Osvaldo Aguirre

La poesía en estado de pregunta


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me venía ocupando de las del pasado. Por esos años Prieto y yo habíamos escrito en colaboración un libro sobre Vallejo y un par de artículos sobre Darío y el Modernismo, y habíamos coeditado con Daniel Samoilovich los dossiers sobre Juan L. Ortiz y la revista rosarina El lagrimal trifurca, además de haber escrito individualmente numerosas reseñas, algunas tanto o más polémicas que el artículo sobre el neobarroco, pero de alcance más circunscrito a un autor. No concebí por lo tanto ese artículo como una reacción especial -en el sentido de que creyera necesario salir a dar batalla o dejar sentada mi opinión-, sino como una pieza más de una serie general de estudios sobre poesía argentina contemporánea. -En una reseña aparecida en el número 11 de Diario de Poesía, Martín Prieto describió a Quince poemas como “el emergente más sólido” de la poética objetivista, “que pareciera (sucede que no hay nada escrito al respecto) se define por la presencia de pequeños cuadros dramáticos, descriptos por un ojo de pintor, a través de una cadencia no rítmica pero sí musical y que deja suceder, como en un cuento, una breve historia de personaje”. ¿Cómo se definió, en tu práctica, esa poética entonces en germen? -Esos Quince poemas fueron escritos en colaboración por Rafael Bielsa y por mí en 1987. Bielsa era y es algunos años más grande que nosotros, en el 87 él tendría 34 y nosotros 25; nos gustaba su poesía, sobre todo la de sus dos últimos libros: Palabra contra palabra (1982) y Tendré que volver cerca de las tres (1983). Bielsa ya vivía en Buenos Aires para esa época, por lo que la escritura de esos poemas estuvo condicionada por el ritmo del correo argentino. Reconstruyendo ese proceso, diría que fue así: partimos de una base de cuarenta poemas, en su mayoría de Bielsa; quedaron un tiempo en mi poder, no se sabía bien qué debía hacer yo con eso, si escribirle un prólogo, si adjuntarle algunos poemas míos, si seleccionarlos o qué; al mes le remití en un sobre once o doce versiones y refundiciones de sus poemas y esbozos míos de nuevos poemas en esa línea que señala Prieto en la reseña, y cuyos modelos eran -al menos para mí, porque Bielsa y yo no mantuvimos una correspondencia teórica sobre el trabajo- básicamente Kavafis (sobre todo sus poemas de tema histórico), Girri, la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters y los Nuevos poemas de Rilke, esos poemas-cosa de su período objetivista marcado por los ejemplos de Rodin y Cézanne, poemas de los que Angel Battistessa dice que son “el signo de una tendencia hacia un arte más atento al panorama de lo objetivo” (Rainer Maria Rilke. Itinerario y estilo, 1950). Lógicamente, en los Quince poemas abundan las máscaras o personae, fragmentos de monólogos interiores de un cura confesor, un pensador ocioso, un paciente de hospital, una mujer en el casino, un cónyuge melancólico, un tipo feo fumando al lado de una joven bella, un soldado griego y un sirviente medieval, mientras en tercera persona se narran escenas parciales de un travesti cruzando un bulevar a la madrugada, un viejo marmolista y su hermana que toman té en el patio, una mujer que habla hasta por los codos mientras se maquilla y un novelista norteamericano (Faulkner) charlando con el personal de un prostíbulo. Ambos recursos (monólogo interior de un personaje y tercera persona) ya estaban presentes en ese par de libros de Bielsa del 82 y el 83, pero su lenguaje era recargado y preciosista, y en general se advertía una inclinación al barroquismo que sus libros posteriores fueron acentuando; cuando él me contactó a principios del 87 para proponerme hacer un libro en colaboración, se topó con un artesano de un desmedido afán restrictivo: ansias de cortar, ceñir, desbrozar, objetivar, acotar la imagen, controlar el ritmo, etc. El resultado del cruce es de una frialdad necesaria, ya que el proyecto no dejaba mucho margen para la expresión de sentimientos personales; la “conciliación obligatoria” respecto a las imágenes, las palabras, las historias, los cortes de verso, etc. impusieron un principio de objetividad muy grande, que funcionaba como una máquina capaz incluso de apropiarse de la idea de un tercero, como ocurrió con el poema “El mensajero”, que es una variación de un texto ocasional escrito por Daniel Scheimberg, un amigo pintor de gran influencia sobre mí y sobre Prieto en esos años, y aun hoy. Pero esta poética objetivista se inscribe -en mi propia experiencia formativa y en mi afán revisionista- en una corriente realista y antirromántica que en poesía tiene un origen moderno y remoto en los poemas en verso y en prosa de Baudelaire. Dejando de lado por obvios a autores como Balzac, Flaubert y Zola, Proust, Joyce, Faulkner, etc., creo que las que dejaron en nosotros una impronta más específica en lo que respecta a esta corriente realista y objetivista fueron las lecturas de -en el orden en que más o menos se fueron dando- los poetas norteamericanos (Eliot, Pound, Moore, Williams, Creeley, etc.) y la poesía rosarina del 70 (Hugo Diz, Eduardo D’Anna, Isaías, Francisco Gandolfo, Alejandro Pidello, etc.), la narrativa de Arlt, Quiroga, Onetti, Di Benedetto y Saer paralelamente a Robbe-Grillet y los ensayos que le dedica Barthes, Juan L. Ortiz, Trabajar cansa y El oficio de poeta de Pavese, Girri como poeta y traductor, Montale, Kavafis, Rilke, Giannuzzi, Gottfried Benn, Francis Ponge, Perec, etc., etc. La del realismo como se sabe es una problemática crónica en la historia de las corrientes estéticas, y las distintas épocas y sociedades inspiran en sus autores diversas modalidades de representación; el lenguaje poético, que corre la misma suerte respecto de las condiciones históricas, demanda periódicamente un reajuste en su dicción para dar cuenta más fielmente de lo que pasa, sea por la calle, por la cabeza o por la televisión. En este sentido, el artículo de Eduardo D’Anna sobre la nueva poesía rosarina de los 70, publicado en 1980, sin dejar de ser descriptivo era al mismo tiempo programático, ya que se aplica mucho más a nuestra poesía posterior que a la de nuestros precursores rosarinos. Daniel Freidemberg incluso opinó que la selección que acompaña al artículo, hecha por el propio D’Anna, no coincide con el programa estético (cfr. “El poeta en la picota”, Diario número 2, dossier sobre El lagrimal trifurca, septiembre 1986). El artículo de D’Anna se llamaba “Fenicia revisited. Nueva poesía de Rosario” (Arte Nova, número 5, Buenos Aires, mayo de 1980), y apuntaba cinco características: 1) ironía y distanciamiento, en oposición a la efusión poética; pone de ejemplo a Hugo Diz (1942); 2) predominio del tono narrativo o argumental sobre el lírico; ejemplo: Rafael O. Ielpi (1939); 3) inclinación por lo antipoético en los temas y los referentes: Francisco Gandolfo (1921); 4) lenguaje definitivamente coloquial [3]; da como ejemplos a Guillermo Thomas (1953), Hugo Ojeda (1954), Sergio Kern (1954), Oscar Otero (1953) y Rafael Bielsa (1953); y 5) “predominio de los datos objetivos sobre los subjetivos”, y el ejemplo acá es Alejandro Pidello (1947), cuya obra junto a la de Héctor Piccoli (1953) -esto ya no lo dice D’Anna- constituye otro hito aislado de poesía experimental rosarina. Y ahora me gustaría citar una conclusión que saca Daniel Freidemberg a propósito del artículo de D’Anna: “Moraleja: existió efectivamente en Rosario una propuesta definida (que influyó, incluso, en autores posteriores: los rosarinos Rafael Bielsa, Carlos Piccioni, Martín Prieto, Oscar Taborda, el chubutense Juan Carlos Moisés, el puntano Héctor Giuliano, entre otros)”. Hay que suponer que Freidemberg no conocía todavía mis poemas, de lo contrario no se explica que haya tenido que recurrir a un chubutense y a un puntano para engrosar la lista... Es interesante que, después de detallar los rasgos característicos de la poesía de los 70, y sin querer la de los 80, D’Anna le haya dedicado un párrafo a tres precursores locales: Arturo Fruttero (1909-1963), Beatriz Vallejos (1922-2010) y Felipe Aldana (1922-1970). Yendo más lejos, forzando un poco la visión de conjunto del patrimonio de la poesía rosarina, santafesina y del Litoral -que empieza a verse ahora con las ediciones y reediciones de las obras de Juan L. Ortiz, José Pedroni, Fruttero, Hugo Padeletti, Aldana, Hugo Diz, Irma Peirano y Aldo Oliva-, es decir haciendo una lectura parcial e intencionada de esas obras se podría resaltar una tendencia realista u objetiva que las atraviesa, con distintos grados y modos de desarrollo, por momentos asociándose a una ideología política, por momentos contradiciendo la ideología opuesta, o haciendo de antidominante a una cosmovisión sublime, contrapeso para un lírica que pulveriza las impresiones del paisaje a nivel de las sílabas y los signos de puntuación, cuando no es el reclamo de las condiciones sociopolíticas a un escritor cuyo sentimiento de culpa lo retrae de un mundo interior lleno de fantasía y arquetipos; muchas veces esa tendencia se registra en las obras de manera involuntaria y aleatoria, o al contrario como fracaso de una toma de conciencia y la intención de objetivarla en la expresión poética, y a veces surge espontáneamente y toma todo un libro o gran parte, o se limita a un solo poema, a los títulos del índice, a versos sueltos, etc. -El cruce de poesía y narrativa es un articulador del objetivismo. ¿En qué sentido cabe entenderlo en tu opinión? ¿Qué puede tomar la poesía de la narrativa? -Bueno, nunca me convenció el término “objetivismo”;