Anthony Trollope

El doctor Thorne


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señorita Bateson ha sucumbido ante él para siempre a causa del modo en que trinchaba —afirmó Lady Margaretta.

      —Pero la perfección nunca se repite —respondió Patience.

      —Bueno, ya sabe que no tengo hermanos —dijo Frank—, así que lo más que puedo hacer es sacrificarme yo mismo.

      —Se lo aseguro, señor Gresham, le estoy más que agradecida. Ya lo creo —y la señorita Oriel hizo una graciosa reverencia en medio del camino en que se hallaban—. ¡Dios mío! Piense, Lady Margaretta, que el heredero me hace el honor de un ofrecimiento matrimonial en el momento exacto en que es legalmente mayor de edad.

      —Y lo ha hecho con mucha galantería, además —contestó la otra—. Ha expresado su deseo de supeditar cualquier opinión suya a la vuestra.

      —Sí —respondió Patience—, es algo que aprecio mucho. Si él me amara, no habría mérito por su parte. Pero que sea un sacrificio...

      —Sí, a las damas les gustan mucho los sacrificios. Frank, te lo aseguro, no tenía ni idea de que se te dieran tan bien los discursos.

      —Bueno, contestó Frank—. No debería haber dicho «sacrificio». Ha sido un desliz. Lo que pretendía decir era...

      —¡Dios mío! —exclamó Patience—. Espere un momento. Ahora va a venir una declaración formal. Lady Margaretta, ¿no tendrá un frasco de sales? Si me desmayara, ¿dónde hay una hamaca?

      —¡Oh! Si no me voy a declarar ni por lo más remoto —dijo Frank.

      —¿Ah no? Lady Margaretta, apelo a usted. ¿No ha entendido usted que me estaba diciendo algo muy especial?

      —Es cierto. Nada hay más claro —dijo Lady Margaretta.

      —Así que, señor Gresham, ¿me va a decir que, al fin y al cabo, no significa nada? —preguntó Patience acercándose a los ojos un pañuelo.

      —Significa que se le da muy bien a usted burlarse de alguien como yo.

      —¡Burlarme! No; pero a usted se le da muy bien engañar a una pobre muchacha como yo. Bien, recuerde que tengo un testigo. Aquí está Lady Margaretta, que lo ha oído todo. Qué pena que mi hermano sea sacerdote. Sé que ha contado con eso o nunca me habría tratado así.

      Dijo esto justo cuando su hermano se reunía con ellos o, mejor dicho, cuando se hubo reunido con Lady Margaretta de Courcy, pues Lady Margaretta y el señor Oriel se adelantaron un poco. A la señorita de Courcy le había aburrido ser la tercera persona en el coqueteo de la señorita Oriel y su primo, y más teniendo en cuenta que ella estaba acostumbrada a desempeñar el principal papel en tales situaciones. Así que, no sin querer, echó a andar con el señor Oriel. El señor Oriel, debe imaginarse, no era un párroco común y corriente, sino que tenía cualidades que le hacían adecuado para relacionarse con la hija de un conde. Y como se sabía que no estaba casado y que tenía ideas muy elevadas en esa cuestión relacionadas con su profesión, Lady Margaretta, como es natural, no tenía el menor impedimento para confiar en él.

      Pero en cuanto se hubo alejado, el tono zumbón de la señorita Oriel cesó. Estaba muy bien tontear con un muchacho de veintiún años cuando había más personas presentes, pero podría ser peligroso si se encontraban a solas.

      —Nada hay en esta tierra más envidiable que su situación, señor Gresham —dijo ella, muy seria y discretamente—. ¡Qué feliz debe de ser!

      —¿Qué situación? ¿En que se ría de mí, señorita Oriel, por pretender comportarme como un hombre, cuando usted me toma por un muchacho? Puedo soportar que se rían de mí en general, pero no puedo decir que me haga sentir feliz que usted se ría de mí.

      —¡Oh, señor Gresham! Tan buenos amigos como usted y yo nos podemos reír el uno del otro, ¿no cree?

      —Usted puede hacer lo que guste, señorita Oriel. Creo que siempre lo pueden hacer las muchachas bonitas, pero recuerde lo que la araña dijo a la mosca: «Lo que es deporte para ti, puede ser la muerte para mí».

      Mientras Frank Gresham se estaba portando como si le perteneciera el privilegio de enamorarse de rostros bonitos, como si fuera un joven labrador o gente corriente, no olvidaban sus grandes intereses esos ángeles de la guarda que tenían tanto interés en derramar sobre su cabeza toda clase de bendiciones.

      Otra conversación había tenido lugar en los jardines de Greshamsbury, en la que no se había dicho ni nada ligero ni nada frívolo. La condesa, Lady Arabella y la señorita Gresham habían estado hablando de los asuntos de Greshamsbury y, poco después, se les había añadido Lady Amelia. Ninguna De Courcy era más sabia, más solemne, más prudente y más orgullosa que ella. El tono con que se refería a su nobleza era a veces demasiado incluso para su madre, y su devoción por los títulos era tal que se negaría a sentarse en el Cielo si no se le ofrecía la promesa de que sería en la cámara alta.

      El primer asunto discutido había sido el futuro de Augusta. El señor Moffat había sido invitado a Courcy Castle y Augusta se había dirigido allí para encontrase con él, con la expresa intención por parte de la condesa de que se convirtieran en marido y mujer. La condesa se había cuidado de hacer inteligible a su cuñada y sobrina que, a pesar de que el señor Moffat sería ideal para una hija de Greshamsbury, no le permitirían poner los ojos en un vástago femenino de Courcy Castle.

      —No es que personalmente nos desagrade —dijo Lady Amelia—, sino que el rango tiene sus inconvenientes, Augusta.

      Como Lady Amelia estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta y aún se le dejaba andar

      puede presumirse que en su caso el rango poseía graves inconvenientes.

      A esto Augusta no tenía nada que objetar. Si era deseable o no para una De Courcy, el partido era para ella y no cabía duda acerca de la riqueza del hombre cuyo nombre iba a adoptar: había hecho el ofrecimiento, no a ella, sino a su tía; había dado el consentimiento, no ella, sino su tía. Si hubiera recapitulado todo lo que había pasado entre ella y el señor Moffat, habría descubierto que no había más que la conversación más corriente entre una pareja de baile. No obstante, iba a ser la señora Moffat. Todo lo que el señor Gresham sabía de él era que, cuando lo vio por primera y única vez, era exigente en extremo en materia de dinero. Había insistido en recibir diez mil libras con su esposa y, al final, rehusó seguir con el trato a menos que obtuviera seis mil libras. El pobre hacendado se comprometió a pagarle esta última suma.

      El señor Moffat había sido uno o dos años diputado por Barchester. Todos los intereses De Courcy le habían ayudado en su visión de la antigua ciudad. Era un whig, claro. Partiendo de los días del pasado, no sólo Barchester había devuelto un miembro whig al Parlamento, sino que además se declaraba que, en las próximas elecciones, ahora cercanas, enviaría a un radical, un hombre sometido a la votación, a la economía en todos los aspectos, alguien que llevaría a cabo la política de Barchester con toda su virulencia abrupta, violenta y pestilente. Ese hombre era Scatcherd, un gran contratista ferroviario, nativo de Barchester, que había adquirido propiedades en la zona y que había logrado cierta popularidad ahí y en todos lados por la violencia de su oposición democrática a la aristocracia. De acuerdo con los principios políticos de este hombre, deberíamos reírnos como locos de los conservadores, pero también deberíamos odiar como bellacos a los whig.

      El señor