andando por el jardín trasero de la casa, y probó a hacerle preguntas con el fin de enterarse de si ella era adecuada, por su nacimiento, para convertirse en la esposa de alguien como Frank Gresham. Solían pasear juntos cuando él se encontraba en casa las tardes del verano. No era muy frecuente, porque sus horas de trabajo eran muchas, es decir, entre el desayuno y la cena, pero los minutos que pasaban juntos los consideraba el médico como los más agradables de su vida.
—Tío —dijo ella al cabo de un rato—, ¿qué opinas de la boda de la señorita Gresham?
—Bueno, Minnie —tal era el nombre cariñoso con que se dirigía a ella—, no es que pueda decir que lo haya pensado mucho, ni creo que nadie lo haya hecho.
—Ella sí debe pensarlo, claro, y él también, supongo.
—No estoy seguro de eso. Alguna gente nunca se casaría si se molestara en pensarlo.
—¿Por eso no te has casado tú, tío?
—O por eso o por pensarlo mucho. Lo uno es tan malo como lo otro.
Mary no había logrado llegar a la cuestión aún, así que tuvo que desviarse y volver a empezar.
—Pues he estado pensándolo, tío.
—Eso está muy bien y me ahorrará la molestia, y a la señorita Gresham también. Si lo has pensado bien, bastará.
—Creo que el señor Moffat es alguien sin familia.
—Arreglará esa situación cuando tenga una esposa.
—No seas ganso, tío. Y lo que es peor, un ganso muy provocativo.
—Sobrina, tú eres otra gansa. Y lo que es peor, una gansa muy tonta. ¿Qué nos importa a ti y a mí la familia del señor Moffat? El señor Moffat tiene algo que le sitúa por encima del honor familiar. Es un hombre muy rico.
—Sí —dijo Mary—, sé que es rico y supongo que un hombre rico lo puede comprar todo, excepto una mujer que valga la pena.
—Que un hombre rico lo pueda comprar todo —dijo el médico— no significa que el señor Moffat haya comprado a la señorita Gresham. No me cabe la menor duda de que son tal para cual —añadió con aires de autoridad decisiva, como si diera por acabado el asunto.
Pero su sobrina estaba decidida a no dejarle terminar.
—Veamos, tío —dijo—, sabes que estás fingiendo tener sabiduría mundana, lo que, al fin y al cabo, no es sabiduría para ti.
—¿Lo crees así?
—Sabes que sí. Y en cuanto a lo impropio de discutir la boda de la señorita Gresham...
—Yo no he dicho que fuera impropio.
—Ya lo creo. Claro que pueden discutirse estas cosas. ¿Cómo podemos formarnos una opinión si no es mirando las cosas que nos rodean?
—Ahora me vas a reñir.
—Querido tío, ponte serio conmigo.
—Entonces, con seriedad, espero que la señorita Gresham sea muy feliz como señora Moffat.
—Sé que así lo esperas y yo también. Tengo esa esperanza aunque no tengo motivos para esperarlo.
—La gente siempre tiene esperanzas sin motivos.
—Bueno, entonces así lo espero. Pero, tío...
—¿Sí, querida?
—Quiero tu opinión verdadera y real. Si fueras una muchacha...
—Soy del todo incapaz de darte una opinión basándome en una hipótesis tan extraña.
—Bien; pues ponte en el lugar de un hombre casado.
—La hipótesis sigue siendo remota.
—Pero, tío, yo soy una muchacha y puede que me case, o, en cierto modo, pienso casarme algún día.
—Esta última alternativa es verdaderamente posible.
—Por tanto, al ver que un amiga da este paso, no puedo hacer conjeturas como si yo estuviera en su lugar. Si yo fuera la señorita Gresham, ¿haría bien casándome?
—Pero Minnie, tú no eres la señorita Gresham.
—No, soy Mary Thorne. Es algo muy distinto, lo sé. Supongo que yo puedo casarme con alguien sin degradarme.
Era casi malévolo por su parte decir esto, pero no tenía la intención de decirlo en el sentido que parecía. No había logrado llevar a su tío a la cuestión que deseaba por el camino que había planeado y, al buscar otra ruta, había caído de repente en lugares desagradables.
—Lamentaría mucho que mi sobrina creyera eso —dijo él— y lamento, además, que lo diga. Pero, Mary, en honor a la verdad, apenas sé dónde me quieres llevar. Creo que no tienes la mente clara ni tampoco las palabras adecuadas.
—Te lo voy a decir, tío —y, en vez de mirarle a la cara, bajó la mirada hacia la hierba que yacía a sus pies.
—¿Y bien, Minnie? ¿Qué pasa? — y le tomó ambas manos entre las suyas.
—Creo que la señorita Gresham no debería casarse con el señor Moffat. Lo creo porque la familia de ella es alta y noble y porque la de él es baja e innoble. Si se tiene una opinión hecha al respecto, no cabe más que aplicarla a lo que nos rodea. Yo he aplicado mi opinión al caso. El siguiente paso será aplicársela al mío. Si yo fuera la señorita Gresham, no me casaría con el señor Moffat aunque él nadara en oro. Sé cuál es el rango de la señorita Gresham. Lo que quiero saber es: ¿cuál es mi rango?
Cuando había empezado a hablar se habían parado, pero, en cuanto acabó, el médico reanudó el paso y ella echó a andar con él. El médico andaba despacio sin contestarle y ella, como loca, proseguía su cadena de pensamientos.
—Si una mujer siente que no se rebajaría casándose con alguien de rango inferior, también debería sentir que no rebajaría al hombre que amase por permitirle casarse con alguien de rango inferior al suyo, es decir, casarse con ella.
—Eso no se sigue —replicó con rapidez el médico—. Un hombre eleva a la mujer a su nivel, pero una mujer adquiere el rango del hombre con quien se casa.
Volvieron a quedarse en silencio y reanudaron el paseo. Mary tomaba al tío del brazo con ambas manos. Estaba decidida a llegar a la cuestión y, después de meditar bien cómo iría mejor, dejó de andarse por las ramas e hizo la pregunta directa.
—¿Los Thorne son una familia tan buena como los Gresham?
—Desde el punto de vista genealógico, sí, querida. Es decir, cuando me dedico a ser un viejo tonto y a hablar de tales asuntos en un sentido diferente del que el mundo entero habla, puedo decir que los Thorne son tan buena familia o mejor que la de los Gresham, pero lamentaría decírselo con seriedad a alguien. Los Gresham ahora están mucho más alto en el condado que los Thorne.
—Pero son de la misma clase.
—Sí, sí. Wilfred Thorne, de Ullathorne, y nuestro amigo el hacendado son de la misma clase.
—Pero, tío, Augusta Gresham y yo, ¿somos de la misma clase?
—Bien, Minnie, nunca me verás a mí jactándome de ser de la misma clase que el hacendado, yo, un pobre médico rural.
—Tu respuesta no es imparcial, querido tío. Tío, ¿sabes que no me estás contestando con imparcialidad? Sabes a qué me refiero. ¿Tengo derecho a llamar a los Thorne de Ullathorne mis primos?
—¡Mary! ¡Mary! ¡Mary! —exclamó él tras una pausa de un minuto, dejando que ella le tomara las manos—. ¡Mary! ¡Mary! ¡Mary! ¡Ojalá me hubieras ahorrado todo esto!
—No te lo podía haber ahorrado toda la vida, tío.
—Ojalá sí. ¡Ojalá sí!
—Ahora