parte de los invitados podría considerarse como reconocer el estado actual de los asuntos de Greshamsbury. Alguien con catorce mil libras al año recibirá los honores. En ese caso no cabe duda acerca del trato que pueda recibir, pero el fantasma de las catorce mil al año no siempre está tan seguro de sí. El señor Baker, con sus ingresos moderados, era un hombre mucho más rico que el hacendado y, por consiguiente, se adelantó a la hora de felicitar a Frank por sus brillantes perspectivas.
El pobre Frank no se había imaginado lo que había que hacer y, antes de la cena, había afirmado que estaba cansado. No tenía más sentimiento hacia sus primos que el cariño corriente y había decidido —olvidándose de nacimiento, sangre y todas esas consideraciones que, ahora que era todo un hombre, tenía que grabarse en la mente—, había decidido escabullirse para cenar cómodamente con Mary Thorne, si era posible, y si no era con Mary, entonces con su otro amor, Patience Oriel.
Grande fue, por tanto, su consternación al saber que, después de permanecer continuamente en un primer plano media hora antes de la cena, tenía que entrar en el comedor con su tía la condesa y ocupar el lugar de su padre ese día en un extremo de la mesa.
—Ahora depende del todo de ti, Frank, que mantengas o pierdas esa alta posición en el condado que ha sido propia de los Gresham durante tantos años— dijo la condesa, mientras cruzaban el espacioso salón, decidida a no perder tiempo para enseñar a su sobrino la gran lección que era tan urgente que aprendiera.
Frank se lo tomó como una lección corriente, dirigida para inculcarle buena conducta en general, como las que las tías pelmazas infligen a sus jóvenes víctimas en forma de sobrinos y sobrinas.
—Sí —dijo Frank—. Supongo que sí y tengo la intención de seguir así, tía, y no equivocarme. Cuando vuelva a Cambridge, leeré como inversión sólida.
A su tía le importaba un comino lo que leyera. No era gracias a la lectura como los Gresham de Greshamsbury mantenían alta la cabeza en el condado, sino por tener sangre aristocrática y mucho dinero. La sangre había llegado de modo natural a este joven, pero a él le incumbía buscar el dinero en gran medida. Ella, Lady de Courcy, podía indudablemente ayudarle. Ella era capaz de conseguirle una buena esposa que le aportara dinero que hiciera juego con su nacimiento. La lectura era un asunto en que ella no podía ayudarle: si su gusto le llevaba a preferir libros o cuadros, perros o caballos, nabos o platos italianos, era una cuestión que no significaba mucho, con lo que no era necesario que su noble tía se molestara.
—¡Ah! ¿Así que vuelves a Cambridge? Bien, si es que tu padre lo desea, aunque se gana muy poco ahora con un título universitario.
—Me voy a graduar en octubre, tía, y he decidido que no me van a expulsar.
—¡Expulsar!
—No, no me van a expulsar. A Baker lo expulsaron el año pasado. Todo porque se metió en la pandilla de John. Es un compañero excelente, si lo conocieras. Se metió en un grupo de personas que no hacían más que fumar y beber cerveza. Los llamamos malthusianos[1].
—¡Malthusianos!
—«Malta», ya sabes, tía, y «uso»: significa que beben cerveza. Así que echaron al pobre Harry Baker. No conozco nada peor. De todas formas, no me echarán.
Para entonces, el grupo había ocupado su lugar alrededor de la gran mesa. El señor Gresham se sentaba en la cabecera, en el sitio normalmente ocupado por Lady Arabella. Ella, en la situación presente, se sentó a un lado de su hijo, mientras que la condesa se sentaba al otro. Por consiguiente, si Frank se despistaba, no sería por falta de dirección apropiada.
— Tía, ¿quieres un poco de carne? —dijo Frank, en cuanto se hubo retirado la sopa y el pescado, deseoso de cumplir el rito de la hospitalidad por vez primera.
—No te apresures, Frank —dijo su madre—. Los criados...
—¡Oh! ¡Ah! Me he olvidado. Hay chuletas y ese tipo de cosas. Ahora no te las puedo pasar, tía. Bien, como te iba diciendo sobre Cambridge...
—¿Va a volver Frank a Cambridge, Arabella? —preguntó la condesa a su cuñada, hablando por delante de su sobrino.
—Eso parece decir su padre.
—¿No es una pérdida de tiempo? —quiso saber la condesa.
—Ya sabes que nunca me entrometo —respondió Lady Arabella—. Nunca me ha hecho gracia la idea de Cambridge, en absoluto. Todos los De Courcy han sido gente del Christchurch, pero los Gresham, por lo visto, siempre han ido a Cambridge.
—¿No sería mejor enviarle al extranjero cuanto antes?
—Mucho mejor, a mi parecer —contestó Lady Arabella—. Pero ya sabes que nunca me entrometo. A lo mejor querrías hablar con el señor Gresham.
La condesa sonrió inexorable y movió negativamente la cabeza. Si hubiera podido decir en voz alta al joven Frank: «Tu padre es tan obstinado, bandido e ignorante que no tiene sentido hablar con él; sería predicar en el desierto», no podría haber hablado con mayor claridad. El efecto en Frank fue éste: que se dijo para sus adentros, hablando con la misma claridad con que Lady de Courcy había hablado mediante el movimiento de cabeza: «Mi madre y mi tía siempre menosprecian al viejo; pero cuanto más le menosprecian, más unido estoy a él. Decididamente me graduaré, leeré a montones y empezaré mañana mismo».
—¿Querrás un poco de carne, tía? —esto lo dijo en voz alta.
La condesa de Courcy estaba muy interesada en seguir con la lección sin pérdida de tiempo, pero no podía, mientras estuviera rodeada de invitados y sirvientes, pronunciar el gran secreto: «Debes casarte por dinero, Frank. Éste es tu gran deber, que has de grabar firmemente en tu mente». Ahora no podía, con suficiente rotundidad y énfasis volcar su sabiduría en sus oídos, especialmente porque él se hallaba ocupado en la tarea de trinchar la carne y servirse la salsa. Así que la condesa permaneció en silencio mientras proseguía el banquete.
—¿Buey, Harry? —gritó el joven heredero a su amigo Baker—. ¡Oh! Pero aún no te toca. Perdón, señorita Bateson —y sirvió a la dama un trozo de la excelente carne, de una media pulgada de grosor.
Y así transcurría el banquete.
Antes de la cena Frank se había visto obligado a pronunciar numerosos discursos breves como respuesta a las numerosas felicitaciones individuales de sus amigos. Pero esto no era nada comparado con la gran responsabilidad del discurso que sabía que tenía que realizar en cuanto se retirara el mantel. Alguien brindaría a su salud y luego habría un estruendo de voces de damas, caballeros, hombres y muchachas. Llegado a su fin, se hallaría puesto de pie ante todo el salón, que le daría vueltas, vueltas y más vueltas.
Como había sido advertido, buscó consejo en la persona de su primo, el honorable George, a quien consideraba hábil en la conversación. Al menos, así se lo había oído decir al propio George.
—¿Qué demonios se supone que debo decir, George, cuando me ponga de pie después del estruendo?
—¡Oh! ¡Es la cosa más fácil del mundo! —contestó el primo—. Recuerda esto: no debes irte por las ramas, que es lo que se llama presencia de ánimo, ya sabes. Te diré lo que hay que hacer, pues tengo práctica, ya sabes. Siempre brindo por las hijas de los granjeros. Bueno, lo que hago es lo siguiente: miro fijamente una de las botellas y nunca desvío la vista.
—¡A las botellas! —exclamó Frank—. ¿No sería mejor que me fijara en alguna cabeza del grupo? No me gusta mirar a la mesa.
—Las cabezas se mueven y estarías perdido; además, no tiene el menor sentido mirar hacia arriba. He oído decir a la gente que va a este tipo de cenas cada día de su vida que, siempre que se dice algo ingenioso, quien lo dice seguro que mira a los muebles de caoba.
—¡Oh, sabes que no diré nada ingenioso, sino todo lo contrario!
—Pero no es razón para que no aprendas la manera de hablar. Así es como yo aprendí. Fija la vista en una de las botellas, mete los dedos