Héctor de Mauleón

La ciudad que nos inventa


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«decentes», situados en las calles más céntricas y elegantes –San Agustín, Vergara, Coliseo y Betlemitas–, y aquellos destinados a cubrir las necesidades del pueblo, abiertos en las orillas y en calles de los barrios más tristes: Delicias, Jordán, Pescaditos, San Camilo, Perpetua y Puente Quebrado.

      Antes de que el efímero gobierno de Francisco I. Madero inaugurara el servicio que llevó a los domicilios «el agua de la llave» (1912), quien deseara bañarse en su propia casa debía mandar por agua a las fuentes públicas o pagar a los aguadores el precio fijado por cada cántaro que transportaban. Los baños públicos cumplían entonces una función vital: eran opciones cómodas, rápidas, baratas.

      En 1850, el empresario italiano Sebastián Pane introdujo en México una técnica para perforar pozos artesianos. En pocos meses dejó listos veinticuatro pozos para riego y ciento veinte para el servicio de casas particulares. Por primera vez en la historia de la urbe, algunas casas tuvieron agua al alcance de la mano. Pane se enriqueció. Para 1872 había amasado una de las grandes fortunas de su tiempo. Ese año, ofreció a los habitantes de la ciudad un mundo hasta entonces impensable: la Alberca Pane, un suntuoso balneario que se ubicaba en pleno Paseo de la Reforma (frente a la estatua de Colón) dotado con jardines, baños hidroterápicos, escuela de natación y alberca alimentada por fuentes brotantes. Agua para tirar para arriba: una orquesta «lisonjeaba los oídos de los bañistas», que podían elegir entre baño turco, vapor o regadera. Había además «terapia de choques eléctricos curativos» y se llevaban a cabo toda clase de concursos: «El que atraviese la alberca sentado en el toro respingón sacará un premio de diez boletos de baño», se leía en un anuncio publicado en El Siglo Diez y Nueve. No sólo eso: un sistema de tranvías de mulitas – pagado por el propio Pane– conducía a los clientes desde el centro de la ciudad hasta las puertas mismas del balneario.

      Durante los treinta años siguientes, la Alberca Pane fue el polo de atracción de los fines de semana. Antiguas fotografías muestran la alberca a reventar. En una nota cargada de sarcasmo, Ángel de Campo recoge un puño de escenas características de aquel balneario:

      –Gordos que nadaban de a muertito.

      –Viejos que medían la temperatura del agua con la punta del pie.

      –Padres que enseñaban a sus hijos «a hacerse hombres», lanzándolos de golpe a «las aguas procelosas».

      –Venus que intentaban emerger arrobadoramente de las espumas.

      –Individuos sofocados, que pataleaban hacia la orilla con los ojos abiertos de espanto.

      La alberca cerró en 1906. Cuando Madero llevó el drenaje a los domicilios, los baños públicos padecieron la primera embestida. Muchos de ellos conservaron, sin embargo, una clientela alentada por los supuestos poderes curativos del vapor, «que expulsa las toxinas que nos achicopalan y taran el cuerpo». Esa aduana que hacía que los crudos regresaran al mundo, y contenía todo cuanto necesitaba «un sobreviviente de una noche de onomástico», ha sido cercenada, casi por completo, de la vida urbana.

      Ropa para el 9, zacate para el 12. Los viejos anuncios de los baños públicos se caen como los dientes en la boca de una anciana: la ciudad díscola y aparatosa, del poema de Efraín Huerta.

      1755

      La fuente más antigua de México

      La hallé, olvidada de todos, a las puertas del Metro Chapultepec. Los puestos ambulantes y el autotransporte urbano la habían invisibilizado; el Circuito Interior la mantenía aislada en el centro de un jardín seco y minúsculo. Tuve lástima de ella: la fuente más antigua que hay en la ciudad; más vieja que la fuente de la Victoria que Manuel Tolsá alzó en una de las glorietas de Bucareli– y hoy preside la plazuela de Loreto–; más antigua que cualquiera de las fuentes de la Alameda; más rancia que las que uno podría hallar en cualquier rincón del Centro.

      Oculta por los vendedores de cepillos, de pilas, de mochilas, de gorras, de tacos, de hot-dogs, la fuente más vieja de la ciudad vuelve a ser visible los domingos, como un pariente decrépito que sólo sale de su habitación cuando no hay visitas en la casa.

      La llamaría suntuosa y magnífica. Debió serlo así en algún tiempo, pero ahora su caja de agua está rajada en dos y luce chueca, rota, desgastada. Con rastros de graffiti.

      En esta fuente comenzaba, hace siglos, el vistoso acueducto de Chapultepec. De aquí partían los 902 arcos coloniales que Porfirio Díaz hizo derruir en 1896, y que luego de correr cuatro kilómetros desembocaban graciosamente en el tazón de piedra del célebre Salto del Agua.

      Si la fuente terminal del acueducto –la de Salto del Agua– se ha convertido en todo un referente urbano –fue uno de los motivos más retratados durante el siglo xix–, de la fuente inicial se desconocen detalles básicos como el nombre de su autor y la fecha de su inauguración (el autor de la otra es Ignacio Castera; comenzó a funcionar en 1779). Se cree que el virrey Agustín de Ahumada y Villalón, marqués de las Amarillas, debió inaugurarla entre 1755 y 1760; se sabe que en aquellos días la fuente se hallaba un poco más al poniente, a la entrada del Bosque de Chapultepec en donde surgían los manantiales que alimentaban de «agua gorda» a los habitantes de la metrópoli. (El «agua gorda» era más salitrosa que la «delgada» que llegaba desde Santa Fe por el acueducto de San Cosme: se usaba, por lo general, en labores de limpieza.)

      Durante más de un siglo, esta vieja fuente surtió a los habitantes de San Miguel Chapultepec: algunas imágenes la muestran rodeada de aguadores que cargan sobre la espalda las tradicionales vasijas de barro conocidas como «chochocoles». En 1921, un arquitecto de moda, Roberto Álvarez Espinosa, autor de la estatua de la Corregidora que se halla en la plaza de Santo Domingo, la cambió de sitio para agrandarla y colocarle vertederos movidos por electricidad. Para entonces, el acueducto había sido demolido. Sólo quedaban, para el recuerdo, los veinte arcos que embellecen la avenida Chapultepec a las afueras de la estación Sevilla.

      La fuente se convirtió en un simple elemento decorativo que pronto se vio alcanzado y devorado por esa forma de la equivocación que a veces llamamos modernidad.

      En el último tercio del siglo xx, tras la acometida que significaron las obras del Metro, el Circuito Interior y los ejes viales, la fuente original del Salto del Agua fue rescatada y conducida a las huertas del convento de Tepozotlán; en su lugar se dejó una copia, tan bella y perfecta como la virreinal.

      La fuente más vieja de la ciudad no corrió con la misma suerte. Los altorrelieves de niños con jarrones y motivos florales que la decoran se van desdibujando bajo el sol. En unos años serán manchones irreconocibles en una metrópoli que no conoce sus tesoros, que no sabe, muchas veces, qué demonios hacer con sus joyas.

      1757

      Arqueología del asfalto

      La primera calle empedrada que hubo en la Ciudad de México fue la de los Cereros. Ahora esa calle se llama Monte de Piedad. Ahí estuvieron alguna vez las casas del conquistador Hernán Cortés, las cuales, según las crónicas, eran tan grandes y bien plantadas que parecían una ciudad dentro de la ciudad. Durante los primeros años de la Conquista, en los bajos de aquellas casas se establecieron talleres de guarnicioneros, silleros, espaderos y talabarteros. Como a las puertas de la residencia de Cortés había siempre una guardia, la calle se llamó, también, calle de la Guardia.

      Hacia 1750 estaba ocupada por vendedores de cirios y de velas, y tal vez como una deferencia a los herederos del conquistador el gobierno virreinal había procedido a empedrarla. José María Marroqui localizó un documento fechado en 1757, en el que se habla ya de la calle del Empedradillo. Artemio de Valle-Arizpe afirma que el nombre surgió «desde que la vio la gente con su buen piso de piedra».

      En los años anteriores a aquel instante fundacional, la ciudad se hallaba compuesta por calles de tierra en las que, sigue don Artemio, «el viento se daba amplio gusto alzando enormes polvaredas». En una crónica titulada «La pavimentación», Valle-Arizpe relata cómo aquella «trascendental mejora» fue tan bien recibida por el público, que el gobierno se puso a empedrar una calle tras otra.

      Desde