Osvaldo Aguirre

La poesía en estado de pregunta


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a lo mejor a que me vivo preguntando -en mi escena introspectiva, siempre un poco sobreactuada- si tengo o no derecho a emplear el mismo medio de composición que Rubén Darío. Y justamente el poema al que me refiero, “Sobre la corrupción”, que pasó del verso a la prosa y de la prosa al verso, supone una suerte de diálogo platónico con el autor de Prosas profanas, como si hubiese pretendido colar una voz extemporánea en el “Coloquio de los Centauros”, donde Darío expone en boca de un cuadrúpedo su profesión de fe esotérico-simbolista: “Las cosas tienen un ser vital: las cosas/ tienen raros aspectos, miradas misteriosas;/ toda forma es un gesto, una cifra, un enigma”, etc. Ahí se insertaría imaginariamente mi poema en prosa -luego en verso- bajo la forma de acotación marginal de un sujeto dado: Puede que cada forma sea un gesto, una cifra, y que en las piedras se oiga perdurabilidad, fugacidad en los insectos y la rosa; incluso cada uno de nosotros podrá pensarse sacerdote de estos y otros símbolos, cada uno capaz de convertir lo concreto en abstracción, lo invisible en cosa, movimientos. Pero de rebatir o dar crédito a tales razones, sé que ahora, al menos, no me conviene interpretar mensajes en nada, ni descifrar lo que en las rachas del aire viene y no perdura (la imagen nítida, pestilente, de los sábalos exangües sobre los mostradores de venta, en la costa). La nota naturalista, debidamente entre paréntesis, no contradice la teoría simbolista, como tampoco lo hace la descripción de un objeto apestoso en “Una carroña”, el poema de Baudelaire que en los albores de la era industrial, como dijo Rilke, sentó las bases de la poesía moderna en su evolución hacia un lenguaje objetivo. En boca de un sujeto hiperestésico que sabe lo que no le conviene, el mini parlamento de mi poema da cuenta, si da cuenta de algo, no tanto de un cambio en el orden de las ideas como en el de los sentimientos; lo significativo está en esa negativa a la interpretación, en la suspensión -nunca del todo posible- de una lectura simbólica del mundo en favor de una posición más bien crítica, objetiva o, si se quiere, formalista. Eso en cuanto a la prosa, y a cierta versión realista y naturalista del simbolismo modernista, que implica una serie de analogías y oposiciones entre los “paisajes de cultura” de Darío y el entorno físico inmediato de un poeta rosarino a mediados de los 80. En cuanto a la versificación, el tipo de verso en el que me ejercitaba en esa época, y que determinó el que practico ahora, se podría describir como un verso libre que se apoya en la métrica tradicional, pero que se guía con las nociones de tiempo más que de cantidad, de velocidades más que de ritmo, de fraseo más que de cadencia. En este sentido, el poema del que sale el título del libro se presenta como un prototipo: modula tres oraciones cortadas en unidades de 5, 7, 9 y 11 sílabas, lo que remite a la combinación de medidas impares -típica de la silva desde el Siglo de Oro en adelante-, sólo que el ritmo de mi poema es irregular, o sea que la distancia entre los acentos internos no está pautada por las normas métricas sino por los usos locales del habla media, instancia coloquial que de todos modos no me impidió insertar -al borde del sacrilegio- un endecasílabo de Calderón: “a pie, solos, perdidos y a esta hora”, que en La vida es sueño sigue “en un desierto monte/ cuando se parte el sol a otro horizonte”, pero que yo rematé con este par de heptasílabos: “en la noche nos guía/ el faro de Guereño”. -¿Cómo se dio el proceso de escritura de El faro de Guereño? -Se dio en el marco de una experiencia generacional y una búsqueda grupal, como no cuesta mucho comprobar si se leen de corrido los primeros libros de Martín Prieto, Oscar Taborda y míos. Los poemas de El faro de Guereño se amasaron entre 1983 y 1988, y el título hace referencia a una fábrica de jabón [1] en la periferia sur de Rosario, cruzando el Saladillo, un paraje que ubico imaginariamente más o menos donde queda en la realidad, pasando el frigorífico Swift, cerca de un barrio de monoblocks, empalmes de ruta, puentes ferroviarios, un campo de golf que se extiende hasta las barrancas del Paraná, lotes de tierra recién arados o con hortalizas, ranchos de madera, cartón y chapa separados entre sí por muchos metros, y al final un monte de eucaliptos atrás del que no llega a verse pero se sabe que hay un viejo casco de estancia, intrusado. Puede ser que todo eso haya cambiado, porque hace tiempo que no voy, pero en cualquier caso el título alude a un sector -como podría haber sido otro- del ex cordón industrial del Gran Rosario. A Taborda y a mí nos siguen atrayendo ese tipo de paisajes más bien suburbanos y casi sin gente, las zonas portuarias, los silos y elevadores de grano, ex estaciones del ferrocarril tomadas por familias numerosas, basurales municipales, los grandes desarmaderos y corralones de maquinaria agrícola, la vegetación achaparrada de las islas del Paraná, las ciudades chicas y los campos a los lados de la Ruta 9 -entre Rosario y Buenos Aires- y la Ruta 11 -entre Rosario y Santa Fe-; grosso modo y extendiendo el área se podría decir que el referente geográfico de nuestro imaginario es el frente fluvial-industrial del Paraná y el Río de la Plata, donde se fue concentrando la mayor cantidad de población y de establecimientos industriales del país, y que se extiende desde la ciudad de Santa Fe hasta La Plata, Berisso y Ensenada, abarcando muchas ciudades y puertos, entre las que se destacan obviamente Rosario y Buenos Aires. Sin entrar en el análisis del contenido simbólico e ideológico ni en el origen psicológico de esta predilección por esa clase de paisajes, al mismo tiempo urbanos, rurales e industriales, me limito a sugerir que gran parte de los motivos referenciales y rasgos formales de la poesía que empezamos a desarrollar en Rosario entre principios y mediados de los 80 deriva de la fisonomía y el acontecer de esa triple zona, con su repertorio de objetos inagotable y monocorde (mil distintos tonos de marrón y verde). Un indicio superficial de esta correspondencia puede verse en el gusto, que se iría desarrollando cada vez más, por aludir o directamente nombrar lugares concretos de la ciudad y sus alrededores. Prieto en Verde y blanco (1988) nombra la Barranca David Peña y alude al puerto y a la zona de chacras. Taborda en La ciencia ficción (1982-1990, inédito) nombra la Estación Fluvial, el Hospital Italiano, el Arroyo Ludueña, el barrio Las Flores, la Costanera, el restaurante La Bella Napoli, la Circunvalación, etc. En El faro de Guereño yo menciono el portón de Hebraica, el Arroyo Ludueña, la Cooperativa de Pescadores que se había formado en el Parque Alem, el edificio de la Aduana, las islas El Paraíso y La Invernada, la Avenida del Huerto, etc. Esta propensión por localizar los enunciados es indicativa, me parece, de una tendencia más general que se fue acentuando a medida que se desarrollaban nuestras poéticas a lo largo de la década del 80, pero que sin duda nos precedía y se dio también en otros poetas más tarde: de lo indeterminado a lo determinado, de lo abstracto a lo concreto, de lo general a lo particular, del adjetivo al sustantivo, del nombre común al nombre propio, del sujeto al objeto (para volver del objeto al sujeto), del sentido figurado al propio, de lo ficticio a lo acreditado por los referentes, de lo universal a lo municipal, de lo atemporal a la coyuntura, etc. Volviendo a mis poemas, el primero que aparece en la página de ese número 4 del Diario se llama “Rojo sobre el agua”: el título es un calco consciente -pero velado, que revelo ahora- de “Smoke on the water”, el clásico de Deep Purple inspirado en el incendio de un hotel y que en los 70 todo el mundo sabía tocar en la guitarra, por lo menos los acordes del riff de Richard Blackmore; entre el segundo y el tercer verso se encabalga el título traducido de una novela de Faulkner (Light in August); el sintagma “polvo de ladrillo” del verso final deriva de las canchas de tenis. A semejanza y diferencia de Darío, en cuyos “paisajes de cultura” -el concepto es de Pedro Salinas y lo retoma Angel Rama- se combinan y recombinan como en un bricolage todo tipo de artículos culturales del depósito indoeuropeo y oriental, mis poemas refunden referencias a la cultura alta, media y baja, pero la identidad de esas referencias permanece en secreto, en tanto las cualidades y los elementos del entorno físico real pasan a primer plano, como en este caso los del paisaje periurbano rosarino: Están esos ladrillos, atrás, en el atardecer con luz de agosto, que apilados por un hombre y una mujer, o por un hombre y una mujer y sus hijos, no provocan lo que el alma quisiera. Y están esos otros puestos a secar, en hileras, encima de un tablón. Si hubiera agua de lluvia en el lugar de donde fueron excavados, no muy lejos, en la tarde, habría sobre el agua polvo de ladrillo. El puesto de ladrilleros al que se alude es uno de los tantos que se veían a los costados de las vías del Ferrocarril Mitre cuando el tren salía de Rosario con destino a Retiro. En el libro hay otro poema, “Una alegoría”, que explicita ese punto de vista móvil que en “Rojo sobre el agua” está implícito en el adverbio atrás, que se repite en este: “Aquello, a medida que el tren avanzaba/ describiendo una curva, iba quedando atrás,/ a medio camino entre las dos ciudades”, etc. Hoy todavía se ven, pero en menor número, ladrilleros trabajando a los lados la ruta, por ejemplo hay uno a la derecha de la