especuladores y espías que participaron en el realineamiento geopolítico de las relaciones de poder atlánticas.[7] Una historia de conexiones en pleno desarrollo y con relevantes resultados,[8] en la que este libro pretende inscribirse cuando se interroga sobre los procesos de toma de decisiones que enlazan cuestiones de política interna y asuntos de política exterior.[9] Intersecciones que presentan ciertas dificultades metodológicas que conviene explicitar desde el comienzo.[10]
La primera reside en distinguir la vida política interna de la política exterior en un momento caracterizado por conflictos entablados entre sujetos soberanos (monarquías e imperios) y nuevas comunidades con vocación soberana de naturalezas muy inestables (autoridades revolucionarias, pueblos con voluntad de autogobierno, ejércitos que responden a liderazgos sin base política y territorial firme). En las negociaciones se entrecruzan los atributos de los monarcas –con sus cortes, camarillas y castas de diplomáticos empapados en el ambiente conservador de la Restauración– y los improvisados agentes revolucionarios –sometidos a una experiencia bélica devastadora y con el deber de rendir cuentas ante poblaciones y tropas movilizadas en nombre de valores como la libertad, la igualdad y la independencia–. En esos espacios en ebullición, donde participan intrigantes de muy diversas procedencias, las viejas categorías de la diplomacia y de la política mutan mientras los actores apelan a los desiguales repertorios disponibles.
En segundo lugar, siempre es dificultoso establecer los impactos de las decisiones de los agentes en relación con otros que participan en ese universo diplomático extendido. Por un lado, porque en ese universo impera la lógica del secreto. Los informes escritos de las diferentes legaciones estaban acompañados por intercambios verbales de los que no queda registro. De hecho, uno de los cometidos más valorados en el mundo de la diplomacia era conseguir y proveer información secreta, y uno de sus efectos más habituales era la filtración de noticias y la circulación de rumores. Como afirmó uno de los representantes criollos en el extranjero poco después de inaugurar su misión, “las conjeturas fundadas […] son casi siempre el cimiento de los cálculos y de las resoluciones diplomáticas”.[11] Por otro lado, visto que estamos en la era previa al telégrafo y al cable submarino, las vías marítimas, fluviales y terrestres posibilitan una comunicación que acompaña los ritmos de una temporalidad sujeta a la geografía, las urgencias de los acontecimientos y las especulaciones alrededor de las noticias.[12] Entre la redacción de las instrucciones que los gobiernos enviaban a los agentes apostados en legaciones extranjeras, las minutas redactadas para acusar recibo y las gestiones que los representantes debían cumplir, transcurrían meses en que ocurrían hechos que modificaban el universo de opciones. Basta recordar que el cruce del Atlántico podía insumir dos meses e incluso más según los puntos de partida y de arribo, la estación del año, el clima y el tipo de embarcación, y que el tránsito terrestre estaba sujeto a las precarias condiciones de las rutas, la tracción animal, los peligros que acechaban y los frecuentes cortes provocados por las guerras. La información que manejaban los protagonistas sobre lo que ocurría en cada escenario era fragmentaria, incompleta, confusa. Los actores se movían en esa ciega simultaneidad, interdependientes y sometidos a que el desfase temporal entre hechos y noticias trajera consecuencias imprevistas o hiciera fracasar las especulaciones sobre hipótesis fallidas.
La tercera dificultad reside en descifrar los sentidos atribuidos a la información que circula. Esto no solo depende de las situaciones contingentes, sino también de las culturas políticas conformadas por diversas tradiciones, experiencias e imaginarios.[13] Aunque este estudio no desarrolla de manera explícita las culturas políticas que nutrieron a los actores, las toma en cuenta al interpretar los modos diferenciales con que concibieron el pasado, leyeron el presente e imaginaron el futuro; una consideración necesaria porque, como afirma François Hartog, estamos ante una coyuntura de “crisis del tiempo”: las articulaciones de la temporalidad dejan de ser obvias y evidentes.[14]
En aquella crisis del tiempo, el impacto provocado por la caída del imperio napoleónico trascendió las fronteras del continente europeo y se expresó en Iberoamérica en lo que denomino “efecto restauración”; efecto que no solo no fue unilateral, sino que se tradujo en diversas constelaciones retroalimentadas a ambos lados del Atlántico. Entre las variantes delineadas como respuestas a la nueva situación, exploro aquellas que se desplegaron en el corredor luso-hispano-criollo en conexión con el nuevo concierto de potencias europeas. Desde ese ángulo de visión, afirmo, en primer lugar, que no es posible comprender los avatares de este período sin tomar en consideración el papel que desempeñó la monarquía portuguesa instalada en Brasil y el de sus íntimas relaciones con la monarquía borbónica, con el resto de las casas soberanas europeas y con el dividido bloque revolucionario rioplatense.[15] En segundo lugar, sostengo que 1814-1820 es un sexenio crucial cuya observación requiere de la operación historiográfica que implica desacoplar el fenómeno revolucionario del fenómeno independentista. Como han demostrado las visiones más renovadas, las independencias no estaban inscriptas en el punto de partida de las revoluciones, sino que fueron su punto de llegada, y en el período aquí estudiado ese último no se visualizaba como inexorable, sino como una alternativa pasible de defensa, negociación, renuncia o aplastamiento.[16]
Reconsiderar la primera Restauración europea en Iberoamérica supone desafiar el paradigma revolucionario que durante mucho tiempo dominó los estudios sobre el tema. Con diversas cronologías, ese paradigma cristalizó la imagen del fenómeno restaurador como una anomalía o un paréntesis en la historia. En el área borbónica, el triunfo de los liberales en Francia en 1830 consolidó el estereotipo de la “restauración-reacción” y mostró al período 1814-1848 como un “tiempo débil” y sin “consistencia propia”, según lo calificó Pierre Rosanvallon en su pionero estudio El momento Guizot.[17] En España se dibujó la figura de un doble paréntesis con las dos restauraciones de Fernando VII tras las revoluciones liberales, y en el Reino de Nápoles la de sucesivos paréntesis a lo largo de más de medio siglo.[18] Las historiografías fundacionales hispanoamericanas no escaparon a este esquema al evaluar la reimplantación del absolutismo metropolitano como un momento que menguó, y en algunos casos aceleró, el ritmo del proceso de doble ruptura con el orden colonial y con la monarquía. La clave teleológica de estas narrativas se refuerza con la exaltación del carácter heroico de sus líderes revolucionarios que supieron desafiar, enfrentar y derrotar la reacción militarista de España. Sobre esa matriz se construyeron los relatos patrióticos que cimentaron los mitos de los orígenes de las naciones americanas e instalaron la imagen de un destino manifiesto que derivaría en las independencias y en la formación de nuevos Estados soberanos republicanos.[19]
Las interpretaciones recientes de la historiografía europea e iberoamericana revisan estas imágenes con el objeto de indagar la Restauración posnapoleónica no para “rehabilitarla” –como afirma Jean-Claude Caron–, sino para “revaluarla” mediante un diálogo transnacional que ilumina las conexiones de los procesos revolucionarios y contrarrevolucionarios a ambos lados del Atlántico.[20] Desde esta perspectiva, el lector observará en varios pasajes marcados contrastes con las versiones canónicas –tradicionales o progresistas– más difundidas en el espacio público. Por un lado, con aquellas que juzgaron las acciones de los revolucionarios en términos de principios ideológicos inalterables y a sus desvíos como imposturas destinadas a ganar tiempo y engañar a los contrincantes; por otro lado, con las que congelaron la imagen de la reacción contrarrevolucionaria como una versión unívoca, rancia y nostálgica, en un tiempo que les era extraño y ajeno.[21] Como veremos, los exponentes de la contrarrevolución participaron en los procesos de cambio, a los que no solo se incorporaron sino que contribuyeron a modelar, y los cursos de acción de los grupos revolucionarios estuvieron menos atados a horizontes ideológicos irrenunciables de lo que sugieren las versiones broncíneas al presentar sus panteones de héroes.
En suma, las conexiones aquí analizadas entre historia de la diplomacia, de la política y de la guerra, además de mostrar las disputas en torno a diferentes principios de legitimidad, revelan las luchas que enfrentaron a grupos y fracciones internas de las grandes potencias y de los gobiernos revolucionarios, muchas veces enlazados en alianzas inestables o en negociaciones estratégicas. Por ello, las nuevas formas que adoptaron las guerras (revolucionarias, civiles, de independencia, de guerrillas) fueron marcadas por