obra resulta de una investigación acerca de la fragua de un nuevo sujeto, el neurótico, correlativo o envés de flamantes dispositivos curativos, nuevos lenguajes y circuitos comerciales. Estamos ante un (cuasi) enfermo cuyos malestares no eran traducibles al lenguaje de la locura o el delirio, y cuya visibilidad no se debía tanto a la versátil y escurridiza categoría de peligrosidad social, sino más bien a su forma de habitar un mercado pujante. Tercer rasgo del individuo neurótico, coextensivo al recién señalado: si el loco, en tanto que enajenado, nunca era del todo un yo, o no podía jamás responder del todo por sí mismo −y por ese motivo la necesidad de su tutela, su encierro, o de ahí la exigencia de quedar siempre en dependencia de otro que respondiera por él: policía, juez, psiquiatra−, el neurótico, por el contrario, era aquel que podía realizar constantemente un trabajo de repliegue sobre sí; trabajo que, amén de resaltar las virtudes auscultadoras o consumidoras de su yo, lo reforzaba y lo debilitaba al mismo tiempo.1 El neurótico sufre, de alguna forma, de una hipertrofia del yo, que opera en detrimento de una disminuida atención a su entorno. No puede dejar de sentir su cuerpo, las mínimas variaciones de su funcionamiento, siempre alerta a que algo anda mal. Para decirlo con los términos de una fuente que habremos de recuperar en esta obra, es posible afirmar que
(…) la conciencia sobre todo de los fenómenos subjetivos especialmente la que se refiere al funcionamiento de los órganos, se encuentra considerablemente agrandada, y como los fenómenos de la vida vegetativa están bajo la dependencia del sistema del gran simpático, podemos decir que éste deja de ser inconsciente para entrar en el dominio de la conciencia (…); pero la conciencia que el neurasténico tiene de sí mismo, como entidad moral, está también reducida en grandes proporciones, contempla su personalidad como a través de una bruma. (Orías, 1895: 54).
Por un lado, entonces, el neurótico era capaz de reconocer por sí mismo que algo andaba mal en su salud; tenía, por definición, la destreza de identificar como patológicos signos e indicios más o menos sutiles o equívocos (insomnio, dolores de cabeza, cansancio, accidentes en su vida sexual, etc.). Vivía atormentado por males que, tenues o resueltos, no ponen en peligro su vida ni caben en el molde del concepto estricto de enfermedad. Son, más bien, amenazas “diplomáticas” y conciliadoras. El neurótico, casi sin darse cuenta, acepta la trampa tendida por un dispositivo de consumo y de autorreconocimiento, merced a la cual se patologiza el cuerpo natural; la neurosis es el nombre de aquella forma de habitar el mundo, a resultas de la cual el cuerpo ordinario y sus traspiés pasajeros ingresan al muestrario de lo enfermizo.2 Sumergido en ese universo en que la nueva enfermedad queda equiparada con la debilidad o la fatiga, el neurótico recobra su identidad mediante esa pericia que le permite aislar su yerro espiritual o corporal como síntoma malsano (Correa, 2014b). Esa pericia denota, por supuesto, su inmersión en un universo de sentido en que hay acceso a un vocabulario técnico, acuñado para nombrar esos indicios.
Tal y como veremos en lo que sigue, la proliferación de esos términos sofisticados en la trama cultural, o la difusión de esa pericia de auto-auscultación, no deben ser imputadas únicamente a un proceso compacto de medicalización. La circulación de lenguajes médicos (en artículos periodísticos, en la literatura naturalista, en obras de teatro) o de avisos de medicamentos, así como la lenta difusión de dependencias sanitarias (centros de vacunación, hospitales, etc.), prestaron un gran auxilio para la emergencia de aquella pericia. Cabe recordar, empero, que esa campaña de colonización semántica no se debió siempre a la profesión médica. Igual de valioso pudo ser el rol cumplido allí por las propagandas de droguerías, de curanderos o de mercaderes. En esas publicidades, sin ir más lejos, era posible hallar categorías diagnósticas (“neurastenia”, por ejemplo) que no habían sido usadas hasta entonces por la literatura galénica. Dicho en otros términos, los porteños podían recibir de parte de anónimos farmacéuticos o comerciantes la invitación a asignar a su padecimiento el nombre de neurastenia, mucho antes de que los médicos apelaran a ese rótulo en su práctica cotidiana. Si se quiere ver allí el síntoma mediato o colateral de algo que no deja de ser una medicalización, habrá que conceder, no obstante, que esta última reclama una definición más sutil que la comúnmente aceptada.
Por otro lado, el neurótico debía tener un segundo talento: tenía que salir a la caza de sus remedios. Si el asilo psiquiátrico es el lugar que, más que alojar al loco, lo define y lo construye en tanto que tal, al neurótico le es asignada otra superficie de emergencia u otro hábitat identificatorio: el mercado. El neurótico es ante todo un potencial consumidor de remedios (y de publicidades). No es un accidente o un traspié de la sociedad de consumo; fue su primer laboratorio de prueba, y uno de los garantes de su expansión. Los diarios de Buenos Aires de la segunda mitad del siglo XIX son una demostración fehaciente. Cuando las bondades del sistema agro-exportador hicieron posible el nacimiento de una economía interna anclada en el consumo, en el instante en que la oferta de productos renovó constantemente las vidrieras de los negocios locales, la gran mayoría de esos productos tenían que ver con el cuidado de sí (y una parte significativa provenía del extranjero). Cuando las páginas publicitarias de los diarios comienzan a inundarse de avisos de productos comerciales, la mitad de esos anuncios tenían que ver con esa franja imprecisa del yo saludable: tónicos, energizantes, aparatos de electroterapia, remedios contra el dolor de cabeza o el reumatismo.3
Ya en 1884, una columna de la Revista Médico-Quirúrgica denunciaba la excesiva libertad de acción de los actores del mundo de la salud, y allí se advertía que en “la tercera página de los diarios (…) no se refiere otra cosa que anuncios de remedios y específicos que curan todas y cada una de las enfermedades” (Anónimo, 1884a: 203). La maquinaria del consumo burgués nace en el instante en que esos avisos han logrado crearse el comprador que precisan: un sujeto adulto, preocupado por un bienestar sólo asequible mediante la posesión de productos materiales. Este ensayo trata precisamente sobre las dinámicas y actores que sostuvieron ese mercado neurotizante, al que se volcaron en busca de un incierto alivio tantos porteños insomnes, impotentes, dispépsicos y neurasténicos.
El primer capítulo explora los circuitos de promoción y venta de las sustancias señaladas como remedios contra las neurosis (aceites, lociones, jarabes, medallas magnéticas, cinturones eléctricos, etc.); repararemos en las publicidades, los agentes sociales que estuvieron detrás de esa comercialización y los imaginarios que allí se gestaban. El capítulo dos tomará en consideración las acciones llevadas adelante por los médicos para competir en esa feria de bálsamos para neuróticos porteños; nuestra atención recaerá exclusivamente en los servicios profesionales que fueron creados y divulgados como objetos de consumo, y que se acoplaron a esa lógica mercantil. En esas páginas documentaremos la incontrolable proliferación de institutos de electroterapia, hipnoterapia, aeroterapia y cosas parecidas. El capítulo tres pone de relieve las fricciones generadas en el gremio médico a propósito de la consolidación de ese costado lucrativo del arte de sanar.
Los últimos dos capítulos suponen un desplazamiento hacia la órbita de los discursos científicos y letrados. Por un lado, en el capítulo cuatro analizaremos las definiciones heterogéneas que los médicos porteños construyeron acerca de tópicos como la nerviosidad o la neurastenia; habremos de examinar qué tipo de subjetividad emerge en ese saber cambiante, y prestaremos especial atención a los dispositivos clínicos desde los cuales esos diplomados llevaron a cabo su labor teórica. En sintonía con derivas doctrinarias que primaron en el Viejo Continente, en esa literatura médica anterior a 1900 la nerviosidad no es aún sinónimo de degeneración o herencia malsana; representa más bien el nombre a través del cual el discurso médico narra y tematiza su nueva función ante las contingencias de la modernidad. Por otro lado, en el capítulo cinco estudiaremos la obra de José María Ramos Mejía, con el afán de pesquisar qué sentidos (paradójicos y añejados) asignó a lo neurótico en su producción teórica más temprana; procuraremos asimismo deslindar de qué manera sus iniciativas al frente de la cátedra de enfermedades nerviosas y de la sala hospitalaria en el Hospital San Roque, contribuyeron o no en la implantación local de un estudio y tratamiento de las afecciones neuróticas. La figura de Ramos nos sirve