Ana Cabana Iglesia

La derrota de lo épico


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alemán, según ha puesto de manifiesto Martin Broszat (1991), la oposición se alzó exclusivamente en las fases inicial y final del régimen, quedando la resistencia civil como única protagonista de la intermedia. Son momentos caracterizados por una visión posibilista sobre el derrumbe del sistema, ya fuera basada en las esperanzas infundidas por la situación exterior (la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial), ya en perspectivas interiores (la decadencia personal del dictador y, con él, de su régimen). En la fase intermedia, la más larga en el tiempo, cuando se da la efectiva consolidación del poder franquista, la oposición se debilitó tremendamente y el descontento se expresó en exclusiva mediante actos de resistencia civil. Se trata de una resistencia de carácter mucho más funcional y amplia a las reglas e imposiciones franquistas, nuevas reglamentaciones que infringían los patrones de vida cotidiana y las normas internas de convivencia. Estas provocaron una escalada de actitudes en contra, desde las más aparentemente triviales, pasando por actitudes indolentes y de falsa ignorancia, hasta respuestas de protesta más organizadas.

      Lo que cambió en los años setenta no fue la aparición del descontento, sino las metas y las formas de organización de este. La inflexión observada en los esfuerzos organizativos de la oposición hay que ponerla en relación con los cambios sufridos por la población del rural, por el régimen y con la politización de ese descontento y no en función de un descontento ex novo con respecto al régimen franquista.

      1. La Segunda Guerra Mundial: un antes y un después

      En la etapa de resistencia que nos interesa por la acotación temporal de nuestro trabajo, la primera, conviven oposición y resistencia civil. La importancia del contexto internacional que, como las diferentes teorías sobre revoluciones tratan de explicar, contribuye a fortalecer o debilitar los movimientos de protesta, está muy presente en la configuración del tipo de protesta ante el franquismo en este periodo, y define dos subperiodos.

      La influencia del conflicto armado europeo no es algo exclusivo del caso español. Fernando Rosas (1995) describe la agitación social que recorrió los campos portugueses durante la Segunda Guerra Mundial, sobre todo entre 1941 y 1945. La tensión, señala el historiador portugués, se dejaba sentir en la documentación oficial y estaba en relación con la protesta contra la requisa obligatoria de productos de primera necesidad y la inoperatividad del sistema de racionamiento salazarista.

      Como acertadamente advierte Óscar J. Rodríguez al estudiar el impacto que el conflicto armado europeo tuvo en la provincia de Almería, la Segunda Guerra Mundial es

      un acontecimiento que llenará de esperanza e ilusiones a las personas de sentimientos antifranquistas (...) Aquellos que asistieron impotentes a la derrota de la República, pusieron sus esperanzas en la intervención de las potencias democráticas tras la victoria en la Segunda Guerra Mundial (Rodríguez Barreira, 2007: 229-230).

      Y a pesar de que en muchos informes sobre el «ambiente» reinante realizados por las autoridades falangistas en las provincias gallegas se trata de mostrar una total normalidad, se deja entrever que la guerra europea era un asunto seguido y comentado por la población. En un parte quincenal correspondiente a julio de 1940, el jefe de Falange en Lugo insistía en que «si existe alguna característica especial en Lugo es la indiferencia en una inmensa masa de población», aunque puntualiza a continuación que

      Pese a los intentos de las autoridades por negar que hubiera algún tipo de concienciación e interés por parte de la población, la evolución de la guerra europea era sentida como un problema en relación con el ambiente reinante en Galicia. En los casos en los que el ocultamiento no era expreso, los informes dan cuenta de que la opinión popular era mayoritariamente «simpatizante de Inglaterra» y de que había una

      mayoría muy absoluta de partidarios de los aliados, lo son los ricos por su creencia de que una orientación inglesa pudiera satisfacer mejor sus ambiciones y también lo son los pobres por la tendencia a conseguir su redención a través de las democracias. En estos sectores, a través del bulo y del comentario clandestino, se abriga cierta seguridad de que las naciones del Eje perderán la guerra.

      El análisis del jefe de Falange de Lugo acaba con la conclusión de que esta situación se debía a «una tenaz incomprensión general». En la provincia de Pontevedra se insiste en que la población rural «apenas sigue las incidencias de la guerra», pero

      Lo que está claro es que, como expone Francisco Sevillano (2000), la Segunda Guerra Mundial dio lugar a una intensa politización de los sectores más concienciados de la sociedad, pero más allá de esto, añadimos nosotros, supuso un revulsivo para el conjunto de la población. No estamos hablando de un interés general por las cuestiones políticas, sino de la movilización y aprovechamiento de informaciones contradictorias y de los bulos extendidos por grupos opositores que demuestran cierto grado de independencia con respecto al ascendente de lo establecido por el poder. Oficialmente, el rural gallego era un espacio en comunión con las directrices dadas desde el sistema, un espacio en el que no había lugar para la existencia de una opinión popular que no fuera totalmente seguidora de los preceptos de Falange, un espacio, en fin, donde no tendría cabida la intranquilidad debida a un comportamiento no afín.

      La Segunda Guerra Mundial vino a demostrar que la sociedad rural no era apática, que era permeable a la labor de los grupos opositores y que no era favorable a las potencias del Eje, rompiendo así con la publicitada «comunidad nacional». Insultos cada vez menos escondidos, comentarios sobre «arreglar las cuentas» realizados por familias de represaliados, rumores tramposos sobre la situación de la guerra expandidos a conciencia, multas más duras por escuchar la radio, etc., dejan entrever que la «calma», siempre aducida por las autoridades locales, no era total. Como diría P. Morgan, existe un comportamiento que, si bien no se puede tildar de descontento político para con el régimen, denota «distancia psicológica» (Morgan, 1999: 163) con respecto a las disposiciones oficiales.