una portada extraordinaria y, nuevamente, las autoridades novohispanas decidieron preservarla.
Pero eso no se supo hasta 2008.
Ese año, Guillermo Tovar de Teresa dio a conocer un documento de 1691, hallado en el Archivo General de la Nación, que indica que el maestro de arquitectura Juan Durán firmó un contrato para desmontar, piedra por piedra, la portada del templo de Santa Teresa la Antigua, «y llevarla a su costa y asentarla en la puerta principal de la iglesia de la Limpia Concepción».
La iglesia de la Limpia Concepción no es otra que la Iglesia de Jesús Nazareno, que se ubica en República del Salvador, entre 20 de Noviembre y José María Pino Suárez. La que en 1691 era la «entrada principal» de ese templo, hoy día se ha convertido en la entrada lateral del mismo. Allí puede verse, a casi cinco siglos de su construcción, intacta, misteriosa, extraordinaria, ¡la portada principal de una catedral que se creía desaparecida: la que los cronistas llamaron «la primitiva Catedral de México»!
La noticia era de ocho columnas, pero quedó sepultada en una revista del Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah). Lo que vi aquella tarde en el atrio no era lo único que quedaba de la vieja iglesia mayor. Pero olvidamos la historia de las cosas.
Y ahora quiero mirar esa fachada. Quiero atravesar la ciudad «fastidiosa nada más, sencillamente tibia», para oír el silencio que habita en esas piedras. Las piedras primitivas donde aún existe la ciudad de entonces.
1535
La agencia de contrataciones
El atrio de la Catedral es, como se sabe, la agencia de contrataciones de la urbe: herreros, plomeros, albañiles y pintores –los he visto casi siempre con un aire descorazonado– aguardan de sol a sol la llegada de improbables clientelas. Más allá, nubes de turistas gringos retratan el Sagrario –hermano deforme de la Catedral, lo llamaba Novo–, mientras un chamán azteca realiza «limpias» que se pronuncian en náhuatl, o mejor dicho, en chilango náhuatl.
Un habitante del siglo xvi que pasara frente a la portada de lo que entonces era la Catedral, en lugar de herreros, plomeros, albañiles y pintores, hallaría un conjunto más o menos lóbrego de tumbas: ahí se alzó el primer cementerio que existió en la ciudad. A dicho sitio iban a parar, desde 1535, los huesos de los conquistadores y de sus descendientes, los primeros habitantes de la urbe. Un caminante de nuestros días sólo encuentra elotes, sopes, billetes de lotería, música de organillo y –vaya usted a saber por qué– un puesto en el que se expenden ejemplares del Manifiesto del Partido Comunista: convertimos el atrio de la Catedral en uno de los sitios más inhóspitos y aburridos de la metrópoli.
No siempre fue así. En 1797, el virrey de Branciforte, considerado el más corrupto de la etapa colonial (para que Enrique iv perdonara sus trapacerías le encargó a Tolsá la célebre estatua ecuestre del monarca), eliminó el tristísimo cementerio y mandó instalar frente a las rejas del atrio una serie de postes unidos entre sí por elegantes cadenas de hierro. Marroqui relata que años más tarde, por orden del presidente del Ayuntamiento, José Mejía, fue plantada junto a las cadenas, en la orilla de la banqueta antigua del atrio, una serie de fresnos de copa espesa: sin haberse visto nunca, Branciforte y Mejía hicieron nacer uno de los paseos adorados por los capitalinos. Casimiro Castro lo inmortalizó en su litografía más celebrada: El Paseo de las Cadenas a la luz de la luna (1855-56). Una nota publicada el 14 de febrero de 1910 en El Imparcial, sostuvo que en aquel lugar «comenzaron la mayor parte de los idilios de aquella época». Para el anónimo redactor de la nota, aquel paseo era «un mundo de ensueño, de conversaciones románticas, de felicidad hurtada a los vaivenes políticos»:
En las noches de luna, las familias, por tácito acuerdo, se reunían en el jardín del atrio a comentar los sucesos políticos o los chismes de las damas palaciegas. Los elegantes de entonces se colocaban en las orillas de las banquetas y, sentados en las cadenas, se balanceaban displicentemente, lanzando a las muchachas que paseaban miradas más brillantes que las fosforescencias del viejo panteón, vecino lúgubre cuyo recuerdo no logró amenguar la alegría de los paseantes ni lo subido de color de las conversaciones.
Un designio de la ciudad ha consistido en asesinar lo bello. El Paseo de Casimiro Castro no podía perdurar. Antes que finalizara el siglo xix las 125 cadenas de hierro fueron retiradas (permanecieron en una bodega hasta 1969, en que algunas de ellas fueron exhumadas y enviadas a adornar la plaza de Santa Catarina) y al poco tiempo alguien protestó porque los árboles entorpecían la vista de la Catedral y poblaban de hojas muertas el embaldosado. Los fresnos fueron talados. Del legendario paseo quedó una litografía, hermosa y célebre, y sucesivas imágenes plasmadas en crónicas, cuentos, novelas:
–¿Me permite usted que la acompañe, mialma?
El imprescindible Ángel de Campo retrata en la crónica respectiva a un grupo de señoras con el rosario enredado al cuello, que al salir de misa se plantan en el atrio a chismorrear; a vendedores de nieve, globos y aguas frescas, que vocean sus productos; a músicos, cantantes y cilindreros encargados de llevar a cuestas el clima anímico de la noche; a ociosos en busca de conocidos, y a glotones que mordisquean tamales, turrones, castañas. Arturo Sotomayor afirma que todavía en los años treinta del siglo pasado el atrio era el merendero más democrático de la urbe, y rememora con pasión gastronómica las tortas de chorizo y milanesa que al declinar la tarde hacían, desde un carromato jalado por tracción humana, las delicias de los paseantes.
Si el atrio era un lugar para estar, ahora es, simplemente, un lugar para pasar. No estoy totalmente seguro, pero parece que la ciudad volvió a dejar que algo se le escurriera entre las manos, mientras el herrero, el plomero, el albañil y el pintor esperan, y el curandero «indígena» hace sonar un caracol, y un turista gringo exclama: «Fantastic!», antes de pulsar otra vez el obturador de su cámara.
1549
Una historia de la cerveza
Porfirio Díaz intentó blanquear el gusto de los mexicanos mediante el destierro del pulque. Aunque logró apartar esa bebida «vil y pestilente» del catálogo gastronómico nacional (sólo era consumida por las clases “bajas”) don Porfirio no pudo imponer la costumbre del champán. A cambio, el máximo emblema de su gobierno, el ferrocarril, hizo de México el país que más cerveza consume en el continente.
Hasta fines del siglo xix, el pulque fue la bebida nacional por excelencia. En 1845 comenzó a circular una cerveza llamada Pila Seca, del suizo Bernhard Bolgard, y en 1869 el alsaciano Emil Dercher sacó a la venta la cerveza Cruz Blanca. Como aún no se habían inventado máquinas que fabricaran hielo, el gusto por esta bebida no creció. Nada peor que una cerveza sin fuerza, y la cerveza tibia carece de ésta.
El bar room del porfiriato es uno de los ambientes principales en las crónicas de Ciro B. Ceballos y José Juan Tablada. En esas mismas crónicas, la cerveza es uno de los personajes centrales del bar room. Los poetas modernistas se reunían cada tarde a consumirla en grandes tarros helados. Entre 1890 y 1910, aquel espumoso brebaje vivió su apoteosis, el instante supremo de su deificación. Nadie habría creído que la primera cerveza se había bebido en México trescientos cincuenta años antes, en el lejano 1549.
Hay una versión que indica que la historia de la cerveza está ligada con la colonia Portales, que en aquel tiempo era una hacienda pegada a dos calzadas: Tlalpan e Iztapalapa. La hacienda recibió ese nombre, Hacienda de los Portales, porque en su fachada exterior poseía unos «muy grandes y sombreados» . Luis Rubluo asegura que en 1932 todavía quedaban en la despoblada calzada de Tlalpan vestigios del antiguo casco de la hacienda.
El dueño de aquella finca se llamaba Alonso de Herrera. El virrey Luis de Velasco le autorizó a establecer en ella la primera fábrica de cerveza que hubo en la Nueva España. Una segunda versión afirma que la Hacienda de los Portales estuvo en realidad en Amecameca. En todo caso, el virrey consintió la instalación de la fábrica con unas líneas que harían desmayar de gozo al entrañable Artemio de Valle-Arizpe:
Haríades cerveza y aceite de nabo, jabón y rubia, y para ello trairíades a esta Nueva España los maestres,