Héctor de Mauleón

La ciudad que nos inventa


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la bebida que manaba de su fábrica «la bebían bien los españoles y los naturales», y estimó que la industria de que era precursor «tenía mucho provenir, como la del pastel» (sic).

      Estaba equivocado porque tres siglos después el pastel provocaría una guerra, y en cambio las dificultades que en 1549 había en México para cosechar trigo y cebada volverían inaccesible el precio de la cerveza. No sabremos jamás a qué supo el primer trago de este producto. Sólo sabemos que a los naturales no les gustó, que no pudo competir con la variedad de bebistrajos de origen prehispánico que habían arraigado entre las clases populares, y que por tanto fue de consumo exclusivo de los peninsulares. La cerveza llegaba a Nueva España por los puertos, debidamente embotellada. ¿Cómo serían, por Dios, aquellos frascos?

      En las novelas mexicanas del siglo xix, la gente bebe pulque, chinguirito y aguardiente. Aunque en 1821 hubo una cerveza llamada Hospicio de Pobres (era fabricada en las cercanías de esa institución, ubicada en la actual Avenida Juárez), la protagonista de esta crónica no aparece como motivo literario hasta que el ferrocarril porfiriano permite la importación de cerveza desde Estados Unidos, y facilita la llegada de nuevas maquinarias, así como la instalación de las primeras fábricas de hielo.

      Todo se precipita: Santiago Graf lanza en 1875 las cervezas Toluca y México. Siete años más tarde (1883), la invención de la Toluca lager, y la posterior introducción de la cerveza Victoria, convierten a este empresario en el rey de la industria.

      En las célebres cartas enviadas durante su residencia en México, Madame Calderón de la Barca narró los años en que el pulque era la bebida favorita de la aristocracia. Hasta antes de la «ferrocarrilización» de México, el neutle era la primera bebida a la que tenían acceso los jóvenes: lo hallaban cada día en la mesa familiar; las madres cometían, incluso, la barbaridad de destetar a los niños con pulque. Hoy, el ferrocarril es un fantasma del pasado, pero la primera bebida a la que tienen acceso los jóvenes es la que fabricó Alonso de Herrera. Da lo mismo si fue en Amecameca o en la colonia Portales.

      1554

      La primera crónica urbana

      La Crónica que describió por primera vez las calles, las plazas y los edificios de la Ciudad de México estuvo perdida durante tres siglos. Lucas Alamán consideró, en 1844, que no quedaba ya posibilidad alguna de localizarla. Sólo se conservaba el registro de su título en algunos antiguos catálogos bibliográficos novohispanos. El doctor Francisco Cervantes de Salazar, profesor de la Real y Pontificia Universidad de México, la había escrito, más que para cantar la gloria de la ciudad recién fundada, para difundir el uso del latín entre sus estudiantes. De modo accidental, Cervantes de Salazar había legado un retrato vívido, extraordinario, de la niñez de la ciudad.

      El libro, Diálogos latinos (hoy se le conoce como México en 1554) salió justo ese año de la imprenta del célebre Juan -Pablos. Ignoro de cuántos ejemplares constó la edición; lo cierto es que casi todos se perdieron: habían ido a parar a las manos destructoras de los estudiantes, a quienes poco ha importado -desde siempre conservar sus libros de texto. Unos años más tarde sólo quedaba la memoria más o menos vaga de que México en 1554 había existido. En aquel libro se cumplía el destino de la mayor parte de las obras coloniales que, según el bibliófilo Joaquín García Icazbalceta, cuando no se perdían para siempre en los fragores de la vida diaria, llegaban al futuro incompletas, rotas, sucias, manchadas, podridas, apolilladas «y con letrerotes manuscritos».

      El doctor Cervantes de Salazar fue acusado por sus contemporáneos de vanidoso y «sediento de honra». Más tardó en morir que en ser olvidado.

      A mediados del siglo xix, una generación extraordinaria determinó que su vocación no consistía en escribir nada nuevo, sino en regenerar la memoria, arrancar al pasado materiales olvidados para que otros autores escribieran sobre éstos. José Fernando Ramírez, José María Andrade, Manuel Orozco y Berra y Joaquín García Icazbalceta formaron parte de ese grupo que se pasó la vida husmeando en bibliotecas y escarbando en los depósitos de los conventos, en busca de libros y manuscritos antiguos. Estos personajes exhumaron la mejor colección de obras documentales que se ha publicado en México.

      Encontrar la crónica perdida se convirtió en su obsesión. Pero Lucas Alamán había sepultado toda esperanza.

      En 1849 –estremece pensar que habían transcurrido 295 años desde que el libro saliera del taller de Juan Pablos–, José María Andrade, quien decía estar enfermo de «bibliofilia acusada», encontró un ejemplar de México en 1554 en la biblioteca de un difunto, el botánico Vicente Fernández. El libro estaba trunco y muy maltratado. Le faltaban las páginas 289 y 290. No importaba, Andrade brincó de felicidad. Atravesó la ciudad hasta la casa de Joaquín García Icazbalceta, en la Ribera de San Cosme, y le obsequió el volumen con la condición de que lo tradujera.

      En esos instantes, la vida de Icazbalceta estaba en vías de convertirse en un desastre. Primero perdió a su esposa, luego perdió su fortuna, entró en bancarrota moral y acabó hundido en un letargo que le hizo postergar la traducción durante… 25 años.

      Torturado por la idea de que el libro estaba incompleto, el historiador aprovechaba los instantes en que volvía a la acción para cartearse con corresponsales a los que comprometía a buscar en bibliotecas europeas algún ejemplar de México en 1554. En 1866, el ansiado ejemplar apareció por fin. Se hallaba hecho pedazos, pero conservaba intacta la página 290, que Icazbalceta se apresuró a copiar. El hallazgo lo decidió a ponerse a trabajar. En 1875 llevó a la imprenta la traducción. Habían pasado 321 años desde el momento en que Juan Pablos pusiera el libro en manos de Cervantes de Salazar –y éste, en las manos destructoras de sus estudiantes. La primera crónica urbana, el texto más antiguo sobre la ciudad que refundó Cortés abandonaba al fin un sueño de tres siglos.

      Tal vez no sabremos nunca lo que dice la página 289. Como en el poema de José Emilio Pacheco, es posible que en esas líneas que no leeremos jamás se encuentren «la verdad y la cifra». El resto de México en 1554 rescata, sin embargo, las visiones, el espacio, los sonidos de un mundo remoto y alucinante: el retrato vivo, transparente, colorido, de un día en la vida de la ciudad. Un día del que no quedaba ya alguna memoria.

      1590

      Los lentes: ojos para una segunda vida

      Los lentes: se decía que con aquellos oculi de vitro cum capsula Roger Bacon podía mirar, desde Oxford, lo que estaba sucediendo en París. Las personas se detenían en la calle para mirar aquel objeto extraño que Bacon solía anteponerse en el rostro: una horquilla construida en forma tan ingeniosa que podía montarse en la nariz «como el jinete en el lomo de un caballo». Por los monasterios corría el rumor de que los lentes permitían leer manuscritos redactados en letra pequeñísima; en las universidades se propalaba la noticia de que los sabios, muertos después de los cincuenta para la lectura y la escritura, adquirían, gracias a ellos, una segunda vida.

      Los lentes son un invento del siglo xiii. Surgieron en los talleres de vidrio de Murano, en Venecia, y despertaron con rapidez el asombro de las masas: en la edad de la sombra y las tinieblas, traían de nueva cuenta la luz.

      En El nombre de la rosa, una novela irrepetible, Umberto Eco describe cómo esos trozos de vidrio cambiaron la vida de la gente: «Con aquello delante de sus ojos, Guillermo solía leer, y decía que le permitía ver mejor que con los instrumentos que le había dado la naturaleza, o, en todo caso, mejor de lo que su avanzada edad, sobre todo al mermar la luz del día, era capaz de concederle».

      En 1352 unos lentes aparecieron por primera vez en una pintura. Tomás de Modena recibió el encargo de hacer el retrato del cardenal Hugo de Provenza. Lo pintó inclinado sobre su escritorio, redactando un documento con la mano izquierda, y portando unas raras gafas que son sólo dos pequeños aros. Ya desde entonces, ser miope y ser zurdo resultaba una costumbre entre cierta gente.

      Además de objetos modernísimos, los lentes eran entonces objetos sólo utilizados por hombres mayores y de cierto nivel intelectual. Al vulgo le parecían ridículos. Mortificaban a quien los llevaba con toda clase de burlas.

      Los