en Montaño. En la sencilla y prodigiosa aventura del conquistador Montaño.
1520
La noche de Blas Botello
En la lista de libros perdidos en la noche de la Historia –el arqueólogo Eduardo Matos sostiene que Hernán Cortés extravió durante la Noche Triste el diario en el que consignaba minuciosos pormenores de la expedición de conquista– acaso el más inquietante es el del nigromante Blas Botello.
Botello era el astrólogo de Cortés. De acuerdo con Torquemada, varias veces le anticipó al conquistador cosas que, efectivamente, más tarde ocurrieron. Bernal Díaz del Castillo lo describe como «muy hombre de bien y latino». «Decían que era nigromántico, otros decían que tenía “familiar” (tratos con un espíritu) y algunos le llamaban astrólogo», apunta Bernal.
Según Francisco Cervantes de Salazar, este nigromante indicó a Cortés la hora en que debía atacar a Pánfilo de Narváez, «para quedar señor del campo». Francisco de Aguilar dice que Botello anunció también que Pedro de Alvarado se hallaba cercado, y a punto de morir, en la batalla de Cempoala. Gonzalo Fernández de Oviedo recuerda que el astrólogo «echaba conjuros y presumía de pronosticar algunas cosas futuras».
El 30 de junio de 1520, sitiados los conquistadores en las casas viejas de Moctezuma, el capitán Alonso de Ávila se retiró a descansar al aposento que compartía con Botello. Encontró al astrólogo tumbado en una estera, llorando en silencio. Botello le dijo: «Sabed que esta noche no quedará hombre de nosotros vivo, si no se tiene algún medio para poder salir».
Alonso de Ávila le habló de esa profecía a Pedro de Alvarado. La noticia cundió rápidamente entre las tropas. Cortés no quería abandonar Tenochtitlan. «No caigan en agüeros» –decía– «que será lo que Dios quisiere». Él mismo recordó: «De todos los de mi compañía fui requerido muchas veces que me saliese, y porque todos o los más estaban heridos y tan mal que no podían pelear, acordé hacerlo aquella noche».
Había granizado en Tenochtitlan. Caía sobre la ciudad una lluvia fuerte y persistente. Bajo esa lluvia comenzó la Noche Triste, la huida en que la mitad de las tropas españolas pereció, y en la que se perdieron «en las puentes» las monturas, las armas, el quinto que pertenecía al Rey, y el tesoro saqueado en las cámaras de Moctezuma.
Cortés logró alcanzar tierra firme, más allá del que luego sería conocido como Puente de Alvarado. Al comprobar que eran muchos los soldados que faltaban, volvió grupas y fue a buscarlos. Unos doscientos españoles no habían logrado cruzar los canales: regresaron al palacio de Moctezuma y se encerraron a piedra y lodo. Los días de todos ellos terminaron en el Gran Teocalli, frente a la piedra de los sacrificios.
Blas Botello fue uno de los que murieron en el camino. Uno de sus compañeros localizó su petaca. Contenía un talismán –un falo de cuero– y «unos papeles como libro, con cifras y rayas y apuntamientos». El astrólogo había trazado ahí esta pregunta: «¿Si me he de morir aquí en esta triste guerra en poder de estos perros indios?».
Relata Bernal: «Más adelante decía en otras rayas y cifras: “No morirás”. Y tornaba a decir en otras cifras y rayas y apuntamientos: “Sí morirás”. Y decía en otra parte: “¿Si me han de matar también a mi caballo?” Decía adelante: “Sí matarán”. Y de esta manera tenía unas como cifras a manera de suertes que hablaban unas letras contra otras, en aquellos papeles que eran como libro chico».
Al menos siete cronistas narran las angustiosas predicciones de Botello. Ninguno explica cuál fue el destino de su libro. Resulta interesante ese silencio.
En un ejército que creía en lo sobrenatural, con soldados que caían en agüeros y juraban ver «visiones y cosas que ponían espanto», ¿no habría querido alguno conservar para sí aquel libro prodigioso?
La Historia no vuelve a mencionar el libro mágico de Botello. A pesar del oscuro silencio, el libro merecía seguir rodando, pasar de mano en mano a lo largo de los siglos, alumbrando a las generaciones –a todas las generaciones que nos separan de la Conquista, el fatal augurio de su destino.
1521
La primera casa que hubo en México
Hace unos años, el Centro Cultural España, en Guatemala número 18, intentó ampliar sus instalaciones. Al reventar el piso de un antiguo estacionamiento, en un predio que había pasado el siglo xx sin sufrir apenas modificación alguna, salieron a la luz los restos de una construcción prehispánica, una banqueta pequeña, el arranque de una escalinata, varias pilastras demolidas, las ruinas de una habitación de estuco y el eco de lo que fue alguna vez un patio con piso de lajas. Acababa de aparecer, después de casi 500 años sepultado en el lodo, lo poco que queda del Calmécac, la escuela donde se entrenaban para gobernar los hijos de los nobles mexicas.
Qué extraño mirar esas piedras que en 1521 quedaron sumergidas en la oscuridad, en medio de un silencio que nada rompió nunca. Mientras caminaba por el recinto tuve la impresión de que la Ciudad de México acababa de abrir el baúl de sus recuerdos: yo miraba exactamente lo mismo que un día vieron Cortés, Sandoval, Alderete, Alvarado. Lo mismo que vio Bernal la tarde del siglo xvi en que cayeron los últimos vestigios de un esplendor irrepetible; el día en que la antigua soberana de los lagos, calle por calle, casa por casa, al fin fue demolida.
Esto mismo debió tener enfrente el buen Motolinia cuando escribió uno de los episodios más inolvidables de la crónica mexicana, el de la séptima plaga y la destrucción de México, «cuando se deshicieron los templos principales del demonio».
Guatemala resulta una de las calles más antiguas de la urbe. En ella, llamada en 1524 calle de los Bergantines, Cortés repartió los primeros solares entre sus hombres. Fue en Guatemala donde los conquistadores levantaron la primera casa que hubo en la ciudad, la construcción conocida como las Atarazanas, una fortaleza en donde se depositaron los trece bergantines empleados en el asalto a Tenochtitlan.
Cuando abandono las sombras, las entrañas del Calmécac, sigo de largo entre los edificios hundidos, las fachadas de tezontle, las hornacinas con santos y los sillares de cantera. Intento ubicar el punto donde se alzó la primera casa de México.
Como prolongación natural de México-Tacuba, Guatemala forma parte de la calle más antigua de América. Hacia el oriente, la suciedad y el descuido la vuelven, paradójicamente, misteriosa y bella.
No se sabe a punto fijo dónde estuvieron las Atarazanas. Manuel Orozco y Berra cree que más allá del Hospicio de San Nicolás, en los bordes de la apartada plazuela de la Santísima. Cortés consideró aquella casa «la que más conviene que estuviese guardada». En una carta dirigida al Rey, le explicó que requería de una fortaleza en la que pudiera tener los bergantines seguros, y desde la que fuera posible huir, o llegado el caso, «ofender» la ciudad con rapidez.
En el interior de ese edificio había pertrechos y piezas de artillería.
Cortés vivió en las Atarazanas durante un tiempo, mientras ponía en marcha el gobierno de la ciudad apenas reconstruida. «Hecha esta casa me pasé a ella con toda la gente de mi compañía, y se repartieron solares para los vecinos», escribió.
En 1535, sin embargo, el nivel del lago bajó en forma dramática y los bergantines quedaron imposibilitados para navegar. En tanto la ciudad se extendía al poniente, sobre terrenos más secos y menos insalubres, la fortaleza fue adquiriendo un estado ruinoso. Sobre esas ruinas se levantó el hospital de San Lázaro, primer leprosario de la capital.
Guatemala deja caer a cada instante el peso del tiempo. Atravieso Margil, la pequeña calle de San Marcos. La versión moderna de la lepra, el abandono, sigue envolviendo a los indigentes, los borrachines de pantalones orinados que roncan frente al mercado de Mixcalco. Hay ruido, gente, anuncios. Chamarras Profox, Telas El Barrigón, Camisería Pepe El Flaco, El Sueterero de Mixcalco.
En uno de esos predios debió estar la inimaginable fortaleza –¿de piedra, de madera?– que prefiguró el nacimiento de la nueva Ciudad de México.
Cierto