que les rechazaban, lo cerrados o incluso agresivos que eran sus padres. También he visto cuánta tristeza, dolor e ira creó esto en sus hijos (y familias) y cómo este patrón se ha transmitido a través de sucesivas generaciones. También he oído hablar de las intenciones de los padres de estar más abiertos y ayudar, y de los momentos en que, a pesar de eso, desatan una carga de agresividad contra un hijo y luego se sienten culpables y perplejos al comprobar cuánta ira ha despertado él en ellos.
El distanciamiento entre padre e hijo empieza con el resentimiento paterno o con la percepción de ver a su hijo como rival, que puede surgir incluso antes de que su hijo nazca. El embarazo de la esposa puede activar sentimientos de su propia infancia. Puede incluso tener un breve idilio como medio para ahuyentar la depresión o los sentimientos de impotencia. Su percepción de su esposa encinta puede recrear recuerdos de su madre embarazada y del dolor que el embarazo y la llegada de un nuevo hermano supusieron para él.
Ahora, como esposo (antes, como hijo), pasa a ser menos importante para la vida de la mujer nutridora y maternal. Con el embarazo hay menos disponibilidad: ella mira hacia dentro o está cansada, o no puede hacer las cosas que solía hacer con él. Está más absorta en sí misma y menos pendiente de él, puede perder interés en el sexo, que para él suponía su principal afirmación y el medio más importante de proximidad.
La rabia, la hostilidad y la rivalidad que sentía cuando era niño por la llegada del nuevo bebé, que tuvo que reprimir, ahora se reaviva en el embarazo de su esposa. Y como nuevo futuro padre, estos mismos sentimientos son aún más inaceptables y por lo tanto se han de ocultar como antes. Al igual que los dioses padres griegos, teme ser suplantado por su rival.
La llegada de un hijo, sobre todo la del primero, inicia a un hombre en la siguiente etapa de su vida. A muchos hombres les asusta la posibilidad de responsabilizarse de una familia, se hacen preguntas respecto a su capacidad como proveedor si su estabilidad laboral o un posible ascenso son dudosos. Los sentimientos de no sentirse adecuado para superar la siguiente prueba de su masculinidad pueden contribuir a los miedos irracionales de que ese bebé no sea suyo.
Además, puede tener miedo a quedarse atrapado. Antes se consideraba que el matrimonio era como llevar grilletes, pero ahora la vida conyugal y los hijos son decisiones separadas y etapas de la vida. Tener un hijo, más que el matrimonio en sí, es lo que los hombres más temen que les pueda atrapar. La paternidad a menudo conlleva pedir un préstamo, contratar un seguro de vida, ser el único proveedor durante un tiempo o a partir de entonces, tener que conservar un trabajo que no le satisface o hacer pluriempleo para pagar las facturas. De modo que mientras otros dan la enhorabuena a la pareja y hacen alboroto en torno a la mujer embarazada, el esposo puede sentir miedo y resentimiento en lugar de felicidad por la llegada del bebé.
Entonces el recién nacido se convierte en el centro de atención, una vez más puede que reproduciendo experiencias doloro-sas de la infancia en muchos hombres. Su esposa es ahora más la madre de su bebé que su mujer. Tal como temía, el bebé le ha sustituido, al menos temporalmente. Descubrir los sentimientos que tienen los hombres (a través de su análisis) revela que puede que tengan envidia de la capacidad de su esposa de tener hijos y concederse un tiempo de descanso, o que envidian la atención y proximidad al cuerpo de la madre del que goza el bebé, especialmente si la pareja no tiene relaciones sexuales. Los senos que él amaba, ahora “pertenecen” a su hijo. Y la llegada del recién nacido ha puesto fin a su vida exclusiva como pareja.
En una cultura patriarcal, los bebés y los padres no tienen muchas oportunidades de vincularse. “Nunca he tenido que cambiar un pañal”, solía ser un comentario que, en general, enorgullecía a los hombres. Los hijos –los niños en particular–, eran la demostración de la masculinidad de su padre y un medio para extender su poder o hacer realidad sus ambiciones; no disfrutaban de mucha satisfacción personal por parte de su padre. Desvinculado como estaba el padre celestial de los cuidados de su hijo, de la capacidad de cuidar, de preocuparse por él, puede que nunca se llegara producir una conexión emocional entre ambos.
A raíz de haber hablado con una generación de hombres que estuvieron presentes y participaron en las horas del parto y del nacimiento, tengo la impresión de que en ese momento comienza un profundo y amoroso vínculo con sus hijos. Sin embargo, si ese lazo no se crea y el nuevo padre no siente ternura ni instinto de protección hacia su hijo y su esposa, es probable que esté furioso y resentido debido a que experimenta el embarazo de su esposa y el nacimiento de su hijo como una serie de privaciones. La rabia hacia el “entrometido”, especialmente si se trata de un niño, y la ira contra su esposa, que le ha “abandonado” por un bebé, son sentimientos que quizás ni tan siquiera lleguen a alcanzar el plano consciente. Cuando en la terapia se desvelan estos sentimientos de cólera, por lo general suelen encubrir miedos aún más profundos al abandono y a sentirse insignificante.
Puede entonces que un padre inflija castigo corporal, verbal o ridiculice a sus hijos varones, en nombre de la disciplina o de “ayudar a que los niños se hagan hombres”. Puede que busque la lucha en todos los juegos para pegar a su hijo. Esos juegos que empiezan con risas y acaban siempre con un niño llorando, que además es humillado por llorar. El niño de cuatro a seis años que dice: «no quiero que papá vuelva a casa», puede tener verdadero miedo a la competitividad y la ira de su padre, y no estar sólo verificando la teoría de Edipo.
El hijo que puede llegar a sustituir a su padre en el afecto de su madre y cosechar el fruto de los celos paternos, llegará a tener poder como adulto a medida que el poder de su padre se vaya reduciendo. Al igual que la mitología de los dioses padre celestiales griegos, a menos que su hijo sea anulado de alguna manera, algún día éste se encontrará en una posición que pueda desafiar el poder de su padre y derrotar su autoridad.
Las doctrinas del pecado original y la insistencia del psicoanálisis en que todos los hijos quieren matar a sus padres y casarse con sus madres, son teorías que justifican la hostilidad que los padres celestiales resentidos demuestran con sus hijos. La “necesidad de” disciplina se ve apoyada por refranes como “quien bien te quiera te hará llorar”.
Los hijos se vuelven primero desconfiados, luego temerosos, después hostiles hacia los padres que los ven como malos o malcriados desde que son unos bebés y les tratan como tales. Sin embargo, esto no sucede así cuando el padre da de comer a su hijo, juega con él, le hace de mentor y supone un modelo positivo para él. Entonces el hijo puede incluso sentirse más próximo a su padre que a su madre, o unas veces preferir estar con la madre y otras con el padre.
En muchas ocasiones un niño tiene un padre celestial distante no agresivo, sino que tan sólo está ausente sentimental y físicamente. Esta experiencia paterna es bastante común entre mis pacientes masculinos, que me hablan de infancias en las que el hijo anhelaba la atención y aprobación de su distante padre (más que ser hostil como implica la teoría de Edipo). En sus infancias, estos hijos no tuvieron a sus padres que tanto habían idealizado.
Mientras un hijo espere que su padre le preste atención y lo reivindique como suyo, los sentimientos predominantes serán el anhelo y la tristeza. La ira hacia el padre llega después, cuando el hijo abandona sus esperanzas y expectativas de ser acogido por su padre; cuando abandona el deseo de que su padre le ame. El enojo también puede surgir de la desilusión, si el padre distante resulta no estar a la altura de su idealización.
La relación entre los padres celestiales emocionalmente distantes de sus hijos adolescentes y adultos, suele adoptar una cualidad de rutina o incluso ritualista. Cuando padre e hijo están juntos, tienen una conversación predecible, una serie de preguntas y respuestas en las que ninguna de ellas delata algo verdaderamente personal, quizás empezando por un “¿cómo te va?”. Vista psicológicamente, semejante relación entre un padre celestial y su hijo adopta la forma de un distanciamiento aparentemente confortable. Sin embargo, la decepción puede hallarse justo debajo de la superficie.
También puede surgir la hostilidad directa cuando el hijo siente que lo único que significa para su padre es una extensión de su orgullo. Cuando el hijo percibe que su padre no se preocupa de él como persona y, sin embargo, alardea de sus logros, el distancia-miento aumenta. Los hijos atléticos son especialmente susceptibles de sentirse utilizados de este modo.