentar esa dicotomía interior-exterior al contrastar la miseria que reinaba en las vías citadinas, la precariedad urbanística y el desaseo, con la magnificencia de la élite que los acogía en su seno tan pronto pisaban suelo bogotano.52
La pertinencia de utilizar En viaje e Impresiones como fuentes primarias del análisis reside, no obstante, en que ellos fueron espectadores del “programa modernizador” producido durante “la pax roquista” (Terán, 2008, p. 14) y fue desde esta experiencia que interpretaron lo ocurrido en Bogotá.53 Los dos percibieron a la urbe como un claro reflejo de lo que era Colombia y delinearon, a partir de ello, una analogía entre la capital y el país, que permeó la historia colombiana en los lustros siguientes.
Tal como lo explica Terán (2008) para el caso específico de Miguel Cané, el progreso experimentado en el entorno porteño a partir de los años ochenta del siglo XIX originó que la “representación” del “fenómeno urbano” se ubicara en su pensamiento exactamente “en el punto de tournant” que iba, desde el “legado ilustrado”, que lo concebía como “ámbito virtuoso de la civilización”, hacia “la noción contraria de ‘la ciudad como vicio’” (p. 29), de manera que él pasó de observar con complacencia las transformaciones denotadas en la grilla a identificarlas poco después como un atentado no solo “contra la estabilidad del refugio hogareño” (p. 30), sino especialmente, contra el orden jerárquico tradicional.54
La llegada masiva de inmigrantes al territorio rioplatense se erigió de esta forma en el sustrato en el que Miguel Cané gestó su concepción de que las alteraciones sufridas en el entramado urbano comprobaban que la “modernidad acarrea[ba] un progreso material tan innegable como disolvente de viejas virtudes” (Terán, 2008, p. 49).55
La pérdida del respeto de los subalternos frente a sus superiores, los temores emergidos “ante el carácter mercantilista de la nueva sociedad” o la “creciente presencia de las masas”, fueron factores que lo llevaron a interrogarse por un par de cuestiones: a) “cómo definir” el concepto de “aristocracia en un país republicano”, y b) cómo dibujar “de ese modo el límite entre quienes [tenían] derecho a pertenecer a [ese grupo] y aquellos otros ante los que [debía] erigirse un muro de diferencias” (Terán, 2008, p. 39).56
Fundamentado en las respuestas que obtuvo frente a estas inquietudes, el diplomático argentino acabó expresando abiertamente tres postulados: el primero, su aversión por las ciudades (como París) en donde se juntaban “desde las alturas intelectuales que los hombres venera[ban] hasta los íntimos fondos de corrupción cuyas miasmas se esparc[ían] por la superficie entera de la tierra” (Terán, 2008, p. 42); el segundo, su “repugnancia por todas esas imbecilidades juveniles que se llama[ban] democracia, sufragio universal, régimen parlamentario, etc.” (p. 42), y el tercero, su certeza de “que el progreso de las sociedades no depend[ía] de la institucionalidad política sino de ‘la cultura moral del individuo’” que a la postre “‘determina[ría] la cultura y la inteligencia de la masa’” (p. 48).57
Interesa llamar la atención sobre tales preceptos porque fue con base en ellos que Miguel Cané construyó su descripción del entorno bogotano; en particular, lo que descubrió en suelo citadino fue un lugar en el que divisó un arquetipo para sortear los problemas inherentes al mundo moderno. Un sitio en donde se anteponían el orden y la autoridad ante el ansia de enriquecimiento o el afán por lo material, en donde la inmigración era casi inexistente debido al miedo de las autoridades a que ingresaran a la patria individuos sediciosos que pusieran en riesgo la estabilidad republicana difundiendo el “'elemento socialista'” (Terán, 2008, p. 46), y en donde se mantenía una segregación social bastante marcada que en ningún momento ponía en riesgo la legitimidad de la élite.58
La trascendencia de su reflexión reside, dentro de este marco, en que identificó que las deficiencias urbanísticas de Bogotá (su falta de modernización urbana) eran comprensibles y justificables a la luz de la naturaleza antimoderna del régimen. No en vano, la inferencia que sacó de su paso por la capital durante el primer mandato de Rafael Núñez sugirió que los males intrínsecos a las “expresiones de progreso material” (Solari, 2001, p. 82) únicamente podían resolverse “desde arriba”, es decir, desde lo que él consideraba “un sector legítimo en el ejercicio de la dirección” (Terán, 2008, p. 60).
La apuesta de Miguel Cané por dejar el destino del territorio argentino en manos de “una minoría dirigente” capaz de “constru[ir] una sociedad”, que se “autolegitima[ba] en el linaje, el saber y la virtud” (Terán 2008, p. 60), encontró en “el liberalismo conservador que conoció en Colombia” su asidero, llegando incluso a proponer como “diseño final de su perfil político” un “liberalismo templado”, que se resumía en la premisa de que “'los verdaderos y únicos principios de gobierno consist[ían] en armonizar el orden con la libertad'” (p. 65).
La paradoja que revistió este proceso fue, empero, que la aspiración canesiana de reconstruir la nación argentina sobre ese vínculo armónico para contrarrestar la decadencia propia del “materialismo reinante” (Solari, 2001, p. 81) se concretó en una patria que no era la suya y abrazó unas singularidades que posiblemente nunca imaginó: a diferencia de lo que Miguel Cané buscaba, el programa político implementado por la Regeneración no se enfocó en atenuar los efectos de las transformaciones acaecidas en el territorio colombiano, sino en impedir que el país transitara durante el período en estudio por la experiencia y la conciencia de la modernidad.
La dicotomía interior-exterior
La primera impresión que el mencionado diplomático recibió de Bogotá fue “más curiosa que desagradable” pues, convencido de que “a centenares de leguas del mar” era imposible encontrar “un centro humano de primer orden”, arribó a la urbe “con el ánimo hecho a todos los contrastes, á todas las aberraciones imaginables” (Cané, 2005, p. 179). A medida que “el carruaje avanzaba con dificultad” por los linderos de “la plazuela de San Victorino”, puerta de entrada por el occidente,