a una clase, a un grupo social o a una ideología en particular).
Ahora bien, más allá de este desplazamiento —de lo óntico a lo onto-lógico—, tres elementos subsisten en la primera y en la última definición propuesta por el autor. Se trata de nudos centrales de su argumentación, que permiten tomar distancia de lecturas canónicas que procuraron identificar la esencia o el fundamento de los populismos latinoamericanos a partir de vincular su emergencia con ciertos estilos de liderazgo, el apoyo de determinadas bases sociales, o el impulso de un modelo económico preestablecido en el marco de una etapa específica de desarrollo del capitalismo.6
Entonces, en primer lugar, las definiciones que Laclau elaboró en 1977 y en el 2005 comparten el hecho de no anticipar una caracterización axiológica de los populismos sin analizar sus modos de constitución y sus efectos políticos concretos; por lo tanto, inicialmente, el populismo no es un fenómeno eminentemente peyorativo. En segunda instancia, persiste en estas disquisiciones la idea de que no existe una esencia capaz de definir de manera unívoca al populismo, ya que su especificidad se encuentra en el plano del discurso; de ahí que no podría producirse al margen de los procesos de construcción y de lucha social por los sentidos. Por último, los populismos guardan una especial relación con las identidades políticas, pues son fundamentalmente modos de construirlas.
Laclau se detiene a explicar el proceso de constitución de identidades políticas, y especialmente de identidades populares, en los discursos populistas, a partir de dos operaciones que ya mencionamos: la construcción de equivalencias y el trazado de fronteras políticas. La lógica de la equivalencia alude a la solidaridad que se teje entre una pluralidad de demandas diversas, pero comúnmente insatisfechas; mientras que la frontera política representa la diferenciación de esas demandas con aquello que las niega, la institucionalidad que no les hace lugar y es responsable de su insatisfacción. En consecuencia, el espacio social se dicotomiza: por un lado, el campo de la institucionalidad excluyente, el lugar de los poderosos; por el otro, el lugar de los excluidos, “los desamparados”, los que no obtienen respuesta, figuras que Laclau resume en la idea de “los de abajo” (underdogs).7 Llegados a esta instancia, estaríamos frente a la presencia de dos de las precondiciones del populismo: una articulación equivalencial de demandas y una frontera interna antagónica (Laclau 2005, 102).
El tercer requisito refiere a la consolidación de la cadena equivalencial, mediante la construcción de una identidad popular, que es cualitativamente algo más que la suma de los lazos equivalenciales. El pueblo —diferente de la masa— supone la existencia de una particularidad con pretensiones hegemónicas; es decir, una parcialidad que aspira a recomponer un orden social que califica como injusto. El populismo es precisamente el nombre de esa operación tropológica por la cual se construye, de manera discursiva, un pueblo en tanto identidad popular.
Como hemos anticipado, las identidades (individuales, colectivas, políticas, populares) no designan, para este prisma teórico, un “punto de llegada” ni la “cara detrás de toda máscara” (Arditi 2009), es decir, no son un núcleo duro ni un ethos común que subsiste a pesar de las apariencias y de los cambios circunstanciales. Aunque ciertamente tampoco se alude a una constante fluctuación, en la cual no hay ningún elemento al que aferrarse, al menos parcialmente y en momentos y circunstancias específicas.
La noción de identificación podría contribuir a zanjar ese dilema entre el permanente dinamismo y la parcial fijación de las identidades. La identificación supone el autorreconocimiento en algo, en alguien, o en algún elemento que ese algo o alguien represente, es decir, designa el momento específico de “enganche” con algún rasgo que reconocemos como propio (Navarrete-Cazales 2015). Son las sucesivas identificaciones las que estarían en la base de un proceso de construcción identitaria. Dicho en otras palabras, la pregunta por la identidad solo podría responderse a partir de las sucesivas identificaciones que nos constituyen en un momento particular y específico, y que variarán con el tiempo y en función de las diferentes circunstancias históricas y contextuales.
De modo que los actores que componen un colectivo social determinado pueden apelar a diversas identificaciones de acuerdo con el escenario en el que se desenvuelven. Por ejemplo, un movimiento u organización social podría identificarse con algún rasgo en particular (podrían reconocerse como mujeres, mestizas, ecologistas u obreras), dependiendo de las relaciones de equivalencia y alteridad que se vayan trazando. A su vez, alguno de estos clivajes podría sobredeterminar, amarrar o anudar a otros (el género femenino, por ejemplo), identificación que será “bandera” del accionar del grupo (la lucha por la igualdad en contra del sistema patriarcal), y que primará, parcialmente, sobre el resto de los atributos (la raza, la clase, la edad, entre otros posibles).
Los denominados “estudios poslaclausianos”8 han contribuido a esclarecer y especificar esta cuestión. Siguiendo los supuestos básicos de la teoría política del discurso, estos abordajes toman distancia de la búsqueda de un fundamento o esencia capaz de explicar “la identidad” de un grupo, al tiempo que no renuncian al reconocimiento de algunos —varios y cambiantes— elementos capaces de articularse en un proceso identitario y, en ciertas condiciones contextuales, en un discurso populista. La clave se halla en dar cuenta de las relaciones de poder específicas que inciden en que un elemento, rasgo o característica particular logre erigirse como un universal que pueda definir —temporal y parcialmente— la identidad de un sujeto político, ya sea un actor, un colectivo, una organización, un movimiento, entre otros.
En consecuencia, las sucesivas identificaciones (o procesos identificatorios), que están en la base de las identidades políticas, van estableciendo no solo cierta coherencia discursiva (que se hace visible en una serie de demandas y repertorios compartidos), sino también un “investimento o apego afectivo” (Schaufler y Passerino 2014), una “ jouissance” (Mouffe 2009),9 que se traduce en imágenes de sí mismo y del mundo, en proyecciones y “fantasías”10 capaces de movilizar acciones y emociones.
Ahora bien, como venimos señalando, el correlato lógico de los procesos de identificación es la diferenciación con algo más. Es decir, reconocernos en algún elemento-rasgo-característica de algo o alguien, supone también desconocernos en otros elementos-rasgos-características, al tiempo que tomamos distancia y trazamos fronteras políticas respecto de los mismos. De allí que todo proceso identificatorio es, a la vez, un proceso de desidentificación, que supone la expulsión de aquello que no somos, con el fin de constituirnos (Laclau 2005).
En esta línea de entendimiento, los estudios poslaclausianos han procurado abarcar tanto los procesos de identificación como de desidentificación que se ponen en juego en la constitución y redefinición de las identidades políticas. Ello quedaría en evidencia en las propuestas de diversos autores que, inspirados en la perspectiva laclausiana, procuran operacionalizar la categoría de “identidades políticas”. De allí que establecieron dimensiones y claves de análisis que facilitaron y, en efecto, promovieron numerosos estudios empíricos. En ocasiones, dichas disquisiciones permitieron ir “más allá” de los postulados iniciales de Laclau, al profundizar y especificar asuntos y problemas no del todo explícitos en la teoría; entre ellos, las posibles o eventuales diferenciaciones entre la lógica del populismo, la de lo político y los modos de constitución de un pueblo. En la siguiente sección avanzamos sobre estos temas; aquí nos centramos en sistematizar la operacionalización de los procesos identitarios de dos investigadores formados con Laclau y que intervinieron su perspectiva.
La propuesta de Aboy Carlés (2001; 2007) incluye tres dimensiones a tener en cuenta para estudiar las identidades políticas: en primer lugar, la dimensión representativa que implica toda identidad; es decir, el proceso de construcción de equivalencias de demandas diversas en torno a un significante que subvierte su contenido particular para asumir la representación de un universal que las amarra, anuda o aglutina. En segunda instancia, la dimensión de la alteridad frente a otras identidades; esto es, la diferenciación radical (el trazado de una frontera) con un otro excluido. Finalmente, la dimensión de las tradiciones, que alude al contexto-horizonte que enlaza el presente de la identidad con un pasado y un porvenir.
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