en unos versos de Alfonso de Villasandino:
Mal oyo e bien non veo.
¡Ved, señor, qué dos enojos!
¡Mal pecado! Sin antojos
Ya non escrivo nin leo.
González-Cano afirma que los lentes bañaron la poesía española, en especial durante el Siglo de Oro: salpican varias páginas de Lope de Vega, y también de su rival, Miguel de Cervantes. Góngora se burlaba de los lentes de Quevedo, y en clave escatológica le dedicó estos versos:
Con cuidado especial vuestros antojos
dicen que quieren traducir del griego
no habiéndolo mirado vuestros ojos
Prestádselos un rato a mi ojo ciego,
porque a la luz saque ciertos versos flojos,
y entenderéis cualquier gregüesco luego.
En 1590 desembarcó en Veracruz don Luis de Velasco, decimoprimer virrey de la Nueva España. Sólo hay en el mundo una pintura suya: dicha obra posee un valor incalculable, pues es la primera referencia sobre el uso de lentes en la Nueva España. En un estudio sobre el empleo de estas herramientas en las colonias del Nuevo Mundo, María Luisa Calvo y Jay M. Enoch describen los lentes de este modo: «[tienen] montura metálica o de material rígido, contorno redondo, con una pinza pronunciada para sujetarlas a la altura de la nariz, y un sistema a modo de varilla no rígida formada por un cordel que bien puede ser material de fibra vegetal u orgánico. La forma redondeada del puente recuerda la de los quevedos, aparecida en el siglo xv».
Cuando don Luis de Velasco desembarcó con aquel raro instrumento montado sobre la nariz, debió dar la impresión de que se trataba de un funcionario que podía ver con claridad realidades de otro modo ocultas. Los miembros de su corte debieron pensar que al nuevo virrey no iba a pasarle lo que a su señor padre, el primer Luis de Velasco, a quien los criollos le montaron una conspiración destinada a asesinarlo. Don Luis lo hizo bien, al parecer. Del virreinato de México lo enviaron al del Perú, donde consta que leyó, tal vez con los mismos lentes del cuadro, la primera edición de El Quijote. Es fácil sospecharle una sonrisa al encontrar esta frase de Sancho: «Que el amor, según yo he oído decir, mira con unos antojos que hacen parecer oro al cobre, a la pobreza, riqueza, y a las lagañas, perlas».
1592
Prehistoria de Avenida Juárez
Según El Monitor Republicano, a mediados del siglo xix una plaga feroz de mosquitos ahuyentó a los paseantes que por las tardes salían a disfrutar de la Alameda. La actual Avenida Juárez no era aún una avenida, sino una sucesión de calles lodosas llamadas Corpus Christi, Calvario y Patoni. No era extraño que los mosquitos hubieran tomado posesión de esa zona, pues en las citadas calles no había más que aguazales, charcos y malpasos: los restos de los lagos que los primeros colonos de la Nueva España habían desecado tres siglos antes, y que lejos de extinguirse, amenazaban con resurgir cada nueva temporada de lluvias.
El rumbo aquel era uno de los más solitarios, de los menos habitados de la ciudad. Había sido así desde el siglo xvi, en que el virrey Luis de Velasco dispuso la creación de la Alameda, el jardín más antiguo de la urbe (fue trazado en 1592). Una calle fue abierta ex profeso, para que la gente pudiera visitar el nuevo paseo. Pero por alguna causa, esa calle no era recorrida más que por unos cuantos. De acuerdo con las crónicas más antiguas, sólo la aprovechaban los habitantes del cercano convento de San Francisco, para escenificar ahí el Vía Crucis, cada viernes de Cuaresma. Los frailes avanzaban penosamente en el lodo, hasta la capilla conocida como el Humilladero, a la que más tarde se llamó del Calvario, y que se encontraba del lado poniente de la Alameda.
Mientras el resto de la ciudad crecía, se extendía, se poblaba, la bisabuela de la Avenida Juárez era una calle dedicada sólo al ejercicio de la fe. En vez de casas, a lo largo de ésta se fueron levantando diversas capillas. Llegaron a existir nueve, que recordaban las estaciones de Cristo rumbo al Calvario.
Una crónica del siglo xviii cuenta que por las noches aquella parte de la ciudad quedaba tan sola y tan oscura que no tardó en convertirse en sitio favorito para el encuentro de hombres y mujeres deseosos de «cometer torpezas». Las «torpezas», ya se sabe, era el nombre que le daban al sexo los púdicos novohispanos.
Día tras día, al terminar las oraciones, una procesión de figuras discretas y embozadas cruzaba el puente de San Francisco hacia esa zona de rincones umbríos: los muros de las capillas resultaban espléndidos para el encuentro de los amantes. El arzobispo Juan Pérez de la Serna llegó a denunciar desde el púlpito a los ciudadanos descocados que en coches y a caballo acudían cada noche a profanar, «con ruidos y chacotas», la calle que recordaba el trágico martirio de Jesús.
El Alamedero era el único habitante de esa vía. Dicho funcionario habitaba una casa situada en donde hoy se alza el Hemiciclo a Juárez. Ahí guardaba las herramientas necesarias para el cuidado del paseo.
A mediados del siglo xviii la calle, que según José María Marroqui desde su fundación «había permanecido estacionaria», observó un cambio repentino: en pocos años se levantaron allí dos importantes edificios públicos: el Hospicio de Pobres y la Cárcel de la Acordada (ambos, en las cercanías de la actual Balderas).
En 1824, los vecinos que a tres siglos de la refundación de la ciudad apenas iban poblando aquella región pantanosa, se quejaron de la inmundicia y la inseguridad que rodeaban las capillas. El primer presidente de México, Guadalupe Victoria, ordenó demolerlas. Sólo sobrevivió la del Calvario, derribada años más tarde bajo el pretexto de que se había quedado sin culto: durante el último medio siglo, sólo abría sus puertas las mañanas en que algún reo de la Acordada iba a ser ejecutado. El toque lóbrego de las campanas que acompañaba a los sentenciados en su camino al cadalso era tan aterrador, que no sólo hacía temblar a los criminales, sino a la capital entera.
En 1858, dos escritores liberales, Ignacio Ramírez y Francisco Zarco, fueron encerrados en la Acordada. Cuando oyeron aquel tañido lento, sufrieron tal desazón que se prometieron, en caso de recobrar la libertad, hacer todo lo posible para que la capilla fuera derruida. Cumplieron su promesa al finalizar la Guerra de Tres Años, cuando Ramírez fue nombrado ministro de Justicia del gobierno de Juárez. En el sitio donde alguna vez había existido el Humilladero, se abrió un local que vendía carruajes y también un jardín dedicado al comercio de plantas.
El 15 de julio de 1867, con Benito Juárez a la cabeza, el triunfante ejército liberal entró en la Ciudad de México. Lo hizo por la calle que años más tarde llevaría el nombre del Benemérito. La ciudad entera lo aclamó. Juárez fue agasajado con un banquete servido en el mismo sitio donde, años después, Porfirio Díaz habría de dedicarle su famoso Hemiciclo.
Comenzaba una nueva era. El resto era prehistoria.
1594
Alameda sin álamos
Hace poco tiempo, el paseo más antiguo de la ciudad fue sumergido en un complejo proceso de remozamiento que lo dejó, temporalmente, fuera de la vista de los caminantes. Un largo muro de lona, que reproducía escenas del mural Sueño de una tarde de domingo en la Alameda, lo envolvió hasta invisibilizarlo. Aquel proceso de ocultación se llevó por unos días uno de los referentes urbanos más solicitados. De la noche a la mañana, el paseo que había acompañado la vida de la ciudad, ya no estaba.
Oscar Wilde recomienda no resistirse nunca a una tentación. Atravesé la calle y busqué una rendija desde dónde mirar. Qué sensación extraña la de no hallar adentro una sola alma, una sola voz. El quiosco, el hemiciclo, las fuentes, las avenidas: todo estaba abandonado, todo sumergido en una luz inédita.
No era la primera vez que por razones de embellecimiento las autoridades mandaban cerrar la Alameda. En 1598 –a sólo seis años de su apertura– la hicieron cerrar para impedir el paso de «caballos, mulas y otras bestias» que cotidianamente pisoteaban las plantas y arruinaban los árboles. En esa ocasión, el virrey Gaspar