apodo?
—Ha-Notzri.
—¿De dónde eres?
—De la ciudad de Gamala —contestó el detenido, señalando con la cabeza que allí, en algún lugar lejano, a su derecha, hacia el norte, estaba la ciudad de Gamala.
—¿Qué linaje tienes?
—No lo sé con precisión —contestó vivaz el prisionero—; no recuerdo a mis padres. Me dijeron que mi padre era sirio…
—¿Dónde resides?
—No tengo residencia permanente —contestó el detenido con timidez—, yo viajo de una ciudad a otra.
—Eso se puede expresar con mayor brevedad, en una sola palabra: vagabundo —dijo el procurador, y preguntó—: ¿Tienes parientes?
—No tengo a nadie. Estoy solo en el mundo.
—¿Sabes leer y escribir?
—Sí.
—¿Conoces algún otro idioma aparte del arameo?
—Sí, el griego.
Un párpado hinchado se levantó, y el ojo, cubierto por una nube de sufrimiento, se fijó en el prisionero. El otro ojo permaneció cerrado.
Pilatos habló en griego:
—¿Entonces eras tú el que planeaba destruir el templo e incitaba al pueblo a hacerlo?
Aquí el detenido otra vez se reanimó, sus ojos dejaron de expresar temor y dijo en griego:
—Yo, buen… —El terror destelló en los ojos del detenido, porque estuvo a punto de equivocarse—. Yo, hegémono, nunca en mi vida he tenido la intención de destruir el edificio del templo y no he incitado a nadie a ese acto absurdo.
El asombro se dibujó en el rostro del secretario que, encorvado sobre una mesa bajita, escribía las declaraciones. Alzó la cabeza, pero enseguida volvió a inclinarse sobre el pergamino.
—Una muchedumbre de lo más diversa confluye en esta ciudad a causa de la fiesta. Entre ellos hay magos, astrólogos, adivinos y asesinos —decía el procurador en forma monótona—, y también pueden encontrarse mentirosos. Tú, por ejemplo, eres un mentiroso. Está escrito claramente: incitaba a destruir el templo. Así lo atestigua la gente.
—Esas buenas personas —comenzó el detenido, y añadió de prisa—: hegémono, no aprendieron nada y malinterpretaron todo lo que dije. Ya empiezo a temer que esa confusión se prolongará largo tiempo. Y todo se debe a que él apunta incorrectamente lo que digo.
Se hizo silencio. Ahora ya ambos ojos enfermos miraban con pesadez al detenido.
—Te lo repito, y por última vez: deja de fingirte loco, delincuente —pronunció Pilatos de manera suave y monótona—. Es poco lo escrito sobre ti, pero basta para colgarte.
—No, no, hegémono —decía el prisionero, todo tenso en su deseo de persuadir—. Hay… Hay uno que anda con un pergamino de cabra y escribe sin interrupción. Pero yo una vez miré ese pergamino y me horroricé. Yo no había dicho nada de todo lo que ahí estaba escrito. Y le supliqué: ¡quema por Dios el pergamino! Pero él me lo arrancó de las manos y huyó.
—¿Quién es? —preguntó Pilatos con desdén, y se tocó la sien con la mano.
—Leví Mateo —explicó el detenido con buena predisposición—. Era recaudador de impuestos; por primera vez me lo encontré en el camino de Betfagé, allí donde se abre en un ángulo el jardín de higueras, y me puse a hablar con él. Al principio fue poco amable, incluso me ofendió, es decir, creía ofenderme, llamándome “perro” —Aquí el detenido hizo un mueca de sonrisa—. Yo, en lo personal, no veo nada de malo en ese animal como para ofenderme por esa palabra…
El secretario dejó de anotar y echó una sorprendida mirada de reojo, pero no al prisionero, sino al procurador.
—… Aunque, al escucharme, se fue suavizando —continuó Yeshúa—. Finalmente tiró el dinero por el camino y dijo que me seguiría…
Pilatos sonrió con una mejilla, mostrando sus dientes amarillos, y exclamó, girando todo el torso hacia el secretario:
—¡Oh, ciudad de Yerushalaim! Qué clase de cosas pueden escucharse en ella. Un recaudador de impuestos que tira el dinero por el camino… ¿Dónde se ha visto?
Sin saber cómo responder a esto, el secretario consideró conveniente imitar la sonrisa de Pilatos.
—Me dijo que desde ese momento el dinero se le había vuelto odioso —explicó Yeshúa la extraña conducta de Leví Mateo, y agregó—: Y desde entonces se ha convertido en mi acompañante.
Siempre mostrando los dientes, el procurador miró al prisionero, luego al sol que ascendía inexorable sobre las estatuas ecuestres del hipódromo, que se extendía lejos, abajo y a la derecha, y de repente pensó, presa de una revulsiva angustia, que lo más sencillo sería deshacerse de ese extraño delincuente pronunciando sólo una palabra: “Cuélguenlo”. Despedir también a la escolta, abandonar la columnata e ir hacia el interior del palacio, ordenar que oscurezcan el cuarto, echarse sobre el catre, pedir agua fría, llamar con voz lastimera al perro Banga y quejársele de la hemicránea. Y, de repente, la idea del veneno cruzó seductora por la cabeza enferma del procurador.
Durante un rato se quedó callado, mirando con ojos turbios al prisionero y tratando de recordar a duras penas por qué comparecía ante él, bajo el matutino e implacable sol de Yerushalaim, un detenido con la cara desfigurada por los golpes, y cuántas preguntas innecesarias aún faltaba hacerle.
—¿Leví Mateo? —preguntó el doliente con voz ronca y cerró los ojos.
—Sí, Leví Mateo —Le llegó la aguda voz que lo atormentaba.
—Pero entonces, ¿qué era lo que le decías a la muchedumbre en el mercado, acerca del templo?
La voz que respondía parecía punzar a Pilatos en la sien; era inexplicablemente dolorosa. La voz decía:
—Yo, hegémono, dije que se derrumbará el templo de la vieja fe y se erigirá el nuevo templo de la verdad. Lo dije de esa forma para que fuera más comprensible.
—Vagabundo, ¿para qué confundías a la gente en el mercado, hablando de una verdad de la que no tienes ni idea? ¿Qué es la verdad?
Y aquí el procurador pensó: “¡Oh, dioses míos! Le estoy preguntando algo irrelevante para el juicio… Mi mente ya no me sirve…”. Y otra vez le pareció ver la copa con el líquido oscuro. “¡Veneno, veneno es lo que necesito!”.
Y de nuevo oyó la voz:
—La verdad está, ante todo, en que te duele la cabeza, y te duele tanto que estás pensando en la muerte, como un cobarde. No sólo no tienes fuerzas para hablar conmigo, sino que incluso te cuesta mirarme. Y en este momento yo, sin quererlo, soy tu verdugo, lo cual me apena. No eres capaz siquiera de pensar en algo y sólo deseas que venga tu perro, al parecer el único ser vivo hacia el que sientes afecto. Pero tu sufrimiento acabará pronto, el dolor se te pasará.
El secretario miró al detenido con ojos desorbitados y no terminó de escribir la frase.
Pilatos alzó sus atormentados ojos hacia el detenido y vio que el sol estaba ya bastante alto sobre el hipódromo, y que un rayo había penetrado en la columnata y se arrastraba hacia las gastadas sandalias de Yeshúa, que se apartaba del sol.
Entonces el procurador se levantó del sillón, apretó su cabeza entre las manos y su rostro afeitado y amarillento expresó terror. Pero enseguida lo reprimió con un esfuerzo de voluntad y se dejó caer nuevamente en el sillón.
El detenido, mientras tanto, continuaba con su discurso, pero el secretario ya no tomaba nota, tratando sólo de no perderse una palabra y estirando el cuello como un ganso.
—Y