Héctor de Mauleón

La ciudad que nos inventa


Скачать книгу

tres siglos! De hecho, para evitar también la reunión de «vagabundos españoles, mestizos y mulatos facinerosos», el virrey de Zúñiga hizo construir en el costado que da al actual Palacio de Bellas Artes una puerta que debía contar con «llave y cerradura fija, segura y permanente».

      El archivo que contenía los documentos relacionados con el origen de la Alameda desapareció en un incendio. En 1874, sin embargo, mientras plantaba nuevos árboles en el paseo, el regidor Ignacio Cumplido encontró la piedra que señalaba el año en que el paseo fue terminado. Tenía labrada esta leyenda: «Reinando en las Españas Indias Orientales y Occidentales la Majestad Católica del Rey D. Felipe iii… esta obra fue concluida en 1620».

      Cumplido quiso empotrar aquella piedra en un monumento adecuado, pero el proyecto nunca se realizó y las autoridades volvieron a enterrarla en el mismo lugar en que había sido hallada. Sigue ahí, en algún punto.

      Aunque la Alameda es uno de los paseos más manoseados por el género de la crónica, permanecen desconocidos los detalles más elementales de su historia. José María Marroqui tuvo que revisar miles de infolios para descubrir que el hombre que la diseñó se llamaba Cristóbal de Carballo. Carballo era el alarife de la urbe en 1592.

      Marroqui descubrió también que para dotar a la ciudad del jardín que le daría ornato, y a sus habitantes de un sitio de recreo, el virrey de Velasco expropió las propiedades de un tal Alonso Morcillo: don Alonso hizo tal berrinche que entabló un juicio contra la ciudad, el cual se prolongó durante largos años.

      Los primeros árboles del paseo fueron plantados por el guarda Francisco Vázquez en 1592. A Vázquez le fue encargada la tarea de regarlos y cultivarlos. Los álamos, sin embargo, tardaban mucho en crecer y al hacerlo tenían un aire triste. En 1594, el virrey de Velasco hizo plantar «árboles corpulentos y coposos». La Alameda perdió entonces sus álamos, y se pobló de sauces y fresnos.

      La puerta del virrey causó grandes molestias entre la población. Era tan estrecha que exigía a los cocheros gran destreza en el manejo de carruajes. A la hora del paseo, por lo demás, hacía que la gente se amontonara en la entrada, quedando a merced de robapañuelos y arrebatacapas. Las cosas llegaron al colmo la tarde en que el virrey de Casa Fuerte estrenó un coche ancho, y se quedó atorado en la entrada, «sin poder entrar ni salir».

      En 1629, la Alameda se había convertido en lo que iba a ser durante los cuatro siglos siguientes: acaso el mayor centro de ligue, de coqueteo y cortejo que ha habido en la ciudad. «Los galanes se lucen todos los días como a las cuatro de la tarde» –escribía, ese año, el viajero Thomas Gage–; «a la Alameda van alrededor de dos mil coches llenos de mancebos, damas y ciudadanos que quieren ver y ser vistos, cortejar y ser cortejados».

      Según Gage, quienes en verdad triunfaban en aquel paseo no eran las damas de alcurnia, sino las esclavas, negras y mulatas, cuyos «atuendos atrevidos y actitudes tentadoras» hacían «que muchos españoles desdeñaran por ellas a sus esposas».

      Cuatro siglos más tarde, la tradición se interrumpe. No hay domingo en la Alameda. Sólo árboles, sólo luz. Sólo el silencio que pasa.

      1604

      Escaleras que llevan a ninguna parte

      En el patio trasero de un viejo palacio colonial, la Casa Talavera del barrio de la Merced, hay una escalera trunca. Sus peldaños descienden, se hunden en la tierra, se pierdan en la nada. Es una escalera que va a ninguna parte.

      En Estados Unidos y Europa es frecuente hallar escalinatas de este tipo. Todas tienen una historia de fantasmas: fueron hechas para que los espíritus se confundan y se pierdan. Las escaleras de la Casa Winchester, en San Jose, California, son las más célebres del mundo. Las hizo construir la viuda del inventor del rifle de repetición que facilitó la conquista del Oeste y el exterminio de los pueblos indios, Oliver Winchester. La viuda creía que su casa estaba tomada por los espíritus, especialmente los de la gente que la carabina Winchester había matado, así la pobló de escaleras sin destino.

      La Casa Talavera fue construida a principios del siglo xvii. La tradición afirma que perteneció al rico marqués de Aguayo. Como toda casa antigua que se respete, posee una interesante dotación de historias de fantasmas.

      Las escaleras del patio trasero son ellas mismas el fantasma de otra cosa, el espectro de una ciudad que se fue.

      Resulta difícil imaginar que el desierto de asfalto que hoy llamamos Centro Histórico estuvo alguna vez surcado por siete acequias o canales que corrían en todas direcciones, caracoleando a orilla de las casas. El autor de Grandeza mexicana, Bernardo de Balbuena, escribió en 1604 que esos canales formaban calles de agua «que cual sierpes cristalinas / dan vueltas y revueltas deleitosas».

      Durante aquellos siglos lejanos, misteriosamente remotos, las casas de la ciudad, contrariando quizá la sentencia de Pedro Calderón de la Barca, tuvieron siempre dos puertas. Una daba a la «calle de tierra», por la que corrían carruajes y cabalgaduras; la otra, que era siempre la trasera, daba a la «calle de agua» y funcionaba como desembarcadero. Allí guardaban los propietarios sus canoas, por ahí (a la puerta trasera le llamaban «puerta falsa») entraba a los domicilios el aprovisionamiento de comestibles adquiridos en el pequeño puerto interior que se ubicaba en la calle de Roldán (frutas, legumbres, etcétera).

      ¿No es sorprendente enterarse de que la acequia principal pasaba frente al Palacio del Ayuntamiento, a un costado del Zócalo, y continuaba por nuestra actual 16 de Septiembre hasta perderse en las inmediaciones de San Juan de Letrán?

      ¿Cómo sería esa ciudad? Para el poeta Balbuena era un vergel. Para el resto de los mortales –las mujeres debían salir a la calle cubriéndose la nariz con un pañuelo impregnado de benjuí– la capital era sucia y nauseabunda, como lo fue Venecia: en los canales flotaban desperdicios, inmundicias y animales muertos. Una ordenanza de 1677 obligaba a los vecinos a no echar «basura ni cosa muerta» en las acequias e imponía penas de treinta azotes al «negro o negra, indio o india que la echare».

      Entre 1753 y 1781 se determinó eliminar lo que se había convertido en una fuente perenne de malos olores y epidemias. Los canales fueron aterrados. Los puentes que servían para cruzarlos perdieron su razón de ser y pronto se les demolió. Durante muchos años, sin embargo, dejaron su huella en el nombre de las calles: Puente Quebrado, Puente de la Leña, Puente del Cuervo.

      La ciudad lacustre entró de ese modo en una agonía que se prolongó hasta 1921, año en que el último vergel, el canal de la Viga, fue asfaltado.

      En la Casa Talavera –se le llama de ese modo por un taller de cerámica de talavera que funcionó en sus habitaciones en algún momento del siglo xviii–, las escaleras que llevan a ninguna parte, y que alguna vez bajaron lamidas por las aguas hasta el extinto desembarcadero familiar, son el único vestigio que hoy existe en el Centro Histórico de aquella ciudad inverosímil.

      Llevan a ninguna parte, es cierto. Pero a diferencia de otras escaleras, cuando uno cierra los ojos, las de la Casa Talavera le hacen atravesar el tiempo, caminar los siglos. Más que escaleras son una puerta de entrada. Ahí comienza la ciudad invisible de la que hablan los libros: la ciudad de las acequias, de los canales. La ciudad de las puertas falsas.

      1605

      El Quijote en México

      El 12 de julio de 1605, la nao Espíritu Santo partió de Cádiz con muchos pasajeros y un cargamento de 160 libros. El viaje duró dos meses; no hubo novedades: la tripulación cantaba en las tardes la letanía; se invocaba, según el caso, a San Lorenzo o a San Telmo, y cada sábado en la mañana se entonaba a voz en cuello el Salve Regina. El escribano Alonso de Bassa juró ante la Inquisición que dos veces al día se impartía la doctrina a los niños que viajaban en el barco.

      Cuando la nao llegó a Veracruz, el 28 de septiembre de 1605, un comerciante llamado Clemente Valdés se acercó a reclamar el cargamento de libros. Declaró que tenía pensado llevarlos a la Ciudad de México para venderlos «a doze Reales». Las autoridades portuarias le entregaron los volúmenes. Venían repartidos en dos cajas: una tenía 76 ejemplares;