pocas. Nada hay tan fácil como tu discurso. Cuando se tiene que decir algo nuevo cada año sobre las hijas de los granjeros, hay que usar muy poco el cerebro. Veamos. ¿Cómo puedes empezar? Por supuesto, dirás que no estás acostumbrado a esta clase de cosas, que el honor que se te concede es demasiado a tu sentir, que el brillante ramillete de belleza y talento que te rodea paraliza tu lengua y todo eso. Luego proclamas que eres un Gresham hasta los tuétanos.
—¡Oh! Esto ya se sabe.
—Bueno, pues repítelo. Como es natural, después tienes que decir algo de nosotros o la condesa se pondrá hecha un basilisco.
—¿Sobre la tía, George? ¿Qué demonios puedo decir de ella cuando la tengo delante de mí?
—¡Delante de ti! Claro. Esa es precisamente la razón. Piensa en cualquier mentira que se te ocurra. Debes decir algo de nosotros. Sabes que hemos venido de Londres a propósito.
Frank, a pesar del beneficio que recibía de la erudición de su primo, no pudo evitar desear de todo corazón que se hubieran quedado en Londres, pero se lo guardó para sí. Agradeció a su primo la ayuda y, aunque percibía que su preocupación aún no se había curado, empezó a creer que saldría de la prueba indemne.
No obstante, se sintió muy deprimido cuando el señor Baker se levantó para proponer un brindis en cuanto se hubo retirado la servidumbre. Es decir, la servidumbre se retiró oficialmente, pero se quedó corporalmente en forma de hombres y mujeres, niñeras, cocineras y doncellas, cocheros, mozos de caballos y lacayos, permaneciendo de pie en la puerta para oír lo que diría el amo Frank. La anciana ama de llaves se hallaba a la cabeza de las doncellas en una puerta, casi descaradamente dentro del salón, y el mayordomo controlaba a los hombres en la otra, empujándolos hacia dentro con un movimiento como de sacacorchos.
El señor Baker no dijo mucho, pero lo que dijo lo dijo bien. Todos habían visto crecer a Frank Gresham desde que era niño y ahora tenían que darle la bienvenida entre ellos como hombre, por estar preparado para llevar con honor el amado y respetado apellido familiar. Su joven amigo, Frank, era todo un Gresham. El señor Baker omitió hacer mención de la sangre De Courcy, y la condesa, por consiguiente, se apoyó en la silla y puso cara de estar en extremo aburrida. Luego aludió con ternura a su larga amistad con el actual hacendado, Francis Newbold Gresham, y se sentó, empezando todos a beber a la salud, prosperidad, larga vida y excelente esposa de su querido joven amigo, Francis Newbold Gresham el joven.
Como es natural, hubo el acostumbrado repique de copas, más fuerte y más feliz por el hecho de que las damas aún se encontraban con los hombres. No es frecuente que las damas asistan a los brindis y, en consecuencia, lo raro de la ocasión aumentaba el gozo.
—¡Que Dios te bendiga, Frank!
—¡A tu salud, Frank!
—¡Sobre todo por tu futura esposa, Frank!
—¡Que sean dos o tres, Frank!
—¡Salud y prosperidad para usted, señor Gresham!
—¡Más poder para ti, Frank, muchacho!
—¡Que Dios te bendiga y te guarde, querido muchacho!
Y después se oyó una voz feliz, dulce, impaciente, procedente de un extremo de la mesa:
—¡Frank! ¡Frank! Mírame, te lo ruego, Frank. Estoy bebiendo a tu salud con vino de verdad, ¿a que sí, papá?
Tales eran los deseos que saludaban al señor Francis Newbold Gresham el joven cuando probó a levantarse por primera vez desde que se había convertido en un hombre.
Cuando terminó el alboroto y ya casi se sostenía de pie, echó un vistazo a la mesa en busca de una jarra. No le había gustado mucho la teoría de su primo de fijar la vista en una botella. Sin embargo, como el momento era delicado, cualquier método era bueno. Pero, como las desgracias no vienen solas, a pesar de que la mesa estaba cubierta de botellas, él no pudo localizar ninguna. Verdaderamente, al principio no logró ver nada, porque las cosas se movían ante él e incluso los invitados parecían bailar en las sillas.
Se levantó, no obstante, y comenzó su discurso. Como no pudo seguir el consejo de su preceptor en lo tocante a la botella, adoptó su propio y sencillo plan de «señalar una cabeza del grupo» y se puso a mirar fijamente al médico.
—Os aseguro que os estoy muy agradecido, caballeros y damas, o mejor, damas y caballeros, por brindar a mi salud y hacerme tal honor y todo lo demás. Os aseguro que lo estoy. En especial al señor Baker. No me refiero a ti, Harry, tú no eres el señor Baker.
—Tanto como tú eres el señor Gresham, Frank.
—Pero yo no soy el señor Gresham ni tengo la intención de serlo en muchos años si lo puedo evitar. No hasta que celebremos otra mayoría de edad.
—Bravo, Frank. ¿Y quién será ese?
—Será mi hijo. Y será un buen muchacho. Y espero que pronuncie un discurso mejor que el de su padre. El señor Baker ha dicho que yo era todo un Gresham. Bien, supongo que sí —aquí la condesa empezó a mostrase gélida y enfadada—. Espero que nunca llegue el día en que mi padre no lo reconozca.
—No hay que temerlo, no hay que temerlo —dijo el médico, que estaba casi desconcertado por la mirada fija del orador. La condesa parecía más fría y más enojada y murmuró algo para sus adentros acerca de una casa de locos.
—Gardez Gresham, ¿eh, Harry? Fíjate en esto cuando te caigas en un agujero y yo vaya detrás de ti. Bueno. Os aseguro que os agradezco mucho el honor que me hacéis, en especial las damas, que normalmente no participan en estas cosas. Ojalá participaran más, ¿verdad, doctor? Hablando de damas, mi tía y mis primos han venido de Londres para oír este discurso, que verdaderamente no vale la pena. Pero da igual, se lo agradezco mucho —miró a su alrededor e hizo una pequeña inclinación a la condesa—. También se lo agradezco a los señores Jackson, a los señores y la señorita Bateson, al señor Baker —no te estoy agradecido a ti, Harry— y al señor Oriel y la señorita Oriel, y al señor Umbleby, y al doctor Thorne y a Mary —les ruego me perdonen, quiero decir la señorita Thorne.
Después las señoras se levantaron y salieron del comedor. Al salir, Lady Arabella besó la frente de su hijo. Luego le besaron sus hermanas y una de sus dos primas. La señorita Bateson le estrechó la mano. «Oh, señorita Bateson, dijo él, creía que me iba a dar un beso». La señorita Bateson se rió y se marchó. Patience Oriel inclinó la cabeza, pero Mary Thorne, mientras salía silenciosamente del salón, casi escondida entre los trajes de las damas, apenas dejó que sus miradas se encontraran.
Él se acercó a sujetar la puerta al paso de las damas y, mientras iban pasando, logró coger de la mano a Patience Oriel. Le tomó la mano y se la apretó un instante, pero la soltó rápidamente, para realizar la misma ceremonia con Mary, pero Mary fue más rápida que él.
—Frank —dijo el señor Gresham en cuanto se hubo cerrado la puerta—. Trae la copa aquí, hijo mío —y el padre hizo espacio para que se acercara su hijo junto a él—. Ya se ha acabado la celebración, así que puedes dejarte de ceremonias —Frank se sentó donde le había indicado y el señor Gresham posó la mano en el hombro del hijo y medio le acarició, mientras los ojos se le bañaban en lágrimas—. Creo que el médico tiene razón, Baker. Creo que nunca nos hará pasar vergüenza.
—Esto seguro de ello —dijo el señor Baker.
—No cabe la menor duda —afirmó el doctor Thorne.
El tono de las voces masculinas era muy diferente. Al señor Baker le importaba un comino. ¿Para qué? Él, como el hacendado, tenía su propio heredero, alguien que era su ojito derecho. Pero al médico... le importaba. Tenía una sobrina, claro, a la que quería, quizás como los padres aman a los hijos. Sin embargo, también había sitio en su corazón para el joven Frank Gresham.
Tras esta breve declaración de sentimientos, permanecieron sentados en silencio uno o dos minutos. Pero el silencio no era apreciado por el honorable John, así que se lanzó a hablar.
—Bonito