contenido particular, promesa de plenitud y otredad. El primero de estos factores remarca el carácter incompleto de toda estructura discursiva e identitaria, ya que la única posibilidad de un cierre, aunque precario y contingente, deriva de la presencia de un “exterior constitutivo” (Laclau 2005); como la estructura nunca termina de completarse, resulta incapaz de determinar al sujeto en forma absoluta y solo lo haría parcialmente. El segundo elemento alude a la propuesta y la reivindicación específica que una identidad representa, es decir, su contenido, en tanto respuesta a una demanda insatisfecha. En relación con ello, emerge un tercer factor, ya que todo contenido particular lleva dentro de sí una promesa de plenitud más amplia, que trasciende la demanda concreta para asumir un carácter más general. En cuarto lugar, la otredad supone la existencia de algo de lo cual diferenciarse, para establecer la propia identidad. Ese “otro” genera tensiones constantes y cumple dos papeles paradójicos: impide la plena constitución de la identificación a la que se opone, pero, a su vez, es parte de sus condiciones de existencia (Laclau 2000). Es decir, bloquea la identidad plena/cerrada, pero permite su constitución de modo parcial/precario.
Los elementos mencionados por Barros se vinculan estrechamente con las dimensiones presentadas por Aboy Carlés para los estudios identitarios. Así, la relativa estructuralidad se contempla en la dimensión de las tradiciones; mientras que el contenido particular y la promesa de plenitud se acercan a la dimensión representativa; y, por último, la otredad remite a la dimensión de la alteridad. Vale subrayar la especial importancia de tales procesos para analizar la trama de relaciones en que se inscriben las identidades, las regularidades que logran afirmar —al menos parcialmente— y las rupturas de esas sedimentaciones a partir de la emergencia del conflicto.
Los aportes de Jacques Rancière (1996; 2004) —especialmente recuperados en los trabajos de Barros (2006; 2010; 2017)— destacan, justamente, la implicancia mutua entre las nociones de conflicto y de desacuerdo, y los procesos de identificación política. Esa profunda vinculación se expresaría, al menos, en tres sentidos fundamentales: primero, la constitución de una identidad política supone la diferenciación y la negación de un nombre impuesto por otro, esto es, el distanciamiento de aquellos lugares y roles a los que “naturalmente” estaríamos destinados (“las mujeres para la vida privada en el hogar”, “los indígenas para las labores del campo”, “los ‘cabecitas negras’ para el trabajo manual”, por mencionar algunos ejemplos). En palabras del autor, se trata de resistir a la lógica policial que marca “la asignación de las personas a su posición y su trabajo” (Rancière 2004, 30).
En segundo término, la identificación/desidentificación marca la diferenciación con un “otro” al que los sujetos dirigen sus demandas. Ello se produce aun cuando ese otro es quien niega la legitimidad de dichas demandas para tomar parte en la definición de lo público. Así, por ejemplo, identificarse como un movimiento social o político determinado implicaría desidentificarse del Estado, que muchas veces se presenta como el principal demandado y, a la vez, como responsable de que las demandas de ese colectivo permanezcan insatisfechas.
Tercero, todo proceso de identificación política muestra su carácter imposible, explicitando algo que se es, pero que, al mismo tiempo, no se logra ser. Por ejemplo, me declaro como “obrero y ciudadano argentino”, pero ¿puedo serlo cuando las desigualdades socioeconómicas me impiden un ejercicio pleno de mis derechos civiles?; o, en otro caso hipotético, me declaro “argentina y perteneciente a un pueblo originario, o afrodescendiente y colombiana”, pero ¿puedo serlo cuando en la experiencia histórica nacional se pretendió invisibilizar esas identidades mediante un proyecto de nación homogénea y mestiza?
En consecuencia, lo interesante es que las identificaciones y desidentificaciones —que estabilizan en forma parcial una identidad— podrían, en determinados contextos, enlazarse de un modo polémico, esto es, de manera que cuestionen los lugares “naturalmente” asignados —y los disloquen—,12 explicitando el carácter desigual de la comunidad y, fundamentalmente, al inscribir esa crítica en una posibilidad de transformación. Es esa potencial capacidad dislocatoria de las identidades políticas la que cobra especial relevancia a la hora de pensar en las identidades populares (y en los populismos). A continuación ahondamos en esta línea de análisis.
Profundizaciones y disquisiciones analíticas para el estudio de identidades populares y articulaciones populistas
La pregunta clave que atraviesa este capítulo —y que, a su vez, se despliega a lo largo del libro— en torno al vínculo entre las ideas precedentes sobre las identidades y los modos identificatorios con la cuestión de los populismos requiere algunas precisiones. De ellas nos ocupamos en seguida.
Desde algunas contribuciones más recientes que han avanzado sobre los postulados de la teoría política del discurso, se ha advertido una posible limitación en la obra de Laclau, pues en ocasiones se equiparan nociones centrales de la teoría, como las categorías de lo “popular”, el “populismo” y la “política”.
En un libro colectivo titulado Las brechas del pueblo. Reflexiones sobre identidades populares y populismo, Gerardo Aboy Carlés, Sebastián Barros y Julián Melo (2013) se detuvieron en abordar las vinculaciones y distinciones entre las identidades populares y los populismos. La tesis que atraviesa dicha obra y que cada autor indaga de manera distinta, afirma que las identidades populares, en tanto identidades políticas específicas, no necesariamente suponen procesos populistas, pues habría diversas posibilidades articularias de “lo popular”. En otros términos, los populismos son una posibilidad articulatoria más entre otras alternativas ciertamente infinitas, pero de las cuales conviene comenzar a indagar, precisar e investigar.
Conforme con los señalamientos de Aboy Carlés (2013), las identidades populares básicamente designan un
[…] tipo de solidaridad política que emerge a partir de cierto proceso de articulación y homogenización relativa de sectores que, planteándose como negativamente privilegiados en alguna dimensión de la vida comunitaria, constituyen un campo identitario común que se escinde del acatamiento sin más y la naturalización de un orden vigente. (Aboy Carlés 2013, 21)
Estas identidades, que no son per se mayoritarias ni objetivamente subalternas, se caracterizan por su oposición a un orden establecido, ya sea político, social, sexual, económico o de otra índole.
El autor ensaya tres formas o tipos posibles de las identidades populares: totales, parciales o con pretensión hegemónica.
Las identidades populares totales se caracterizan por aspirar a un tipo reducido de unidad política; una unidad que no deja de ser un universal, pero en esa aspiración no hay espacio posible para algún tipo de intercambio con el “otro” antagonista o con los adversarios, pues estas identidades se autopresentan como “el todo comunitario”. Un ejemplo característico mencionado por el autor para explicitar el procesamiento “total” de las alteridades es la estrategia delineada por Frantz Fanon en Los condenados de la tierra (1965 [1961]), una obra de amplia difusión en América Latina, África (especialmente en Argelia) y en el denominado “Tercer Mundo” durante las décadas de los sesenta y los setenta. En su libro, Fanon argumentó el exterminio o la expulsión de los colonizadores por medio del uso de la violencia como un método legítimo (y necesario) para emprender una lucha anticolonial a gran escala. De modo que la estrategia de Fanon podría entenderse como la constitución de una identidad popular, en la cual una parte del pueblo, la plebs (en este caso, todos los excluidos y explotados por el orden colonial), “buscaron intransigentemente convertirse en populus”13 (Aboy Carlés 2013, 29). Ciertamente, otras experiencias totalitarias como el nazismo, el estalinismo, las operaciones de limpieza étnica de la antigua Yugoslavia, entre tantas otras, entrarían también en esta caracterización (p. 29).
Las identidades populares parciales son la contracara de las anteriores, pues en ellas prima una suerte de “encierro endogámico” en sus reivindicaciones particulares, elemento que les impide articularse con otras y aspirar