—exclamó el inesperado interlocutor, y, no se sabe por qué, mirando furtivamente alrededor y reduciendo su grave voz a un susurro, dijo—: Perdonen mi impertinencia, pero tengo entendido que ustedes, además de todo, tampoco creen en Dios —y agregó con ojos asustados—: Juro que no se lo diré a nadie.
—No, no creemos en Dios —respondió Berlioz con una ligera sonrisa, al ver el susto del turista—. Pero de eso se puede hablar con total libertad.
El extranjero se recostó en el respaldo del banco y preguntó, casi chillando de curiosidad:
—¡¿Son ateos?!
—Sí, somos ateos —respondió Berlioz sonriendo, mientras Bezdomni pensaba enojado: “¡Y se nos tuvo que pegar este ganso extranjero!”.
—¡Oh, qué encanto! —exclamó el sorprendente extranjero, y comenzó a voltear la cabeza mirando a uno y otro literato.
—En nuestro país, el ateísmo no sorprende a nadie —dijo Berlioz con diplomática cortesía—. La mayor parte de nuestra población hace tiempo ya que ha dejado conscientemente de creer en los cuentos acerca de Dios.
Aquí el extranjero hizo la siguiente jugada: se levantó y le dio un apretón de manos al azorado editor, diciendo:
—¡Permítame agradecerle de todo corazón!
—¿Y por qué le está agradeciendo? —inquirió Bezdomni, parpadeando.
—Por un dato muy valioso que, como turista, me interesa muchísimo —aclaró el extravagante extranjero, alzando su dedo con aire significativo.
El valioso dato, al parecer, había en efecto causado una fuerte impresión en el viajero, porque lanzó una mirada asustada a los edificios, como temiendo ver en cada ventana a un ateo.
“No, no es inglés…”, pensó Berlioz, y Bezdomni pensó: “¿Cómo se habrá dado maña para hablar tan bien el ruso? ¡Eso es lo más interesante!”, y volvió a fruncir el ceño.
—Pero permítanme preguntarles —dijo el visitante extranjero tras inquieta reflexión—: ¿qué hacemos con las pruebas de la existencia de Dios, las cuales, como se sabe, son cinco?
—¡Ay! —se lamentó Berlioz—. Ninguna de esas pruebas vale nada y la humanidad hace tiempo ya que las ha archivado. Convenga en que en el ámbito de la razón no puede existir ninguna prueba de la existencia de Dios.
—¡Bravo! —exclamó el extranjero—. ¡Bravo! Usted reprodujo con exactitud el pensamiento del viejo e inquieto Immanuel acerca de esta cuestión. Pero esto es lo curioso: ¡destruyó las cinco pruebas y luego, como burlándose de sí mismo, elaboró su propia sexta prueba!
—La prueba de Kant —replicó el culto editor con una fina sonrisa— tampoco es convincente. Por algo decía Schiller que las reflexiones kantianas acerca de esta cuestión sólo pueden convencer a esclavos, mientras que Strauss directamente se reía de esa prueba.
Berlioz hablaba, pero mientras tanto pensaba: “Pero ¿quién es este individuo? ¿Y por qué habla tan bien el ruso?”.
—¡Habría que agarrar a ese Kant y mandarlo tres años a Solovkí4 por esas pruebas! —soltó Iván Nikoláievich de un modo absolutamente inesperado.
—¡Iván! —susurró, turbado, Berlioz.
Pero la propuesta de enviar a Kant a Solovkí no sólo no sorprendió al extranjero, sino que incluso lo fascinó.
—¡Exacto, exacto! —gritó, y su ojo verde, dirigido hacia Berlioz, comenzó a brillar—. ¡Ese es su lugar! Si le decía yo aquella vez, durante el desayuno: “Usted, profesor, discúlpeme, pero ¡ha inventado algo absurdo! Tal vez sea ingenioso, pero no se entiende. ¡Se van a reír de usted!”.
Berlioz desorbitó los ojos: “¿Durante el desayuno… a Kant? Pero ¿qué está diciendo este?”, pensó.
—Pero enviarlo a Solovkí es imposible —continuó el extranjero, sin azorarse por el asombro de Berlioz y dirigiéndose al poeta—, dado que ya hace más de cien años que se encuentra en lugares mucho más lejanos que Solovkí, ¡y de allí no hay modo de sacarlo, se lo aseguro!
—¡Qué lástima! —replicó el pendenciero poeta.
—¡Sí, una lástima! —confirmó el desconocido con el ojo brillándole, y continuó—: Pero esta es la cuestión que me preocupa. Si Dios no existe, entonces, ¿quién dirige la vida humana y se ocupa del orden en la tierra?
—El hombre mismo la dirige —Se apresuró a contestar Bezdomni, irritado ante esta pregunta —Hay que reconocerlo— tan poco clara.
—Discúlpeme —replicó suavemente el extraño—, para poder dirigir algo hay que tener por lo menos un plan exacto para una buena cantidad de tiempo. Permítame preguntarle: ¿cómo puede ser el hombre quien dirige, si no sólo es incapaz de elaborar un plan para una cantidad de tiempo risiblemente breve, digamos, unos mil años, sino que ni siquiera puede asegurar su propio día de mañana? En efecto —Y aquí el desconocido se dirigió a Berlioz—, imagínese que usted, por ejemplo, comienza a dirigir, a disponer de otros y de sí mismo, y ya le toma el gustito, digamos, y de repente tiene… cof…, cof…, un sarcoma pulmonar —Y aquí el extranjero sonrió con deleite, como si la idea del sarcoma pulmonar le hubiera causado cierto placer—; sí, sarcoma —repitió la sonora palabra, entornando los ojos como un gato—, ¡y se terminó su gestión! Ningún destino, salvo el suyo propio, le interesa ya. Sus parientes empiezan a mentirle; usted, al sentir que algo anda mal, acude a médicos eruditos, luego a charlatanes e incluso a videntes. Lo primero, igual que lo segundo y lo tercero, es del todo inútil, como usted mismo comprende. Y todo acaba trágicamente: aquel que hasta hacía poco creía dirigir algo termina yaciendo inmóvil en un cajón de madera, y los que lo rodean, al comprender que no tiene ninguna utilidad, lo queman en un horno. Y hay casos peores: una persona se propone viajar a Kislovodsk —Aquí el extranjero miró a Berlioz entornando los ojos—; parecería un asunto muy sencillo, pero ni eso puede llevar a cabo, ¡porque, no se sabe cómo, de golpe agarra, se resbala y se cae bajo un tranvía! ¡No me dirá usted que él mismo lo dispuso así! ¿No sería más correcto pensar que alguien se encargó de él? —Y aquí el extranjero lanzó una risita extraña.
Berlioz escuchaba con suma atención el desagradable relato sobre el sarcoma y el tranvía, y unas ideas inquietantes comenzaron a atormentarlo. “¡No es un extranjero! ¡No es un extranjero! —pensaba—. Es un sujeto extrañísimo… Pero entonces… ¿quién será?”.
—Veo que usted tiene ganas de fumar —Se dirigió de súbito el desconocido a Bezdomni—. ¿Cuáles prefiere?
—¿Qué? ¿Acaso tiene para elegir? —respondió sombrío el poeta, a quien se le habían acabado los cigarrillos.
—¿Cuáles prefiere? —repitió el desconocido.
—Bueno, Nasha Marka5 —contestó Bezdomni de mala manera.
El desconocido sacó enseguida del bolsillo una cigarrera y se la ofreció a Bezdomni:
—Nasha Marka.
El editor y el poeta no se sorprendieron tanto por el hecho de que en la cigarrera hubiera justamente Nasha Marka como por la cigarrera misma. Era de un tamaño enorme, de oro macizo, y al abrirla brilló en la tapa un triángulo de diamantes con un fuego azul y blanco.
Aquí los literatos pensaron distinto. Berlioz: “¡No, es extranjero!”, y Bezdomni: “¡Que se lo lleve el diablo!”.
El poeta y el dueño de la cigarrera comenzaron a fumar, y Berlioz, que no fumaba, lo rechazó.
“Habrá que argumentarle de este modo —decidió Berlioz—: sí, el hombre es mortal, nadie discute eso. Pero lo que ocurre es…”.
No había alcanzado a pronunciar estas palabras cuando el extranjero empezó a hablar:
—Sí, el hombre es mortal,