Mauro Vallejo

Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900)


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entre salud y mercado debe ser entendida desde una perspectiva de larga duración. Sería un error suponer que esa mixtura es privativa de la sociedad contemporánea, e igual de equivocado sería sostener que nada ha cambiado con el paso de los siglos. Muchos factores (la irrupción de las grandes empresas de productos químicos, la creciente profesionalización y consolidación social de la medicina, la difusión global de la cultura de patentes y marcas, etc.) han hecho que, hacia finales del siglo XIX, ese mercado haya comenzado a adquirir los rasgos que mantendría hasta nuestros días (Marland, 2006).

      La expansión del mercado de remedios constituye tan sólo una pequeña muestra de las alteraciones que se producen hacia fines de siglo en las pautas de consumo de los argentinos. La modernización económica, sumada al crecimiento demográfico y al afianzamiento de la urbe, trajeron como corolario la conformación de un mercado interno que dejó atrás la vieja lógica del auto-abastecimiento, y que pasó a estar regido por la espiral del consumo (Rocchi, 1999; Szir & Félix-Didier, 2004). Según algunos cálculos aproximativos, entre 1880 y el inicio de la Primera Guerra, el tamaño del mercado interno local creció unas nueves veces; en ese mismo lapso, los sectores medios, al menos en lo que respecta a la región del litoral del país, pasaron del 15 al 30 por ciento de la población total, y su poder adquisitivo se triplicó (Hora, 2010). La vida cotidiana de los habitantes de Buenos Aires comenzó a estar teñida por el acceso creciente a una amplia gama de productos (alimentos, vestidos, muebles, adornos, bebidas, etc.), despachados por una extensa red de negocios y agentes sociales. José Wilde fue un testigo privilegiado de esa metamorfosis; en sus memorias de 1881 se encargó de subrayar el contraste entre la vieja sociedad de 1830 o 1840, de ritmos aún coloniales, y la que él llegó a conocer en su vejez, en la cual el “furor por la novedad” alimentaba un mercado infinito de objetos (Wilde, 1881). Ese proceso se vio reflejado y fortalecido por el desarrollo de la publicidad visual, que en los últimos años ha recibido una fuerte atención de los estudiosos de la cultura gráfica de fin de siglo (Szir, 2009a, 2009b; Tell, 2009; Bonelli Zapata, 2017).

      Si bien en nuestro análisis nos concentramos en la publicidad gráfica impresa en los periódicos, no podemos dejar de señalar que los remedios también fueron promocionados, tal y como se desprende de algunas de las fuentes que revisaremos, en otros soportes que formaron parte de esa pujante cultura visual: carteles en la vía pública, en tranvías, en coches, etc.

      La comercialización de estas sustancias contra los problemas nerviosos se amparaba en el uso local de publicidades estandarizadas; su difusión dependía de la utilización de planchas tipográficas distribuidas por los mismos agentes que garantizaban la importación de los específicos. En tal sentido, esa zona de la propaganda se mostró menos contaminada por las torpezas y rusticidades que solían cometer los dueños de otros negocios a la hora de elaborar sus carteles, tal y como fue satirizado por una crónica:

      Lo que más llama la atención de los paseantes en esta Buenos Aires son los letreros de las casas de comercio menor, de los carros, coches, etc.

      Y a la verdad que ellos forman una de las cosas más curiosas. Juzgue el lector por esta treintena de letreros:

      Almacén de la hija de Giacumina.

      Fonda del hijo de la tía Ambrosia.

      Café y Billardo del Peringundín.

      (…) Almacén ¿Quién lo diría? – Almacén ¿Quién lo pensara?

      Casino de Pancho el Gordo.

      Esa relativa tosquedad de la cultura publicitaria fue notada, por ejemplo, por Rubén Darío, que en 1901 desde Madrid comentó lo siguiente: “Al escribir mis primeras impresiones de España, a mi llegada a Barcelona, hice notar que una de las particularidades de la ciudad condal era la luminosa alegría de sus calles, enfloradas en una primavera de affiches. Así como en Buenos Aires se está aún con el biberón a este respecto, en España no se ha salido de la infancia” (Darío, 1901: 324).