Evidentemente, el cuestionamiento del sistema de gestión comunal y la penetración del individualismo en la mentalidad campesina durante el siglo XX incorporaron elementos desestructurantes novedosos que iban en contra de los pilares de la comunidad –como la ética de subsistencia–. Pero, aun así, al menos durante las primeras dos décadas del franquismo, será la comunidad rural la que demuestre su fortaleza, hasta convertirse en el sostén de la conflictividad.
La comunidad es una agrupación humana que ha sido concebida teóricamente como «preindustrial», evidenciando un prejuicio bastante arraigado en las perspectivas de la economía clásica y en las teorías de la modernización: la incapacidad de los entramados comunitarios para adaptarse a los procesos de evolución del campesinado propios de la contemporaneidad. Basta hacer referencia a los tópicos asumidos desde la teorización de Weber sobre comunidad y mercado, como conceptos antagónicos, y las asunciones teóricas marxistas de la comunidad rural, con la idea de subsistencia y con el principio del inmovilismo, refrendando una visión con tintes legendarios de comunidad cerrada identificada por Eric Wolf. Pero la permanencia de la comunidad rural trasciende en el tiempo y su desaparición parece no haber finalizado en el periodo de nuestro estudio. No se trata, ni mucho menos, de negar que la introducción de las lógicas de mercado y la acción estatal pusieran en entredicho y desafiaran el entramado de valores y sistemas de solidaridad que la definen.13 Entendemos además que la cultura de resistencia no es privativa de las comunidades rurales, sino que también es propia de otros agregados que están bien lejos de caracterizarse por estar cerrados y ser ajenos a las influencias exteriores.14
Es necesario introducir una precisión conceptual. Hablamos de comunidad para remitir a un tipo de prácticas culturales y materiales que no están institucionalizadas o formalizadas, sino arraigadas en la costumbre. No pretendemos dar idea de unidad ni de homogeneidad de la comunidad rural a partir de estos preceptos y caer en falaces romanticismos: ni colectivismo, ni igualitarismo, ni aislacionismo son sus características definitorias.15 Las comunidades tienen intereses comunes, pero sus componentes se diferencian por sus distintas posibilidades de acceso a la propiedad y a los recursos, al control de las decisiones o al poder local, y por una marcada gradación económica, cultural, etc. Las comunidades rurales gallegas se caracterizaron históricamente por su diversidad, por el interclasismo y por las relaciones de reciprocidad asimétricas que de estas desigualdades se derivaban. Una comunidad, en puridad, es un agrupamiento de individuos envueltos en patrones de interacción regular dentro de una gran heterogeneidad. Esta realidad no está enfrentada con la existencia de cohesión, al contrario, solamente rompe con la idea mitificada de la comunidad unitaria y sin conflictividad interna.16 La única uniformidad es la que remite a ciertas pautas culturales, como la cultura de resistencia, y que entra en juego, sobre todo, en momentos de conflictividad exterior, cuando la comunidad se ve interpelada directamente. El sentido de pertenencia a esta subyace en la defensa de la economía moral thompsoniana, definidora de lo que se considera éticamente justo o injusto. Esta operará por tanto como movilizadora de los individuos que constituyen la mencionada comunidad.
Como señalan X. Jardón et alii (1997a) no se puede dejar de reconocer la capacidad de adaptación de las estrategias de resistencia campesina con respecto a la naturaleza del poder al que se enfrentan en cada época histórica. Pero tampoco se puede obviar que el repertorio de protesta estaba conformado por unas formas básicas que se mantuvieron en el tiempo y que fueron simplemente actualizadas para convertirlas en más efectivas, tanto para conseguir sus fines como para evitar la represión. Convenimos en que los diferentes repertorios de protesta puestos en práctica están vinculados al contexto en el que surgen, pero también que son el resultado de una historia compartida y de los constreñimientos estructurales y culturales de los protagonistas de la dinámica de conformación.
LA RESISTENCIA CIVIL EN EL AGRO GALLEGO EN LAS DÉCADAS DE LOS CUARENTA Y CINCUENTA
El régimen franquista nació para imponer su ideología y para reprimir cualquier forma de conflicto, para obtener, por tanto, la paz social. Hasta ahora se ha mantenido que en el agro gallego se obtuvo plenamente tal objetivo, al menos durante las primeras décadas de su existencia, pues la resignación social parecía total, ya fuera por la intensidad de la represión, ya por el control social, ya por la afinidad de la población rural para con los principios del régimen o el total acuerdo con sus disposiciones.
A primera vista parece que existe un desfase entre la situación socioeconómica empobrecida de los labradores gallegos y una posición no correspondientemente activa y contestataria, sino, por el contrario, resignada y fatalista. Y para este embarazoso conservadurismo es para lo que se intenta encontrar una explicación. El aparato propagandístico siempre dio gran relevancia a la existencia de un amplísimo soporte popular al régimen. La asistencia masiva a los grandes actos de apoyo y exaltación de los principios del régimen y de sus autoridades es la evidencia que de este apoyo popular recogen los periódicos y la radio. Pero que la mayoría de la población había optado por una vida discreta que no llamase la atención no implica que no hubiera quien mostrara su disconformidad con el régimen de manera puntual, de forma aislada, o que se negara a obedecer a sus llamamientos. El franquismo manipuló los medios de comunicación para justificar su dominación, pero existió un amplio sector de la población que, sin tener antecedentes izquierdistas, sin haber colaborado en contra del golpe de Estado, se vio desfavorecido por determinadas políticas puestas en marcha por el régimen y mostró su descontento y/o protestó. Esta actitud de rechazo era claramente percibida por las autoridades franquistas, aunque públicamente afirmaran lo contrario. Como bien destacó Ian Kershaw (1983) para la Alemania nazi, una cosa es la «opinión pública», construida por la propaganda del régimen, y otra es la «opinión popular», condicionada pero independiente de la anterior, en la que se expresaba el disenso con respecto a las medidas estatales.
La visión de una Galicia sumisa y afín al régimen es la que se refleja en la prensa y en los discursos en los que no se deja de alabar sus múltiples contribuciones a la «causa». No es preciso recordar la importancia dada por el régimen a las centrales propagandísticas y al control de los medios de comunicación, con el fin de hacerse presente en el día a día de la población. El aparato policial era el único que igualaba en categoría al propagandístico, encargado de censurar y lanzar consignas que, por repetidas y publicitadas, se convirtieron en aceptadas. La censura constituyó la principal herramienta de deformación de las «valoraciones fuertes» que la población rural tenía sobre sí y sobre lo que estaba sucediendo. Luis Moure Mariño afirmaba que «Galicia se sumó al Movimiento de una manera espontánea, sencilla, desbordante de limpia naturalidad» (Moure, 1939).17 Y el general Cabanellas calificó de «despensa y criadero» el papel de Galicia en la Guerra Civil. Antonio Rosón escribía en El Progreso de Lugo:18
Desde el Glorioso Alzamiento Nacional podemos sostener con legítimo orgullo que la provincia de Lugo (...) no aparece ya como una comarca inédita. Aquello de la inacción y pasividad de Galicia con un género especial de vitalidad resignada queda para siempre desmentido por el hecho de su magnífica contribución a la guerra; tan considerable que mereció el reconocimiento del Caudillo en el discurso del 21 de agosto al decir que «un 50 o 60 por 100 de las columnas llevaba sangre gallega». Y si de esta aportación de sangre –la más valiosa y decisiva– descendemos al orden de la economía de guerra, también se recuerda con cifras impresionantes lo que respecto al abastecimiento hizo entonces nuestra provincia (...).
En los informes de la Delegación General de Seguridad sobre la provincia de Pontevedra en 1942, se comenta:
a excepción de la capital, fue siempre una de las más apolíticas de España (...) salvo raras