Ana Cabana Iglesia

La derrota de lo épico


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colectivas, en el sentido de que la crisis política opera a modo de desencadenante de estas. Su situación de fortaleza o debilidad, en tanto que enfatiza o diluye el nivel de control social o represión con el que responden las autoridades, se convierte en un factor explicativo relevante del grado y las formas que adquiere la conflictividad. Es lo que Donatella Della Porta (1995) denomina policing of protest.

      Hasta después del fin de las guerras carlistas, en 1840, y del paulatino asentamiento del régimen liberal, pese a los continuados enfrentamientos ideológicos y la precariedad económica, no cambiaron los objetivos de la conflictividad rural. Estos comenzaron a concretarse en las disposiciones estatales, más precisamente en el remozado sistema tributario, las nuevas formas de reclutamiento militar y la legislación forestal. Como clase subalterna que era, el campesinado entendió las atribuciones del Estado liberal como una fuerza externa que trastocaba sus marcos de existencia y autogestión y, en ese sentido, generadora y foco de conflictividad. La presencia de un Estado en proceso de consolidación provocó la desaparición de viejos motivos de conflicto, pero generó nuevas causas y, paralela y subsidiariamente, también nuevas formas de protesta. La resistencia frente a la penetración de la propiedad privada, las quintas o la desarticulación del comunal se manifestó a través de medios habituales y conocidos de acción colectiva, continuistas con los empleados contra los señores feudales. No obstante, con ellos se combinó otro tipo de protesta que, por sus características, no puede ser catalogada como acción colectiva, pero que no por eso dejó de ser lesiva para el Estado, que la consideró también punible. Así, métodos como la emigración o la automutilación, ambos mecanismos de resistencia ante el reclutamiento militar, se intercalaron con formas como los motines contra las contribuciones o los pleitos en defensa de los derechos de propiedad y uso de las tierras comunales, como bien ha relatado Xesús L. Balboa (1988 y 1990). Sin duda, la reforma agraria liberal se convirtió en el principal «pretexto para la acción» (González de Molina, 2000) y la protesta predominante tuvo las características de un conflicto comunitario en defensa de un modo de uso de los recursos y de un tipo de relaciones sociales, frente a la implantación de la propiedad privada y de la mercantilización cada vez mayor de elementos precisos para la producción y reproducción campesina.

      El agrarismo sirvió de canal de interacción entre élites procedentes del mundo rural y el campesinado, de vehículo de relación con el poder local, de entramado difusor del cambio técnico y de colchón atenuante de las transformaciones del mercado, así como, y es lo que aquí nos interesa, de catalizador del conflicto social en el medio rural. Entre 1900 y 1936 muchos de los motivos y de las formas de expresión de conflicto mantienen su carácter secular, pero aparecen nuevas formas y la acción colectiva consigue inéditas dimensiones en virtud de la aparición de soportes organizativos potenciados por el movimiento agrarista. El agrarismo conlleva nuevas formas de organización (sindicatos y sociedades) dirigidas a la compra colectiva de inputs agrícolas (fertilizantes, plaguicidas, semillas seleccionadas, etc.) o a la comercialización de la producción excedentaria (venta colectiva de ganado vacuno salvando intermediarios, etc.), pero también a la lucha colectiva, con un programa de reivindicaciones y un esfuerzo subsidiario de la acción estatal en ámbitos como el educativo o el de la divulgación agronómica. Hábitos colectivos como la participación en mítines o en las «fiestas agrarias» se generalizaron junto al uso de medios de protesta novedosos entonces como la huelga y la manifestación.

      Estas formas colectivas de movilización que se institucionalizan a través de las sociedades agrarias tienen como complemento las fórmulas de bajo impacto que no desaparecen a pesar de que el marco político diera pie a las otras. Así, coexistieron con esas novedosas «formas ordenadas de protesta» (Cruz Artacho, 2000: 174) estrategias de protesta cotidiana. Precisamente, una relectura de estos espacios de conflictividad campesina muestra que estas formas de protesta encontraron acomodo en un escenario definido por la imposición del aparato estatal y en el proceso de diferenciación interna de la comunidad campesina gallega, todo ello por efecto del avance de la mercantilización de sus economías en su adaptación a las prácticas capitalistas. Son formas percibidas por el Estado como delictivas y, en puridad, no son ni más ni menos que el resultado de estrategias que pretendían mantener vigentes tradiciones en el sistema de producción y reproducción social ante las transformaciones provocadas por la consolidación del Estado.

      Como hemos expuesto, la conflictividad histórica del agro gallego se define por la presencia continuada desde el Antiguo Régimen de formas como pleitos, fraudes, boicots e intentos de evasión que, durante una treintena de años (el primer tercio del siglo XX), compartieron protagonismo con huelgas o manifestaciones. Formas todas ellas dirigidas no a derrocar el orden establecido y provocar un cambio revolucionario del sistema político, sino a defender los modos de vida y a asegurar el mantenimiento de sus lógicas reproductivas, minimizando los aspectos más opresivos del sistema. Convenimos con Julián Casanova cuando señala que

      los motines de subsistencia, las revueltas antifiscales, las roturaciones ilegales, la oposición a la pérdida de los derechos comunales o los motines antiquintas son fenómenos que influyen en la formación y ampliación del Estado nacional, mecanismos a través de los que políticos, élites sociales y económicas, y las clases populares disputan, y al disputar alteran, qué es el Estado, (...) y quién tiene acceso a los recursos (Casanova, 2000: 299).

      Nuestro estudio indica que las formas que toma la conflictividad rural en Galicia durante el franquismo no son ni novedosas ni ajenas a las empleadas históricamente. Al revés, el repertorio de protesta se compone de fórmulas que le son propias y dan respuesta a sus lógicas y racionalidades. Es más, son formas que ya habían demostrado su valía en el curso histórico para frenar la extensión del poder de las élites o del Estado, es decir, las imposiciones de aquello que era visto como demandas no razonables e incluso ofensivas por parte del campesinado. La cuestión está, por lo tanto, en dar respuesta a cómo se llevó a cabo la actualización de las formas de protesta, qué permitió dicha «puesta al día» y en qué consistieron, de haberlas, las innovaciones introducidas en el repertorio, siempre modelizadas por la posición del Estado, o del poder en general, frente a la expresión de descontento y disconformidad.

      Porque el potencial de comparación de la conflictividad existente no viene dado únicamente por la semejanza de la acción estatal frente a las comunidades rurales de países con regímenes comparables al franquismo. Como comenta Tilly (1986), el repertorio de actuaciones no es solo un conjunto de formas de acción colectiva practicadas, es una creación cultural que resulta del pasado de movilizaciones emprendidas hasta entonces, es la recuperación de formas de lucha que le son propias. En consecuencia, debe tenerse en cuenta como factor explicativo central de su naturaleza en la medida en que esas formas de lucha vienen determinadas por oportunidades y/o constricciones coyunturales percibidas por la sociedad. Es a partir de esta percepción, definida por la interacción con el poder estatal, desde donde se configura la panoplia de formas de protesta, como bien ha explicado R. Durán (2000). Resulta destacable, por tanto, la importancia de la huella de los fenómenos de conflictividad pasados, incluso históricos, cuyos modos pueden ser rastreados en las fórmulas presentes.