para llevar a cabo ciertos lances amorosos. De modo que Hernández Paniagua fue también un precursor involuntario de la relación entre el amor y la urbe.
En la Novísima Guía Universal de 1901, la lista de hoteles capitalinos es infinita: Hotel América, Hotel Buenavista, Hotel del Comercio, Hotel Esperanza, Hotel Gillow, Hotel Humboldt, Hotel Juárez, Hotel San Carlos, Hotel del Seminario, Hotel Trenton. Al llegar la década de los veinte, los tubos de neón alumbrando zonas de la noche se habían convertido «en el icono urbano por excelencia». Pero la ciudad del deseo necesitaba alejar el amor furtivo de los inconvenientes del centro, en donde se corría el riesgo de encontrarse a «todo mundo». Asi, el paisaje erótico fincó en las afueras la inmensidad de sus columnas vertebrales: la calzada de Tlalpan, la salida a Cuernavaca, el camino a Toluca, la carretera a Texcoco. El cronista Armando Jiménez ha señalado que fue justamente en la calzada de Tlalpan en donde se inauguró, en 1935, el primer motel de la ciudad. Su nombre es inolvidable: El Silencio.
Ramón López Velarde escribió que en un hotel se descubre que hay jornadas luctuosas y alegres en el mundo. En esas habitaciones los hombres del alba del poema de Efraín Huerta habrán descubierto que existen «lecciones escalofriantes» y «modos envenenados de conocer la vida» –aunque también hay «lluvias nocturnas» y «pájaros entre hebras de plata»: amaneceres de los que se surge, decía Efraín, «con la cabeza limpia y el corazón blindado».
1527
La vieja calle del Seminario
Seminario es una de las calles más breves del Centro. Como a Guatemala, el hallazgo de la Coyolxauhqui le arrebató un largo tramo, bajo el que aparecieron las ruinas desvaídas de Tenochtitlan. La piqueta sacrificó construcciones de los siglos xvii y xviii e hizo de Seminario, no una calle, sino una especie de antigua litografía compuesta por cinco o seis casonas en donde la Historia sobrevive en condiciones de hacinamiento.
Prolongación de la vieja calzada de Iztapalapa, por la que entraron los conquistadores; a un tiro de ballesta de la Catedral y a sólo unos pasos del antiguo palacio de los virreyes, Seminario fue una calle codiciada por los primeros pobladores. En una ciudad estratificada en la que la posición social se diluía a medida que las casas se alejaban del centro, esta calle estuvo reservada para los personajes que habían ocupado lugar relevante en la guerra de conquista.
Cortés la repartió entre algunos hombres de confianza: allí levantaron sus casas Pedro de Maya, alguacil mayor de la ciudad y funcionario encargado del abastecimiento de carne; Hernando Alonso, primer herrero que hubo en la metrópoli, y Pedro González Trujillo, uno de los trece jinetes que formaron la avanzada del ejército conquistador.
Situada sobre los restos del templo de Hutzilopochtli, la calle ofrecía a sus moradores gran abundancia de materiales de construcción: muchas de las casas de Seminario aún conservan en sus muros bloques de piedra procedentes de la legendaria ciudad azteca (poner la mano en ellas es una experiencia perturbadora).
A pesar de sus continuas destrucciones, México posee una memoria portentosa. El historiador Salvador Ávila logró averiguar los nombres de los habitantes de la calle del Seminario desde el siglo xvi hasta la fecha. Averiguó también que los primeros colonos de la calle no lograron disfrutarla mucho tiempo. Pedro González Trujillo fue ahorcado por Nuño Guzmán en 1527, a consecuencia de una «disputa de indios». A Hernando de Alonso lo quemó la Inquisición en el auto de fe de 1528, después de llevarlo a proceso «por judaizante»: el primer herrero de la urbe se convirtió, así, en el primer mártir religioso del México colonial.
En el sitio donde estuvo la casa de Pedro González Trujillo se fundó la Real y Pontificia Universidad de México, que el doctor Francisco Cervantes de Salazar describe en sus deliciosos Diálogos latinos. En ese mismo predio abrió sus puertas, toda una vida más tarde, la cantina El Nivel (1872) que fue hasta su desaparición la más antigua de la capital.
Un informe del Ayuntamiento señala que en 1790 algunas de las casas que formaban la calle se hallaban «vacías, y sin ninguna cosa ni gente» –¿en la Nueva España habría casas habitadas por cosas? Desde que los dueños originales fueron ahorcados y quemados, dichos predios sirvieron como vecindades. A lo largo del siglo xx habrían de convertirse en reposterías, restaurantes, tiendas de anteojos, librerías, relojerías, nuevas vecindades y casas de huéspedes. En fotos y litografías estas casas aparecen, una y otra vez, como mudando de traje, pintadas de diversos colores.
Han visto pasar carruajes, calesas, simones, tranvías y autobuses urbanos. Remozadas incesantemente, han estado allí desde siempre.
Una placa empotrada en un muro recuerda que en esa calle fue acribillado durante la Decena Trágica el médico de la Cruz Blanca, Antonio Márquez, «mientras hacía la curación de un herido».
Si la ciudad cabe en una calle, México está en Seminario, esa calle tan breve y tan vieja y tan deshecha.
1532
Noticias de la Catedral primitiva
Una tarde, inesperadamente, fui autorizado a bajar por una de las «ventanas arqueológicas» que hay en el atrio de la Catedral. En una ciudad construida sobre las ruinas de otra, esas «ventanas» parecen hechas para que uno se sienta como el personaje de aquel cuento de Pacheco, «La fiesta brava», en el que un hombre entra a los túneles del Metro y encuentra que Tenochtitlan sigue existiendo bajo la tierra.
Descendí algunos metros y en el mundo de abajo encontré lo que cualquier habitante de esta urbe habría soñado encontrar: lo único que queda de la Catedral primitiva, la primera Catedral que hubo en la Ciudad de México. Ahí estaban los restos de varios muros pintados de rojo, y ahí estaban los peldaños de una escalinata, decorada con unos –casi diabólicos– rostros de ángeles, que datan de los primeros años del siglo xvi.
El cronista Antonio de Herrera afirma que Hernán Cortés edificó la entonces llamada iglesia mayor, «poniendo como basas de los pilares las piedras esculpidas de un adoratorio azteca». A la fecha es posible contemplar esas basas, con restos de relieves prehispánicos, arrumbadas bajo el sol en la esquina suroeste del atrio. Se afirma que la obra fue terminada por fray Juan de Zumárraga hacia 1532.
Aquella Catedral primitiva, cuya portada principal no daba a la plaza de armas, sino a donde se halla actualmente el edificio del Monte de Piedad, no gustó ni convenció a nadie. Era demasiado pobre, demasiado baja, demasiado húmeda. En 1585, atendiendo a «su ruin mezcla», y a que a causa del deterioro se hallaba a punto de desplomarse, el arzobispo Pedro Moya de Contreras ordenó remozarla.
En la reparación intervinieron los artistas más señalados de aquel momento. El arquitecto Claudio de Arciniega diseñó el proyecto; los canteros Martín Casillas y Hernán García de Villaverde fueron los encargados de ejecutarlo.
La historia relata que en 1625-1626 fue demolido el edificio original y se inició la construcción de la suntuosa Catedral que hoy conocemos. Lo que yo miraba aquella tarde bajo el atrio eran las escalinatas que pisaron los primeros habitantes de la noble Ciudad de México.
Olvidamos la historia de las cosas. Algunas veces, esa historia se pierde para siempre. Otras, permanece dormida en lo que Artemio de Valle-Arizpe solía llamar «los papeles de entonces»: legajos sepultados por siglos en algún archivo.
Contra lo que solemos creer, la primitiva Catedral no fue arrasada totalmente. Claudio de Arciniega, Martín Casillas y Hernán García de Villaverde habían logrado construir una portada extraordinaria –la portada principal–, y las autoridades novohispanas…, decidieron preservarla.
Pero eso no se supo hasta 1985, año en que la historiadora María Concepción Amerlinck localizó un documento que señala que la portada de la primera Catedral –se le llamaba «Portada del Perdón» porque daba acceso al retablo del mismo nombre– fue vendida en 1625 al convento de Santa Teresa la Antigua «para que éste adornara la fachada de su templo». El cantero Manuel Sánchez la condujo, piedra por piedra, un par de cuadras, hasta el convento.
Se sabe que aquella portada fue retirada en 1691 y su lugar ocupado por la que vemos en la actualidad. Pero olvidamos