Anthony Trollope

El doctor Thorne


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cierta temible verdad.

      En una cuestión Mary estaba firmemente decidida. Ni la riqueza ni las ventajas sociales podían hacer a nadie superior. Si ella hubiera nacido en buena cuna, sería adecuada para un caballero. Si el más rico caballero de Europa pusiera a sus pies toda su riqueza, ella podría, si así lo sintiera, devolverle en cierto modo mucho más. Ella sabía que por mucho que pusieran a sus pies no se sentiría tentada a entregar la fortaleza de su corazón, la custodia de su alma, el dominio de su mente; no sólo eso, ni siquiera algo que se le pudiera parecer.

      ¡Si hubiera nacido en buena cuna! Entonces venían a su cabeza algunas preguntas curiosas: ¿qué es lo que hace a un caballero?, ¿qué es lo que hace a una dama?, ¿cuál es la realidad más íntima, la quintaesencia espiritual de ese privilegio que los hombres llaman rango, que obliga a inclinarse a miles y cientos de miles ante unos pocos elegidos? ¿qué es lo que concede ese privilegio, o puede concederlo o debería concederlo?

      Y ella misma se contestaba. El mérito completo, intrínseco, reconocido e individual debe conceder ese privilegio a su poseedor, sea quien sea, lo que sea y de donde sea. Así de fuerte era en ella el espíritu democrático. Aparte de esto, puede conseguirse por herencia, recibido como de segunda mano y de vigesimosegunda mano. Y así de fuerte era en ella el espíritu aristocrático. Como se imaginará, todo esto se lo había enseñado hacía tiempo su tío. Y sufría mucho por enseñarle todo esto a Beatrice Gresham, la elegida de su corazón.

      Cuando Frank afirmaba que tenía derecho a una respuesta de Mary se refería a que tenía derecho a esperarla.

      —Señor Gresham —dijo ella.

      —¡Oh, Mary! ¡Señor Gresham!

      —Sí, señor Gresham. Usted ya es el señor Gresham. Y, además, yo también debo ser la señorita Thorne.

      —Me matas, si es así, Mary.

      —Bueno, yo no digo que me muero si no es así, pero si no es así, si usted no está de acuerdo en que sea así, me echarán de Greshamsbury.

      —¡Qué! ¿Te refieres a mi madre? —preguntó Frank.

      —Claro que no me refiero a ella —contestó Mary con una mirada que casi asustó a Frank—. No me refiero a ella. Me refiero a usted, no a ella. No temo a Lady Arabella, pero sí le temo a usted.

      —¡Me temes a mí, Mary!

      —Señorita Thorne, le ruego que lo recuerde, se lo ruego. Debo ser la señorita Thorne. No me eche de Greshamsbury. No me separe de Beatrice. Es usted quien me echa, nadie más. Puedo mantenerme firme con su madre, siento que sí, pero no puedo mantenerme firme con usted si me trata de otro modo que... que...

      —¿Que qué? Quiero tratarte como a la muchacha que he elegido de entre todas para ser mi esposa.

      —Lamento mucho que haya tenido que elegir tan pronto. Pero, señor Gresham, no tenemos que bromear ahora. Sé que usted no me está lastimando a propósito. Pero si usted me vuelve a hablar o vuelve a hablar de mí de esa manera, me lastimará tanto que me veré obligada a marcharme de Greshamsbury en defensa propia. Sé que es usted demasiado generoso para llevarme a esto.

      Y así se acabó la conversación. Frank, por supuesto, subió para ver si sus nuevas pistolas de bolsillo estaban listas, adecuadamente limpias y cargadas, por si, al cabo de unos días, se le hacía la existencia insoportable.

      Sin embargo, consiguió vivir hasta el siguiente periodo, sin duda con el fin de evitar toda decepción a los invitados de su padre.

      [1] Orlando es el joven amante de A vuestro gusto, de Shakespeare.

      [2] Lucas 23, 31: «Porque si esto se hace con el leño verde, en el seco, ¿qué será?»

      [3] Sueño de una noche de verano II, i, 164.

      [4] Ver nota 2.

      Mary había logrado calmar a su enamorado con considerable propiedad. Luego le tocó la más ardua labor de calmarse a sí misma. Las jóvenes damas, en su totalidad, son quizás tan susceptibles de ternura como los jóvenes caballeros. Frank Gresham era apuesto, sociable, en modo alguno corto de luces, de corazón excelente; es más, era un caballero, el hijo del señor Gresham de Greshamsbury. Mary había sido educada para quererle. Si algo malo le ocurriera a él, ella lloraría como si fuera su hermano. No debe, por tanto, suponerse que, cuando Frank Gresham le dijo que la amaba, ella le oyera indiferente.

      Tal vez Frank no se había declarado con el lenguaje apropiado para tales escenas. Las damas pueden pensar que su manera infantil de hacerlo impidió a Mary tomar en serio el asunto. Su «¿sí? ¿no? ¿sí? ¿no?» no parece el rapto poético de un enamorado inspirado. Pero, no obstante, había habido calidez y una verdad en sí nada repulsiva. Y el enfado de Mary —¿enfado?, no, enfado no—, los reparos de Mary a su declaración no se basaban probablemente en el absurdo lenguaje de su enamorado.

      Nos sentimos inclinados a creer que estas cuestiones no siempre las discuten los amantes mortales con la fraseología poéticamente apasionada que en general se considera apropiada a la hora de describirlas. Nadie puede describir bien lo que no ha oído ni visto nunca, pero acuden a la mente del autor las palabras y los hechos de la única escena que una vez vio. La pareja no era en modo alguno plebeya o inferior al nivel de buena cuna y educación; era una bonita pareja, que vivía entre gente educada, en todos aspectos como deberían ser dos enamorados. Así se desarrolló el fundamental diálogo. El escenario de esta apasionada escena era la orilla del mar, por donde andaban un día de otoño:

      Caballero. —Bien, señorita..., se lo digo en dos palabras: heme aquí; tómeme o déjeme.

      Dama. —(jugando en la arena con la sombrilla, de modo que las gotas saladas saltaban de un lado a otro) Le ruego que no diga tonterías.

      Caballero. —¡Tonterías! ¡Dios! Si no son tonterías: vamos, Jane, aquí me tiene. Vamos, dígame algo.

      Dama. —Sí, supongo que puedo decir algo. Caballero. —Bien, dígame: ¿me toma o me deja?

      Dama. —(muy despacio y con voz apenas clara, siguiendo adelante, a la vez, con su trabajo de ingeniería a escala más amplia) Bien, no quiero exactamente dejarle.

      Y así se decidía el asunto: se decidía con propiedad y satisfacción para ambos y tanto la dama como el caballero creían, si hubieran pensado en ello, que este momento, el más dulce de su vida, estaba bendecido por toda la poesía que tales momentos deberían poseer.

      En cuanto Mary hubo calmado, según creía, al joven Frank, cuyo ofrecimiento amoroso sabía que era, en esa etapa de sus vidas, un absurdo completo, halló que necesitaba también calmarse ella. ¿Cabría mayor felicidad que la aceptación de tal amor, si la verdadera aceptación estuviera justa y sinceramente a su alcance? ¿Qué hombre era más digno de amar que ese hombre que dejaba de ser un muchacho? ¿No le amaba ella, no le amaba ya, sin necesidad de esperar cambio alguno? ¿No sentía un algo en él, y en ella también, que les hacía el uno para el otro? Sería tan hermoso ser la hermana de Beatrice, la hija del hacendado, pertenecer a Greshamsbury y formar parte del lugar.

      Sin embargo, aunque no pudiera evitar estos pensamientos, ni por un momento se le ocurrió tomar en serio la oferta de Frank. A pesar de que era ya una mujer, él era aún un muchacho. Tenía que ver mundo antes de centrarse y cambiaría su decisión cientos de veces antes de casarse. Además, aunque a ella no le gustase Lady Arabella, sentía que debía algo, si no a su bondad, al menos a su paciencia y sabía, sentía en su fuero interno, que se equivocaría, que todos dirían que se equivocaba, que su tío pensaría que se equivocaba, si se aprovechaba de lo que le había pasado.

      No tuvo ni un instante de duda. Ni un instante contempló la posibilidad