Mauro Vallejo

Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900)


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Peuser imprimió en agosto de 1892. Aún no ha cumplido 28 años, y su obra de 600 páginas merece una acogida despareja: un reseñador de El Diario lo define como “exuberante y aburridor”. Oyuela lee durante una hora, en una velada realizada en la casa del mexicano, una crítica mordaz. Otros hombres de letras (Joaquín V. González y Ernesto Quesada) son un poco más ecuánimes, y el libro le depara incluso un “triunfo inesperado”. Movida por su lectura, una mujer casada se confiesa ante él y le regala “enloquecedoras caricias”. En ese estado de ánimo, el 30 de agosto de 1892 Gamboa escribe en su diario:

      ¿Cuándo podrá uno consultar, con probabilidades de alivio, á especialistas de enfermedades del espíritu? (…) Nuestro decantado progreso los reclama ya, y, sin embargo, no existen todavía. (Gamboa, 1907: 50).

      La queja del mexicano contiene un diagnóstico doblemente acertado. En la Buenos Aires de fin de siglo no había nada que se pareciera a un “especialista en enfermedades del espíritu”. Sí había médicos más o menos industriosos, que intentaban aproximarse a esa zona peligrosa donde los infortunios del alma y del cuerpo parecían reclamar la emergencia de un sanador. Existían doctores que, de modo personal y casi cual aventureros, se adentraban en ciertas parcelas de esos malestares que nada tenían que ver con los microbios ni con la anatomía, y menos aún con los chalecos de fuerza de los asilos de locos. Esas avanzadas individuales no alcanzaban, empero, para fundar una zona de especialización que asegurara a la medicina el dominio de esas afecciones que ya comenzaban a tener nombre propio en la ciudad capital: neurastenia, neurosis, neurosismo o histeria. Tampoco existían centros especializados en esas afecciones; lo que sí abundaban, como veremos, eran consultorios e institutos de hidroterapia o aeroterapia, que ofertaban sugerentes remedios para una amplia gama de malestares, pero que no valían estrictamente como clínicas para enfermedades nerviosas leves. Poco antes que el mexicano, un médico local (discípulo de José María Ramos Mejía) señalaba esa ausencia para el caso de la histeria:

      Es necesario pues, quitarlas [a las histéricas] de su medio ordinario de vida, ponerlas en una casa de sanidad donde haya un personal ad hoc, que no se enternezca de falsas apariencias (por desgracia aún no existe entre nosotros este género de establecimientos, no obstante el considerable número de histéricas que tenemos), donde lleven una vida ordenada, donde estén tranquilas, donde no puedan llamar la atención por sus extravagancias y por sus puerilidades, lo que ha bastado muchas veces para conseguir curaciones radicales. (Arévalo, 1888: 27).

      El lamento de Gamboa demuestra ser atinado en un segundo sentido. Al emitir aquella afirmación, establece sin titubear que a pesar de que esos especialistas aún no existen, proliferan ya sujetos que reclaman sus servicios. El mexicano era uno de los muchos ciudadanos neuróticos que, con sus angustias vagas y sus desdichas espirituales, se mostraban listos para zambullirse en un mercado de sanadores o remedios que prometieran algún alivio para esos malestares. No podía ser de otro modo en una ciudad que se mostraba tan atenta a las modas y a sus lógicas de consumo (ya en 1881 José Wilde había concluido: “Nuestros lectores bien saben que es y ha sido siempre inútil, la prédica contra ese déspota llamado la moda” [Wilde, 1881: 184]). En efecto, tal y como será desarrollado más adelante, para amplios sectores de la vida urbana, los recién estrenados epítetos que se usaban para nombrar esas afecciones (neurastenia, debilidad nerviosa, etc.) eran apenas algo más que pomposos sinónimos de modernidad o de cosmopolitismo (Forth, 2001). Hacían suya esa función no solamente por el imaginario que recubría la provocación de la enfermedad, sino también por la naturaleza atractiva y confortable de los productos y procedimientos con que ella quedaba asociada. En el mismo momento en que Gamboa formulaba su diagnóstico, una de las primeras médicas egresadas de la facultad local afirmaba lo siguiente:

      El neurosismo, que tanto desarrollo ha adquirido en esta época, al extremo que es raro encontrar una mujer que no sea histérica, epiléptica o neurópata, producto muchas veces de la educación, los vicios, la herencia y hasta la moda; porque no se puede ser chic si no se es exquisitamente nerviosa. (Rawson de Dellepiane, 1892: 40).

      El vagabundeo local de esas histéricas fue retratado más de una vez por los cronistas sociales de aquella época. Recordando la fauna humana que se hacía ver por los bosques de Palermo en el cambio de siglo, Manuel Castro se refirió a “las damiselas que pasean su ‘spleen’ por la aristocrática avenida de las Palmeras (…), reclinadas lánguidamente en cupés y landós que arrastran braceadores trotones” (Castro, 1949: 44).

      En 1893, desde Madrid, un médico español que venía de dirigir en Buenos Aires un exitoso consultorio especializado en neurosis, esbozó un paisaje similar de la salud mental de sus pasados anfitriones: “Recientemente −pues de ella llego− hago idéntica observación en la República Argentina; todos, ó la mayor parte de los bonaerenses, padecen de la Neurastenia” (Díaz de la Quintana, 1893: 12). Igual de valiosa es la continuación de esa sentencia, pues allí se deja ver el motivo por el cual el diplomado extranjero se obstinó en permanecer cuanto pudo en una ciudad que había hecho todo para expulsarlo: “despachan el bromuro potásico por toneladas, el éter por cuarterolas y las tinturas madres y glóbulos de ignatia por litros, exagerada cantidad, tratándose de minisculez tan sobresaliente como lo son las dosis homeopáticas” (Díaz de la Quintana, 1893: 12). Haciendo eco a la reclamación de Gamboa, el español entendió de modo acabado que la profusión de neuróticos era equivalente a la implantación y desarrollo de un negocio lucrativo.

      Este libro trata sobre la emergencia casi simultánea de una experiencia (o una sensibilidad) y de un mercado. En el tramo final del siglo XIX, Buenos Aires fue el escenario de la irrupción de un nuevo personaje, que también alteraba la fauna humana y patológica de otras grandes urbes del mundo moderno. Ese nuevo sujeto, el neurótico, era el punto de confluencia o el reflejo atribulado de múltiples transformaciones: nominaba una nueva forma de sentir el propio cuerpo y de relacionarse consigo mismo; pero mentaba al mismo tiempo la oportunidad de atizar un mercado de servicios profesionales y objetos de consumo, capaces de poner fin (o eternizar) la condición mórbida. Ese nuevo habitante constituía, en fin, el baluarte de la exigencia de alterar la presencia urbana y cotidiana de la medicina.

      Estas páginas abordan algunas de las superficies o tramas culturales en que esa novedad fue modulada en la ciudad de Buenos Aires. El mercado de remedios (con sus avisos publicitarios, sus objetos y sus agentes), los institutos médicos privados (con sus afanes de lucro, sus escaleras de mármol y sus estrategias de marketing), y las salas hospitalarias o cátedras universitarias (donde algunos diplomados con ínfulas de investigadores decían mirar de reojo a sus colegas filisteos) conforman el trípode parcial en que aquella experiencia pudo alojarse y expandirse en la Capital durante los últimos años del siglo XIX. Monstruo híbrido, mezcla de un nuevo yo y de un hábito de consumo, la neurosis porteña estuvo también enhebrada de palabras y discursos; esa sensibilidad tuvo mucho que ver con los motes que las propagandas de aceite de bacalao querían dar al nuevo espécimen nosográfico, pero también con las figuraciones que esa condición proteica recibía en las páginas de una literatura ficcional que ya se mostraba hastiada de los locos degenerados. Artículos y tesis de los médicos también colaboraron en la forja de ese retrato esquivo. Ninguna de esas fuentes es capaz de recobrar en su plenitud aquello que podríamos colocar del lado de la experiencia vivida; de aquella época no han sobrevivido historiales clínicos o diarios íntimos de sujetos que hubieran hecho suya la aventura neurótica. Aun a pesar de sus limitaciones y cegueras, los documentos disponibles pueden ser usados para ensamblar una mirada alternativa y compensadora de esa experiencia perdida.

      Los capítulos que componen este volumen exhuman las acciones curativas, los idearios, las disciplinas y los dispositivos de observación movilizados alrededor de una experiencia mórbida que hasta el momento ha merecido una atención muy dispar de parte de la historiografía local. Sin dejar de ser una contribución a la historia de la medicina mental rioplatense, este ensayo aprovecha la emergencia de un nuevo rostro en la cultura patológica para reconsiderar elementos que desbordan las fronteras de esa rama científica, y que tienen que ver en sentido más general con el mundo del mercado, la vida urbana y el universo letrado. El neurótico fin-de-siècle recogió su identidad en la estela de las acciones y discursos de boticarios, curanderos, magnetólogos, médicos inquietos y novelistas. Su hábitat natural fue algo muy distinto al asilo o al hospital;