Stephen Goldin

Asalto A Los Dioses


Скачать книгу

tripulantes se encontraban allí. Aceleró el paso.

      Ambos hombres eran fáciles de encontrar al momento en que ella entró en el bar—eran las únicas manchas de color en el lugar. Gros Dunnis, el ingeniero, era un hombre corpulento, de dos metros de alto y vestido con un uniforme espacial de colores verde oscuro y plata. Su cabello rojo y su barba toda roja estaban combinados, en ese momento, con su rostro completamente rojo que delataba su intoxicación. Dmitor Zhurat, el arreador de robots, era un hombre mucho más bajo y rechoncho—de hecho, era casi del mismo tamaño y figura de los nativos. Aún así, su uniforme rojo y azul sobresalía con facilidad entre los insípidos tonos tierra empleados en las ropas de los daschameses.

      Zhurat fue el primero en verla. “Bien, no es esta nueshtra capitancita saliendo de su torre para unirshe a nosotros. Gros, tenemosh una distinguida visitante. Debemos demoshtrarle dignidad.”

      Dunnis, un ebrio más alegre, se dirigió a ella. “Hola, capitana, ¿le importaría tomarshe algo con nosotrosh?”

      “Ustedes dos debían estar de vuelta en la nave hace dos horas y media,” dijo Dev con ecuanimidad. “Creo que mejor deberían venir conmigo.”

      “Debemos habernos olvidado de la hora,” dijo Zhurat en son de burla. “Pero venga a tomarse algo con nosotros y luego nos iremos.”

      “Ustedes saben que yo no bebo.”

      “Eso esh cierto. Usted es muy buena como para beber con nosotrosh, ¿No es así?”

      “‘La mente sana no requiere estímulos externos para relajarse,’” citó Dev.

      “¿Usted me está llamando loco a mí?”

      “Le estoy llamando borracho y desordenado. Sus salarios serán retenidos y se les asignarán labores de castigo. Les aconsejo que vengan pacíficamente, antes de que haya problemas.” Abrió un poco sus pies en una postura de cuclillas, preparada para cualquier cosa.

      En la esquina, el propietario mostró señales de agitación. Se mantuvo repitiendo algo una y otra vez. Sin quitarle los ojos de encima a Zhurat, Dev encendió el traductor de su casco una vez más. “…hay demasiada gente aquí, hay demasiada gente aquí hoy,” estaba diciendo el cantinero.

      “Mis amigos y yo nos iremos en un segundo,” le dijo.

      El propietario, a pesar de ello, estaba poco sosegado por su promesa. Aplaudió con ambas manos varias veces en lo que Dev llegó a entender que era un gesto daschamés de nerviosismo. “Los dioses se ofenderán, hay demasiada gente,” dijo el propietario.

      Dev lo ignoró y continuó hablándole a Zhurat. “Sólo se lo diré una vez más. Vámonos.”

      “Malditos eoanos malcriados,” murmuró Zhurat. “Creen que son mejoresh que cualquierash...”

      Dev se movió suavemente cruzando la sala y puso una de sus manos sobre el hombro de su subordinado. “Vamos, Zhurat, es hora de irnos. Estará mucho más cómodo de vuelta en la nave. No queremos ofender a los dioses de esta gente, ¿no?”

      “¡Quítese de encima mío!” rugió Zhurat. Encogió su hombro para deshacerse de la mano de la capitana, pero sus dedos de aferraron, causándole dolor y no se quitaban. Miró hacia el rostro de Dev y le pareció tan firme como una estatua de mármol. Rápidamente miró de nueva hacia su vaso medio vacío.

      “No querrá usted que alguien se enoje,” repitió Dev en un tono suave pero firme, “ni los dioses, ni yo.”

      “¡Dioses!” resopló Zhurat. Se puso de pie y Dev retiró su mano de su hombro. “No hay dioses.” Él retrocedió su auricular para traducir, y repitió sus observaciones. “¡No hay dioses!” dijo en voz alta.

      Se tambaleó hasta el centro de la habitación. “Son ovejas, todos ustedes,” dijo. Dev asumió que el computador había traducido “ovejas” como una referencia local apropiada. “No tienen agallas, no se divierten, no tienen vidas. Viven en estas miserables chocitas porque temen tomar las riendas de sus propias vidas y crean a estos grandes dioses malvados como excusa para no tener que hacer nada. Todos ustedes son un fraude y sus dioses son los mayores fraudes.”

      La atmósfera en la habitación se tornó en un silencio sepulcral. Todos los ojos, tanto humanos como daschameses estaban puestos sobre Zhurat. El silencio era como aquel entre el último tictac de una bomba de tiempo y su explosión. Dev aclaró su garganta. “Creo que usted pudo haber herido sus sentimientos,” dijo.

      A pesar de ello, la observación sólo añadió leña al fuego. “Les mostraré,” gritó. “Les mostraré todo.” Y corrió repentinamente hacia afuera del bar.

      “Vamos,” dijo Dev a Dunnis. “Ayúdame a atraparlo antes de que se lastime.” La lluvia caía con más fuerza cuando salieron a buscarlo, una lluvia fría y batiente que limitaba la visión y golpeaba en la cabeza. El ritmo de las gotas que caían era casi suficiente para ahogar sus pensamientos. Dev se sintió desorientada, y el brillo de su linterna sólo alcanzó unos pocos metros antes de que el manto de la oscuridad la absorbiese. Zhurat no se encontraba a la vista. Ella no tenía idea de la dirección que él tomó al irse, pero seguir hacia adelante en línea recta parecía la mejor opción. Tomó la mano de Dunnis y lo haló hacia ella como si fuera un niño pequeño.

      Veinte metros más adelante, vieron a Zhurat de pie, solo, en un pequeño espacio despejado entre algunas chozas. “Vamos, bastardos,” gritó. “¿Dónde están? ¡Déjenme ver el poder de los grandes dioses de Dascham!”

      Dev notó que había ojos mirando a través de grietas en las chozas, probablemente observando con desconfianza a este extraño que retó a los dioses. ¿Era un valiente o un tonto? ¿O acaso él mismo era un dios, que podía hablar así?

      “¡Los desafío!” gritó Zhurat. “Yo, Dmitor Zhurat, ¡yo reto a los dioses!”

      Esa escena se quedó grabada para siempre en la memoria de Dev. Zhurat de pie a solas en el claro, con sus brazos extendidos hacia el cielo, ondeando sus puños cerrados en el aire. Luego una ensordecedora explosión y un rápido resplandor, de intensidad cegadora, hicieron que Dev y Dunnis cerraran sus ojos. Dev podría haber jurado que escuchó un sonido crepitante y… ¿eso fue un grito entre la torrencial lluvia? No podía decirlo con certeza.

      Cuando Dev abrió sus ojos otra vez, Zhurat había desaparecido—sólo su uniforme yacía humeante sobre el piso entre una pila de ceniza que se desvanecía rápidamente.

       CAPÍTULO 2

      Puedes medir la inmadurez de una gente por el grosor de sus libros de leyes.

      —Anthropos, Cordura y Sociedad

      Dev y Dunnis permanecieron de pie bajo la lluvia, incapaces de moverse durante varios segundos. Sus ojos estaban fijos sobre los penosos restos de quien apenas hacía unos segundos antes, había sido su compañero tripulante. El aire se sintió cargado con electricidad y un tenue hedor flotaba hacia sus narices a pesar del aguacero—el desagradable aroma de carne quemada.

      Lentamente, se dieron cuenta del movimiento a sus alrededores. Una multitud de nativos se encontraba reunida en la oscuridad de la noche daschamesa, emergiendo de sus chozas al final para ver las consecuencias de la increíble escena. Demasiado tímidos, sólo se acercaron a la periferia del círculo de luz arrojado por la linterna de Dev; todo lo que ella podía divisar eran las siluetas de sus cuerpos rechonchos. Se juntaron en un semicírculo detrás de ella y Dunnis y miraron los humeantes restos de Dmitor Zhurat. Los nativos se mecían hacia atrás y hacia adelante sobre sus pies, tan suavemente, todos a un mismo ritmo y el aire parecía sonar con el sonido de zumbido—o canto—de un gran número de gargantas úrsidas.

      Dev cerró sus ojos y frotó su frente pensativamente con su mano izquierda. Se sintió mareada y con ligeras náuseas, y más que nunca deseó haber podido quedarse a bordo de la nave leyendo algún libro interesante.

      Los deseos