El frío arrecia de tal modo que una mañana Gemelli encuentra su colcha de viaje cubierta de hielo.
Aparece por fin Tlalpan, que entonces se llamaba San Agustín de las Cuevas: los viajeros deben pagar al guardia que custodia la caseta de entrada un real por cada mula que lleven. Bajo un aguacero y fuertes rachas de viento, Gemelli es conducido «por una calzada o terraplén, hecho laguna», hacia el edificio de la Aduana. Allí le registran los baúles de viaje. Los oficiales advierten que es extranjero y tienen «la atención» de mirar sólo por encima lo que va dentro de ellos. Es el sábado 2 de marzo de 1697. La Aduana se encuentra entonces sobre la calle de la Monterilla, nuestra actual 5 de Febrero. La capital luciría desierta a causa de la lluvia, las mangas de agua dejarían a Gemelli adivinar apenas el contorno de los edificios.
Una vez cumplido el trámite, el viajero debe buscar dónde hospedarse: camina sólo unos pasos, supongo que a la inmediata calle de Mesones, en donde encuentra un hostal «muy mal servido».
Desde su salida de Manila, nueve meses atrás, no ha dejado de sufrir, de padecer, de esforzarse. Y sin embargo, las frívolas pinceladas que aquel hombre de 46 años plasma en su libro, están llenas de color.
Amanece el domingo 3 de marzo de 1697. Giovanni Francesco Gemelli Careri sale a la calle. Ese día hay función en la Catedral. Ese día conocerá el espectáculo que es la calle de Plateros. Caminará por Tacuba, se acercará a la Alameda, contemplará las acequias: se inmergirá en la ciudad que Bernardo de Balbuena llamó «centro de perfección, del mundo el quicio».
Si cierro los ojos, puedo saber lo que vio.
1722
Los dueños de la mañana
Durante los años en que dirigió Ovaciones, Jacobo Zabludovsky se impuso la costumbre de mostrar el primer ejemplar que salía de la rotativa a los voceadores que aguardaban la remesa del día a las puertas del periódico. Zabludovsky dice que podía saber si una edición iba a venderse o no con sólo observar la reacción de esos sinodales. Nadie como los voceadores para tomar el pulso de un encabezado o de una noticia: último eslabón de un ciclo que comienza con la redacción de una nota y llega a su culminación al momento de entregarla impresa a los lectores, los voceadores conocen a su público más que los propios periodistas. No en vano andan voceando cosas por la calle desde que en 1541 un impreso ofreció la «relación del espantable terremoto que agora nuevamente ha acontecido en las Yndias, en una ciudad llamada Guatimala».
Medio milenio después los voceadores pueden preciarse de haber acompañado el desarrollo de la prensa mexicana. Por sus manos manchadas de tinta han pasado todas las publicaciones editadas en el país, desde la fundación en el siglo xviii del primer periódico «formal», la Gazeta de México (1722), hasta la llegada de diarios como El Universal, Milenio y Reforma.
Rafael Cardona los ha definido como «dueños de la mañana y señores de la última verdad». Tomando como punto de partida las montañas de papel que han delimitado su territorio histórico –Humboldt, Artículo 123, Donato Guerra, Iturbide–, los voceadores, dice Cardona, van clavando puñales en el corazón de la gente: no de otro modo distribuyeron los 385 mil ejemplares que en 1957 vendió la muerte de Pedro Infante; no de otra forma se agotó la edición que mostraba las fotos de un mundo en ruinas, en el ya lejano septiembre del 85.
¿Cuántas albas despertó la Ciudad de México con sus gritos? El investigador José Luis Camacho rescata uno de los más memorables: «¡La muerte del emperador de Alemania que está muy malo!».
Hace unos años, la Unión de Expendedores y Voceadores de los Periódicos de México presentó, con un centenar de fotografías exhumadas de los fondos Casasola y Nacho López , así como una veintena de artículos entresacados de diarios y revistas del pasado, un libro, Voces de la libertad, que traza a grandes saltos la historia de uno de los gremios más antiguos de la urbe. Lo mejor de ese libro, su recorrido visual, inicia con una imagen de 1895 en la que gendarmes porfirianos se lanzan contra un grupo de «papeleritos» a un costado del Zócalo. La imagen procede de unos días en los que el régimen porfirista había decidido prohibir el voceo en las calles, pues, cuenta Ciro B. Ceballos en Panorama de México, «para inflar noticias aquellos muchachuelos endiablados no había reputación que no hicieran añicos ni crimen que no elevaran al máximo horror».
El viaje prosigue con una extensa galería de niños voceadores de El Nacional y El Demócrata (1925), que parecen ajustarse a la estampa que en julio de 1893 hizo un redactor de El Siglo Veinte:
Aquí tienen ustedes al granuja
más simpático de la población.
Es una abeja que recorre la
ciudad en todas direcciones,
voceando su periódico.
Maltratado, hecho pedazos, con
la oreja saliéndose entre la copa
y el ala del sombrero. Alegre,
peleonero, decidor y más vivo
que una ardilla.
Las noventa fotografías que completan el libro narran la transformación de una urbe que se va poblando de autos y rascacielos y en la que «los granujas más simpáticos de la población» –niños en ruinas, arrollados siempre por la urbe– siguen voceando en los amaneceres negros «de un día que al cabo de las horas se transformará en ayer y después en Historia», como solía decir José Emilio Pacheco.
Entre 1823 y 1828 se prohibió varias veces el pregón de noticias en plazas, calles y lugares públicos. En esos años, los voceadores fueron reprimidos y algunos de ellos incluso asesinados. En 1853 se les ordenó «gritar» sólo el título de los diarios y no el contenido de las noticias; en 1895, cuando ya se desencadenaban los años crudos del crepúsculo porfirista, padecieron cárceles y persecuciones al lado de los redactores de El Diario del Hogar y El Demócrata. Voces de la libertad: este gremio «perjudicial, escandaloso e intolerable», asociado desde siempre a la vida de la urbe, sería una pieza clave en la libre circulación de ideas, en algunas de las conquistas que hoy nos resultan imprescindibles y naturales.
1754
Baños de vapor
En esta ciudad el baño de vapor fue durante siglos la ventana por la que se asomaban los domingos. Paredes de azulejo, mesa de masajes, toallas y sábanas percudidas, brillantinas, lociones, hojitas de rasurar: todo lo que habita en las crónicas que periodistas como Ricardo Cortés Tamayo dedicaron a estos establecimientos. La tradición del «vaporazo», forma suprema del baño público («Una restregadita con sal, por favor», «¡Ropa para el 9! ¡Jabón y zacate para el 12!»), comienza a extinguirse, sin embargo. De mil quinientos baños públicos a principios de los años ochenta, no quedan en la actualidad sino unos doscientos, en buena parte consagrados como centros de ligue de la comunidad homosexual.
Los baños públicos más antiguos de que se tiene registro estuvieron en las caballerizas del convento de San Camilo, ubicado en la calle de Regina. Nada de este edificio –construido en 1754– se mantiene en pie. En los años posteriores a la Reforma se levantaron sobre sus ruinas las instalaciones del Seminario Conciliar, en donde años después funcionó –y funciona hasta la fecha– la primera secundaria que hubo en el país (la secundaria 1, César A. Ruiz). Una parte del convento de San Camilo se conservó hasta hace poco tiempo, pero el gobierno de Marcelo Ebrard la demolió injustificadamente para entregar el predio a vendedores ambulantes.
En ese sitio victimizado por políticas clientelares del gobierno de la capital, los frailes camilos habían acondicionado un baño público, en el que además de practicar la natación era posible lavar las cabalgaduras. El negocio no debió rendir grandes dividendos, porque en ese tiempo el aseo personal era cosa que se postergaba tanto, o más, que el pago de los impuestos. De hecho, para sostener los gastos del convento, los frailes de la religión agonizante (se les llamaba de ese modo, pues su misión consistía en ayudar a bien morir a los enfermos) tuvieron que abrir, a un lado de los baños, un juego de pelota que se alquilaba por