Anthony Trollope

El doctor Thorne


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sido recibida sin duda. Ahora iba más lejos y decía que no había tiempo que perder, que no sólo debía casarse por dinero, sino que debía hacerlo cuanto antes. La espera era peligrosa. Los Gresham —claro que sólo se refería a los miembros masculinos de la familia— eran ridículamente bondadosos. Nadie podía decir qué iba a pasar. Siempre estaba en Greshamsbury esa señorita Thorne.

      Esto era más de lo que podía soportar Lady Arabella. Protestó alegando que no había la menor razón en suponer que Frank desgraciaría la familia. Aun así, la condesa insistía:

      — Quizás no —dijo—, pero, cuando se permite relacionarse a gente joven de rango completamente diferente, no se puede decir qué peligro puede surgir. Todos sabemos que el anciano señor Bateson —padre del actual señor Bateson— se ha fugado con el ama de llaves y que el señor Everbeery, cerca de Taunton, se ha casado el otro día con una cocinera.

      —Pero el señor Everbeery siempre estaba borracho, tía —dijo Augusta, sintiéndose invitada a hablar en defensa de su hermano.

      —No importa, querida. Estas cosas pasan y son dignas de temer.

      —¡Qué horrible! —exclamó Lady Amelia—. Mezclar la mejor sangre del país y allanar el camino a las revoluciones.

      Esto era imponente, pero, no obstante, Augusta no pudo evitar sentir que quizás ella mezclaría la sangre de sus futuros hijos al casarse con el hijo de un sastre. Se consoló confiando en que, de cualquier modo, no allanaba el camino a ninguna revolución.

      — Cuando se necesita mucho algo —dijo la condesa— nunca es demasiado pronto. Veamos, Arabella, yo no digo que vaya a pasar nada, pero sí que es una posibilidad: la señorita Dunstable viene a visitarnos la semana entrante. Todas sabemos que cuando el anciano Dunstable murió el año pasado, dejó más de doscientas mil libras a su hija.

      —Es muchísimo dinero, en verdad —dijo Lady Arabella.

      —Lo pagaría todo y mucho más —afirmó la condesa.

      —Vendían pomadas, ¿verdad, tía? —preguntó Augusta.

      —Creo que sí, querida. Algo llamado «ungüento del Líbano» o algo por el estilo. De lo que no hay duda es del dinero.

      —¿Qué edad tiene ella, Rosina? —preguntó la ansiosa madre.

      —Unos treinta, supongo. Pero no creo que eso signifique gran cosa.

      —Treinta —dijo Lady Arabella, bastante lúgubre—. Y ¿cómo es? Me parece que a Frank le empiezan a gustar las chicas jóvenes y bonitas.

      —Pero seguro, tía —dijo Lady Amelia— que, ahora que ha adquirido la discreción de un hombre, no rehusará considerar lo que debe a la familia. El señor Gresham de Greshamsbury tiene que mantener una posición.

      El título De Courcy pronunciaba estas últimas palabras con el tono que emplearía un cura párroco al advertir a un joven granjero de que no debería ponerse a la misma altura que un labrador.

      Al final se decidió que la condesa en persona transmitiría a Frank una invitación especial a Courcy Castle y que, en cuanto lo tuviera ahí, haría todo lo que estuviera en sus manos por impedir su regreso a Cambridge y acelerar el matrimonio con la señorita Dunstable.

      —Una vez pensamos en la señorita Dunstable para Porlock —dijo con inocencia—, pero cuando averiguamos que no eran más de doscientas mil libras, desechamos la idea.

      Las condiciones con que la sangre De Courcy podía permitirse mezclarse, debe suponerse que eran muy elevadas, verdaderamente.

      Enviaron a Augusta a que buscara a su hermano y lo mandara al salón pequeño donde se hallaría la condesa. Ahí iba a tomar el té la condesa, aparte del mundo exterior, y ahí, sin interrupción, iba a impartir la gran lección a su sobrino.

      Augusta encontró a su hermano y lo encontró en la peor de las compañías, al menos así lo habrían pensado las exigentes De Courcy. La mezcla de sangre del anciano señor Bateson y el ama de llaves, y del señor Eberbeery y la cocinera, además del camino allanado a la revolución, todo se presentó a la mente de Augusta cuando halló a su hermano andando sin más compañía que la de Mary Thorne; es más, andando muy cerca de ella.

      Cómo se las había apañado para dejar a su antiguo amor y estar tan pronto con el nuevo, o, mejor, para dejar a su nuevo amor y estar con el antiguo, no nos detendremos a desentrañar. Si de verdad Lady Arabella hubiera sabido todo lo que había hecho su hijo al respecto, si se hubiera figurado lo muy cerca que andaba de la iniquidad del señor Bateson y de la locura del señor Everbeery, se habría apresurado a enviar a su hijo a Courcy Castle y a los brazos de la señorita Dunstable. Días antes del comienzo de nuestra historia, el joven Frank había jurado con juiciosa seriedad —en lo que pretendía fuera su mayor juiciosa seriedad, su mayor y sobria seriedad— que amaba a Mary Thorne con un amor que las palabras no alcanzaban expresar, con un amor que no podría morir, ni borrarse, ni disminuir, que no podría apagar la oposición por parte de los demás, que no podría rechazarse por parte de ella, que él podría, podía, debería y tendría por esposa a ella y que si ella le decía que no lo amaba, él...

      —¡Oh, Mary! ¿Me amas? ¿No me amas? Di que sí. ¡Oh, Mary! ¡Querida Mary! ¿Sí? ¿No? ¿Sí? ¿No? Vamos, tengo derecho a recibir una respuesta.

      Con tal elocuencia el heredero de Greshamsbury, antes de cumplir los veintiún años de edad, había intentado poseer el afecto de la sobrina del médico. Y tres días después estaba dispuesto a coquetear con la señorita Oriel.

      ¿Y qué había dicho Mary cuando pusieron a sus pies esta ferviente declaración de amor inmortal? Mary, debe recordarse, era casi de la misma edad que Frank, pero, como yo y tantos otros hemos dicho antes, «las mujeres crecen en el lado soleado de la vida». Aunque Frank sólo era un muchacho, Mary era más que una muchacha. A Frank se le podía permitir, sin exponerle al reproche, que expresara lo que creía de corazón en una declaración de lo que creía ser amor, pero Mary tenía el deber de ser más reflexiva, más reticente, más consciente de su situación, más pendiente de sus sentimientos y más cuidadosa con los de Frank.

      Aun así no pudo hacerle callar como otra joven habría hecho callar a un joven caballero. Rara vez un joven, a menos que esté borracho, se permite cierta familiaridad con una muchacha recién conocida. Sin embargo, cuando se conocen hace tiempo y de modo íntimo, la familiaridad se da como algo natural. Frank y Mary habían pasado juntos las vacaciones, habían sido compañeros en la niñez y, en lo concerniente a ella, él carecía del innato temor a las mujeres que hace contener la lengua. Mary estaba tan acostumbrada a su buen humor, su manera de ser divertida y su espíritu jovial y, además, le gustaban tanto estas cualidades, que le era muy difícil advertir con exactitud y detener la ligera transformación del gusto de un muchacho al amor de un hombre.

      Y Beatrice, también, había hecho cierto daño en esta cuestión. Con ánimo muy distinto al de sus importantes parientes, había mirado con curiosidad los primeros coqueteos entre Mary y Frank. Esto había hecho, pero de modo instintivo había evitado hacerlo ante su madre y su hermana y lo había ocultado, quedando como un secreto entre ella, su hermano y Mary. Su idea era que había algo serio entre los dos. No era que Beatrice hubiera deseado concertar un matrimonio, ni siquiera lo había pensado. Era infantil, irreflexiva, imprudente, chapucera y muy distinta a las De Courcy. En todo era muy distinta a las De Courcy, pero, no obstante, compartía la veneración De Courcy por la sangre y, es más, unía sus cualidades Gresham a las de los De Courcy. Ni por lo más remoto Lady Amelia deshonraría la sangre De Courcy, pues el oro no se podía profanar. En cambio, Beatrice se sentía avergonzada del matrimonio de su hermana y a menudo afirmaba, de todo corazón, que nada la podría hacer casarse con alguien como el señor Moffat.

      Así se lo había dicho a Mary y Mary le había dado la razón. También Mary se enorgullecía de su sangre, se enorgullecía de la sangre de su tío y ambas muchachas habían hablado, con toda la calidez de las confidencias infantiles, de las