sublime de los libros que han escrito los hombres, de acuerdo con la definición de Julián Amo, había llegado a América. Hacía sólo ocho meses que Juan de la Cuesta lo había publicado en España.
Esa tarde que los comisarios de la Inquisición abordaron el Espíritu Santo para comprobar que no hubiera libros prohibidos, le preguntaron a Alonso de Bassa en qué se entretenía la gente durante la tediosa travesía. De Bassa respondió: «Traían las dos partes del Pícaro y Don Quixote de la Mancha y Flores y Blancaflor». (Se refería a El pícaro Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, y a la muy traducida historia francesa de amor cuya primera versión es de 1147.)
El autor de El Quijote, Miguel de Cervantes, intentó alguna vez viajar a América. Su Majestad no autorizó la travesía y le mandó decir «que busque por acá en qué se le haga merced». Seduce la idea de que su libro haya realizado el viaje que a él se le negó, y que lo haya hecho habitando la mente de quienes surcaron el mar a bordo de una nao. Aquellos pasajeros anónimos fueron los primeros lectores de El Quijote. No sería nada extraño que la fama de esta obra se hubiera comenzado a extender como una novedad que traían en la boca los pasajeros de Indias. Cada uno de esos 160 libros siguió un camino que ignoramos, pero que por fuerza ayudó a construir la inmortalidad de Cervantes.
En 1621 el gremio de los plateros hizo una mascarada en honor de San Isidro Labrador en calles de la Ciudad de México. El desfile avanzó por las avenidas más importantes. Quienes participaban, iban disfrazados de caballeros andantes, de personajes de libros de caballería: «Don Belanis de Grecia, Palmerín de Oliva, El Caballero del Febo, yendo el último, como más moderno, Don Quijote de la Mancha […] y últimamente Sancho Panza y Doña Dulcinea del Toboso, que a rostros descubiertos los representaban dos hombres graciosos, de los más fieros rostros y ridículos trajes que se han visto».
¡Cómo querría haber presenciado aquel desfile! A sólo dieciséis años de la llegada del Espíritu Santo a Veracruz, Don Quijote cabalgaba en las calles de México, reconocido no sólo por el gremio de los plateros, sino identificado por un anónimo cronista como el personaje más «moderno» de la literatura.
El Espíritu Santo era parte de una flota en la que venían, entre otros barcos, Nuestra Señora de los Remedios y el San Cristóbal. En 1911 se descubrió que en dichas naos venían otros 102 ejemplares que tal vez fueron a parar a la librería de Pedro Arias, ubicada en pleno Zócalo –es decir, en plena Plaza Mayor–«frente a la Puerta del Perdón de la Yglefia Mayor de México». Los comisarios de la Inquisición tuvieron noticia de que en esos barcos viajaban dos sevillanos que guardaban en su equipaje sendos ejemplares de El Quijote. Se llamaban Juan Ruiz de Gallardo y Alonso López Tríos. No sabemos nada de sus vidas, salvo esto: que se nos adelantaron en el acto de reír y gozar y maravillarse, en el acto de leer sin poder parar las páginas hermosas y sublimes «del Ingenioso hidalgo Don quixote de la Mancha».
1620
El santo de los secuestrados
En la capilla de Nuestra Señora de la Antigua, en la Catedral Metropolitana, hay una escultura misteriosa alrededor de la cual suelen congregarse hombres y mujeres que lloran. Es un Santo Niño que tiene las manos esposadas. Llegó a la Catedral hace cuatro siglos, pero su culto creció recientemente, a consecuencia de la inseguridad. Le llaman el Santo Niño Cautivo. Sus fieles son personas que tienen familiares secuestrados o que purgan sentencias injustas. En los últimos años, su devoción ha crecido al punto de desplazar a la de la figura principal de la capilla, Nuestra Señora de la Antigua.
El Santo Niño Cautivo es una pequeña escultura de madera realizada en España en 1620, que se atribuye al artista sevillano Juan Martínez Montañés. Su dueño, Francisco Sandoval de Zapata, se embarcó con ella dos años más tarde, luego de ser nombrado racionero de la Catedral de México.
Ni Sandoval de Zapata ni la escultura lograron llegar a la Nueva España. Los piratas berberiscos que asolaban el Mediterráneo se apoderaron del barco y lo llevaron a Argel. Pidieron por el racionero un rescate de dos mil pesos.
La burocracia española era un laberinto semejante al del poema de Borges: «No habrá nunca una puerta… / No existe. Nada esperes». El rescate tardó siete años en llegar, y para entonces Sandoval de Zapata había muerto. Los piratas entregaron sus huesos, y también la escultura que traía en su equipaje.
Los restos del racionero fueron enterrados en el templo de San Agustín, que se incendió el 11 de diciembre de 1676, a las siete de la noche. La escultura anduvo rodando durante un tiempo. Pasó una temporada en el altar de los Reyes, y otra en el de San José.
Entre 1653 y 1660 los músicos de la Catedral, encabezados por el primer organista, lograron que se construyera una capilla para ellos, y colocaron en el altar principal la imagen de Nuestra Señora de la Antigua, una deslumbrante y dorada pintura bizantina. Bajo esa virgen, los músicos colocaron la escultura del Santo Niño. En recuerdo de su cautiverio en Argel, le colocaron unas esposas de plata en las manos.
La imagen de Nuestra Señora –copia de otra pintada en la Catedral de Sevilla– llevaba tras de sí una leyenda impactante. Cuando los moros tomaron Sevilla, y Muza degolló a la población y luego destruyó los objetos del culto religioso, la imagen de la Virgen no pudo ser borrada. Por el contrario, «mientras los moros más raspaban la pared, la imagen se mostraba cada vez más bella».
El Santo Niño Cautivo no logró rivalizar con el culto de Nuestra Señora, pero a lo largo del virreinato se fue imponiendo como protector de los niños a los que la enfermedad había hecho presos. Las madres novohispanas solían acudir a él cuando algún pequeño tardaba en empezar a hablar. Al paso del tiempo se le empezó a rogar también para que liberara a las personas a las que el alcohol o la droga mantenían en cautiverio.
Según el sacristán mayor de la Catedral, el auge del secuestro imprimió al culto un giro inesperado. A partir del año 2000, el Santo Niño Cautivo se convirtió en patrón de los secuestrados.
Es domingo y la Catedral parece hervir con la misa de once. Frente a la capilla de Nuestra Señora de la Antigua, doce o quince fieles oran. Tienen la cabeza inclinada, los ojos cerrados. Algunos están de rodillas. No deben llevar en las espaldas historias tranquilizadoras. Una mujer llora en silencio y una oración colocada en la alcancía de las limosnas invita a rogar por los que «son presa de la enfermedad, del miedo, de la violencia, del odio».
El país y sus laberintos los han traído hasta aquí. Victor Hugo escribió que rezar es poner en contacto el infinito de abajo con el infinito de arriba. Pero yo pienso en el laberinto, aquel poema de Borges, y no me gusta lo que siento.
Para colmo es un día nublado.
1670
Sucedido en la calle del Perú
Protesto bajo mi palabra de honor que el suceso «formidable y espantoso» que voy a referir está consignado en el capítulo octavo, páginas 40 a 41, de la Vida del padre Don José Vidal, impresa en 1752 en el antiguo Colegio de San Ildefonso.
De este modo comienza don Luis González Obregón el relato de una oscura leyenda urbana, un terrible «sucedido» de la época virreinal que según el autor de Las Calles de México provocó que la antigua calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo (hoy República del Perú) fuera rebautizada por el vulgo como calle de la Mujer Herrada.
En el México de 1752 sólo unas cuantas personas se habrán tomado el trabajo de leer la voluminosa Vida del padre José Vidal. Algunos religiosos jesuitas, sin embargo, solían exprimir los pasajes culminantes de esa obra para incluirlos en sus sermones. En la cuaresma de 1760, en una homilía pronunciada en el templo de la Profesa, el cronista Francisco Sedano oyó por primera vez la historia de la mujer herrada.
El relato impresionó tanto a los fieles que aquel día asistían a la Profesa, que Sedano decidió incorporarlo en un libro extravagante y arbitrario, poblado de chismes, datos curiosos y descripciones inútiles, que se titula Noticias de México. Viajando a bordo de las páginas de ese libro, la leyenda atravesó los siglos: yo la encontré en la mesilla de la peluquería El