Mauro Vallejo

Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900)


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al mismo tiempo a quedar ciego ante la novedad de la experiencia neurótica.

      Este ensayo contiene un relato vidrioso de una experiencia que precisó de varias zonas de agenciamiento y visibilización. Antes que forzar un entrelazamiento pacífico entre ellas, optamos por una narración que haga justicia a sus constantes desacoples, y no menos frecuentes ensambladuras precarias. Esas disyunciones atañen al solapamiento entre, por un lado, el abanico de productos comerciales, muchas veces lanzados al mercado en circuitos profanos (droguerías, boticas, agentes de firmas internacionales, libros de autoayuda, etc.), y por otro, la medicina en sentido amplio. No sería justo hablar de dos mundos paralelos que jamás se cruzan; es obvio que entre la zona de la medicina clínica o académica y el terreno del consumo de productos de ortopedia subjetiva, hay ostensibles mixturas y préstamos. Sería muy errado empero confundir esos dos circuitos; a pesar de sus hibridizaciones, cada uno tenía sus agentes, sus lógicas o sus vías de desplazamiento en la trama cultural.

      Es menester, de todos modos, prestar su debida significación a desa­coples más sutiles; por ejemplo, los que afectaron a la propia medicina. Los trabajos teóricos que, con obtusa erudición, daban cátedra sobre esos nuevos desarreglos, apenas si podían brindar ilustraciones clínicas de sus verdades; ello sucedía al mismo tiempo que en folletos hechos a las apuradas y con afanes propagandísticos, otros colegas, más aventureros que doctos, podían apilar historiales de neurasténicos o masturbadores atendidos en sus institutos. Será necesario hallar el vocabulario que mejor se preste para la comprensión de eso que por ahora nombramos desacople. Pero más allá del rótulo que convenga, esas discrepancias pueden ser miradores con que observar rasgos poco transitados del mundo profesional y letrado de aquellos años.

      Capítulo 1

      Un bazar para las neurosis. Aceites, píldoras y medallones magnéticos

      “La primera vez que cae bajo nuestros ojos un aviso, no lo vemos; la segunda vez lo vemos, pero no lo miramos, la tercera vez nos damos cuenta de lo que existe; (…) la sexta hacemos un gesto al notarlo, la séptima vez lo leemos con más atención y exclamamos: ¡Oh bobería! (…) La novena vez nos damos a pensar si la cosa valdrá la pena, la décima vez decidimos preguntarle al vecino si ha ensayado el producto anunciado; (…) la duodécima vez reflexionamos que acaso servirá para algo, la décimatercia deducimos que debe ser producto aplicable a algún uso bueno, la décimacuarta vez recordamos que justamente lo que se anuncia es un artículo que de tiempo en tiempo venimos necesitando, la décimaquinta vez determinamos que luego hemos de comprarlo, (…) la décimaséptima vez nos desesperamos porque la escasez de nuestros recursos no nos permite comprarlo”. (Sud-América, 5 de septiembre de 1890).

      El mexicano Gamboa prestó su voz a una decepción que podía resultar generalizada entre las víctimas nerviosas de la metrópoli porteña. Pero el desencanto hacia lo que los médicos no podían dar, estaba llamado a ser una lamentación olvidable. Una mirada rápida a las páginas de avisos de los muchos diarios de la ciudad, devolvía cotidianamente el alma al cuerpo a los neuróticos locales. Allí encontraban, en recuadros de dudosa composición gráfica, la confirmación de que un abultado mercado de productos podía traerles, a precios módicos y a cambio de un esfuerzo mínimo, el alivio que los diplomados ni siquiera podían prometer. Esas publicidades, que aprovechaban con sigilo el mudable prestigio del saber médico, eran al mismo tiempo el soporte de un novedoso pacto de consumo, el catalizador de una construcción subjetiva, y el índice de una trama social conformada por farmacéuticos, importadores, inventores, curanderos y vendedores ambulantes (y también diplomados, que hacían lo imposible para no quedarse afuera a la hora del reparto de los dividendos).

      Casi en los mismos días en que Gamboa decía aquella verdad, y al mismo tiempo que Rawson de Dellepiane denunciaba que ser nervioso era una forma de estar a la moda, un doctor extranjero −que de esa manera se anticipaba a Díaz de la Quintana− veía en la profusión de publicidades una preocupante radiografía del estado sanitario de la ciudad: “Una ojeada a los anuncios de los diarios cotidianos basta para demostrarnos esta pobreza nerviosa y sanguínea. Pululan en ellos avisos y réclames de todo género, medios reconstituyentes, fortificantes, anti-nerviosos, etc.” (Marcus, 1892: 30). Esas voces recortan con precisión la amalgama que atraviesa este capítulo, aquella que diluye la distancia entre mercado y salud. Y al mismo tiempo restituyen los nombres de los hilos que tejieron la red en que la experiencia neurótica trazó su camino: progreso, moda y publicidad.

      En las últimas décadas, sobre todo gracias al impulso dado por Roy Porter al estudio de esa problemática, la historia de los cruces entre medicina y mercado de productos curativos ha dado lugar a ensayos muy documentados (Porter, 1989). Aquel historiador mostró de modo convincente que durante el siglo XVIII, en un contexto de franco crecimiento del consumo, el mercado de la salud aparecía constantemente tensionado entre la demanda de alivio de parte de los sujetos enfermos (entendidos como agentes activos que reclamaban respuestas y remedios para sus muchas dolencias) y un escenario donde los médicos competían, muchas veces con desventaja, con una gran variedad de sanadores, que intentaban por todos los medios prestigiar sus conocimientos y pericias en el arte de curar. En tal situación, los médicos aparecían como protagonistas entre marginales y poco afortunados a nivel competitivo. Otros estudiosos han mostrado que ese proceso de extensa comercialización de mercaderías sanitarias puede incluso