y al paso de los años en todos los rumbos de la ciudad existían hoyos, piedras sueltas y desniveles, durante un tiempo pareció que la capital del virreinato rivalizaba con las mejores ciudades españolas. Valle-Arizpe cuenta que, tras la llegada al virreinato del segundo conde de Revillagigedo, «hasta los más sórdidos callejones tuvieron su empedrado».
La literatura, los daguerrotipos y las primeras placas fotográficas muestran, sin embargo, una ciudad lodosa y polvorienta: calles donde han quedado impresas las huellas de los carruajes, las herraduras de los caballos. El escritor Ciro B. Ceballos relata que en los años más fuertes de la «europeización» de la Ciudad de México, el gobierno de Porfirio Díaz reemplazó los adoquines coloniales por maderos embadurnados de chapopote. Así se usaba en París y en Berlín: los carruajes parecían correr con tersura, se apagaba el chocar de las ruedas contra la piedra, y todo mundo se sentía habitante de alguna capital europea. Hasta que vino la primera lluvia.
La humedad provocó la dilatación del entarugado. Algunos maderos se abombaron y otros se desprendieron de su sitio, «echándose a nadar sobre las aguas como los restos de un naufragio» (Ciro B. Ceballos). Se afirma que Miguel Ángel de Quevedo remedió aquello, y trajo al país el asfalto. La fecha: 1901. Miguel Ángel de Quevedo era entonces regidor de Obras Públicas. Gracias a él, la «jungla de asfalto» de la que habla el cliché nació en las calles de Coliseo, Refugio y Tlapaleros. Hoy las tres tienen el mismo nombre, 16 de Septiembre.
El asfalto se había empleado por primera vez en París en 1824 (la primera calle pavimentada del mundo: los Campos Elíseos). En 1905, Micrós reportó en su columna de El Imparcial el arribo a la ciudad del asfalto laminado. Según él, los autos rodaban con gran facilidad, aunque el nuevo pavimento tenía el inconveniente de privar al peatón de piedras, útiles antiguamente en caso de riña o ataque de perro.
Acabo de escribir que debemos a Miguel Ángel de Quevedo el nacimiento de la jungla de asfalto, y sin embargo ahora debo desdecirme, porque la jungla de asfalto es obra, en realidad, del presidente Plutarco Elías Calles y algunos distinguidos miembros de su gabinete, Aarón Sáenz entre ellos.
Calles fomentó el que sería el gran negocio de los gobiernos postrevolucionarios: la concesión y construcción de obras públicas. En 1924 se hizo socio de las compañías cementeras Anáhuac y fyusa, a las que entregó contratos para que asfaltaran calles y caminos de México. Un ex secretario de Comunicaciones, Juan Andrew Almazán, confesó alguna vez que por órdenes de Calles visitó a representantes de la Standard Oil.
–¿A ustedes les conviene que se gaste mucha gasolina, verdad? –les preguntó.
–Pues claro.
–Bueno, pues para que se gaste mucha gasolina, necesitamos hacer muchos caminos.
Almazán salió de la reunión con un crédito de varios millones para la construcción de calles y carreteras. Y como Anáhuac y fyusa monopolizaban la producción de asfalto, el dinero cayó a manos llenas en los bolsillos del Jefe Máximo.
El asfalto, en consecuencia, llovió también a manos llenas sobre la ciudad. Surgió la sociedad del asfalto, la mancha urbana que treparía vorazmente las lomas, las cuestas, los cerros. La ciudad se volvía gris y Valle-Arizpe terminaría por describir de este modo el nuevo horizonte: «asfalto por todos lados».
1763
Manuscrito del que lo vio todo
En 1763, un viajero tardaba ochenta días y debía recorrer casi dos mil leguas para ir de Cádiz al puerto de Veracruz. El mar comenzaba siendo azul claro e iba mudando de color, según la variedad del fondo. A la altura de la Martinica se hacía verdinegro. A veces, la marcha era interrumpida por el avistamiento de fragatas corsarias. La tripulación padecía por los intensos calores y la excesiva calma del viento. Los pilotos le temían a «los Caimanes», dos islas despobladas, rodeadas de corrientes asesinas, y también a «los Alacranes», una zona de arrecifes que mordían sin piedad a las embarcaciones que se acercaban demasiado.
–Durante los ochenta días del viaje–, cada media hora un oficial de la guardia de popa llamaba a la guardia de proa: «¡Ah de la proa! ¡Ah!». La tripulación entera replicaba: «¿Qué dirán? ¿Qué dirán?». El oficial de la guardia de popa insistía: «¡Alerta la buena guardia!». La guardia de proa contestaba al fin: «¡Alerta está!».
En julio de ese año de gracia de 1763, mareado a tal punto que la tripulación pensó que no iba a sobrevivir al viaje, el fraile Francisco de Ajofrín se dirigía a Nueva España, con la misión de recabar limosnas para que un grupo de frailes capuchinos pudiera cumplir labores evangelizadoras en el Tibet.
El mareo le pegaba «con exceso y ansias mortales». Ajofrín, sin embargo, se las ingeniaba para anotar en un diario los sucesos más significativos de la travesía; dibujaba incluso, con hermosos detalles, el perfil de las islas que la fragata La Perla iba encontrando.
El manuscrito del fraile fue descubierto en 1936 en la Biblioteca Nacional de Madrid. Para entonces, salvo las islas, los arrecifes y las marejadas, nada quedaba en el mundo de lo que Ajofrín describió. Pese a todo su crónica era tan viva, tan fina, tan extraordinaria, que permitía a los lectores volver a mirar aquel mundo perdido. El diario de Ajofrín consta de siete tomos. Las páginas que dedicó a la capital de la Nueva España son un clásico de la crónica mexicana. En 2014, aún podemos acompañar al fraile: podemos entrar con él por calles perfectamente trazadas y repartidas, en las que la fragilidad del subsuelo hace, sin embargo, que los edificios naufraguen como buques: «He visto casas en la calle de Tacuba, frente a Santa Clara, sepultada enteramente la primera vivienda», escribe en su diario.
Caminando a su lado, podemos conocer la extrañeza que provocaba en los europeos el modo de saludarse de los habitantes de la Nueva España:
«Aunque sea hombre con mujer, se dicen: Adiós, mi alma; adiós, mi vida; adiós, mi consuelo; adiós, espejo mío. Es usted mi honra; es usted todo mi querer; es usted mi almita; es usted mi vida… Es usted mi amo; es usted mi señor.»
A Ajofrín le sorprendía que al encontrarse en la calle, la gente se preguntara de corrido, «sin hacer coma ni punto»: «¿Cómo está usted? ¿Cómo lo pasa usted? ¿Cómo le va a usted? ¿Cómo se halla usted?.» Se le hacía rarísimo que cuando alguien preguntaba: «¿Qué hora es?», le respondieran con un «Quién sabe.»
Españoles, indios, negros y mestizos deambulaban por calles pletóricas y abigarradas. También caminaban por ellas las «varias castas de gentes»: los mulatos, los moriscos, los barcinos, los alvarasados, los castizos. «Los lobos, cambujos y coyotes –escribía Ajofrín– son gente fiera y de raras costumbres. Los albinos se llaman así porque son sumamente blancos, hasta el cabello; son cortos de vista y se ha observado que viven pocos años. Torna atrás o Salva atrás llaman porque vuelve al color pardo de sus antecesores. Tente en el aire, porque ni es blanco ni es negro».
Hombres y mujeres fumaban tabaco a rabiar, «siendo su consumo exorbitante, pues apenas dejan el cigarro de la mano en todo el día»; incluso cuando iban de visita, a mitad de la conversación sacaban de sus bolsas eslabón, pedernal y yesca para encender sus cigarros y seguir fumando. Chicos y grandes, ricos y pobres, todos usaban gorros blancos y con ellos asistían a procesiones, entierros y funciones públicas: «Ayudan a misa con gorro… se ponen en el comulgatorio con gorro, y sólo se lo quitan al tiempo de recibir a Su Majestad [el virrey], e inmediatamente se lo vuelven a poner… todos traen su gorro muy empingorotado».
El panorama de México, decía Ajofrín, era bello y contradictorio: ¡en vez de fuego los volcanes tenían nieve! Las casas eran vistosas –«hay tanta grandeza en México, caballeros tan ilustres, personas ricas, coches, carrozas, galas y extremada profusión»–, y sin embargo la miseria era aterradora: «Es el vulgo en tan crecido número, tan despilfarrado y androjoso, que lo afea y mancha todo –escribió–. De cien personas que encuentres en las calles, apenas hallarás una vestida, y calzada. Ven a verlo. De suerte que en esta ciudad, se ven dos extremos diametralmente opuestos: mucha riqueza y máxima pobreza; muchas galas y suma desnudez; gran limpieza y gran porquería».
Camina