hombres, sino, aún más, la luz que vive, la luz que regocija y sosiega. Por eso fue la metafísica de la luz en su origen tanto soteriología como óptica filosófica, tanto terapia metafísica como lógica. El prólogo del Evangelio de san Juan da el tenor de estas historias de salvación y luz:
Ella contenía vida, y esa vida era la luz del hombre (Jn 1, 4).
La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la han comprendido (Jn 1, 5).
La luz verdadera, la que alumbra a todo hombre, estaba llegando al mundo (Jn 1, 9).
En el mundo estuvo y, aunque el mundo se hizo mediante ella, el mundo no la conoció (Jn 1, 10).
Esta luz, entendida como «vida de la vida», comparte con el viviente humano la necesidad de sufrir. «Como un mortal» viene al mundo esta lux vivens (san Agustín), y regresa por la senda ejemplar del sufrimiento que vence al mundo y a la muerte a su fuente supracelestial. El mundo es para ella el teatro de su pasión. Entre los evangelios canónicos, el de san Juan es el más próximo a las ideas de la gnosis, según las cuales las almas de algunos hombres –los pneumáticos– son chispas de luz caídas que, con la venida del Redentor, pueden ser liberadas de la prisión de la materia. La dramaturgia gnóstica del venir la luz al mundo culmina en la religión de Mani, que interpreta el devenir del mundo como historia de la pasión de la luz sufriente. Cada alma individual luminosa está incluida en un drama cósmico en tres fases: la luz se hunde desde su estado original de separación en otro de confusión y sufrimiento, mezclándose con lo que no es ella, para finalmente ser redimida mediante una purificación y una nueva separación[6]. Estas pasiones narrables de la luz ofrecen la lógica posibilidad de dar una respuesta a la cuestión filosóficamente insoluble de la razón de la no-luz, la materia y el mal. Como la luz es inicialmente sólo expansión de sí misma, necesita ser refractada por la resistencia del mundo para reflejar tal resistencia y retornar a sí misma desde su propio auto-extrañamiento. La historia de la pasión de la luz auto-extrañada en el mundo de la no-luz es –desde los gnósticos de la Antigüedad tardía hasta Hegel– la condición para que «finalmente» la luz que ha regresado se refleje en sí misma y se conozca a sí misma.
Iluminismo/Ilustración
Con el comienzo de la era moderna, las posiciones de la metafísica de la luz propias de la racionalidad occidental experimentan un desplazamiento trascendental. El mundo real ya no está bajo la luz eterna, bien que velada, de un mundo superior divino. Ahora se desvela progresivamente en un proceso de iluminación con el título epistemológico de investigación y el programa político llamado Ilustración. Esto tiene su motivación en una nueva versión de la idea del fundamento del mundo. La idea autorizada de la organización original de mundo basada en el orden de la Creación es reemplazada por la autoorganización del mundo por medio de la praxis humana. Las consecuencias de este cambio para la concepción de la luz son trascendentales. Si, en la ontología occidental antigua –que a este respecto apenas difiere de la metafísica oriental–, Dios, el mundo y el alma se muestran como luz que se manifiesta o revela, la razón neo-europea se centra en su propia acción iluminadora. De ese modo, la luz (como el intelecto y la acción) es desontologizada; se convierte en medio e instrumento de una praxis que se procura ella sola una clarificación suficiente. «Ilustración» es el proceso en que la razón moderna se esfuerza por llevar la luz a las relaciones sociales y naturales. Podría decirse que la luz es activada y empleada como sonda para penetrar tecnológica y políticamente en el mundo. El hábito ontológico-religioso de la devoción participativa ante el misterio se transforma en voluntad de desmitificación y desenmascaramiento. El suelo común de la política y la técnica modernas es el motivo que todo lo impregna de llevar luz a lo antes oscuro u oscurecido. La era de la Ilustración es la de la luz penetrante. Los intelectuales sacerdotales privilegiados ya no podrán conducir a nadie, esgrimiendo una idea superior, a otro ámbito que el de la luz. Por eso serán los enemigos de las luces hombres públicamente expuestos, la política secreta será reemplazada por la política de la transparencia, los motivos inconscientes saldrán a la luz de la conciencia, y nuevas fuentes de energía proveerán de iluminación artificial a las casas y las ciudades. Un activismo luciferino –«portador de la luz»– caracterizará a la época resultante del siècle des lumières. Faroleros y filósofos, ingenieros y psicólogos, periodistas y cirujanos, detectives y astrofísicos, participarán todos en aquella gran coalición dedicada a la iluminación implacable de todas las cosas en que se ve reflejada la modernidad industrial, eléctrica y electrónica. Los partisanos de la campaña democrático-tecnocrática de la luz reconocerán a sus adversarios naturales en los defensores de las relaciones premodernas –los «oscurantistas» y simpatizantes de la pretérita era agraria con sus luces sobrenaturales y sus privilegiadas iluminaciones–. La luz «luciferina» de la emancipada actividad autónoma que en la modernidad consolidó su absoluto predominio no podía tolerar que a su lado hubiera otra fuente de luz –sobre todo una «fuente de arriba».
Iluminación artificial – crepúsculo posmoderno
También la luz de la Ilustración tiene experiencias con su sombra. Es característico de la experiencia personal de las personas modernas que la ilustración y el progreso no sólo les hagan ver el mundo más claro, sino también más penumbroso. El proceso de aprendizaje político de los siglos XIX y XX acarreó en la civilización del optimismo ilustrado un viraje hacia el pesimismo histórico. La mayoría de los comentaristas que han intentado hacer balance de los doscientos años de política y técnica «ilustrada», descubren la necesidad de una «aclaración de la Ilustración» o una crítica de la razón ilustrada. Uno de los motivos más convincentes de lo que comúnmente se llama posmodernismo es esta investigación retrospectiva de las consecuencias de la Ilustración[7]. La reflexión en el crespúsculo vespertino de un gran experimento. La combinación de poder soviético y electricidad no condujo a un amanecer rojo para toda la humanidad ni a un día radiante para los participantes en el gran experimento socialista, sino que trajo consigo un ensombrecimiento de las perspectivas de vida de casi todas las partes interesadas. De la síntesis de capitalismo de mercado y Estado del bienestar, que caracteriza al way of life de las «ilustradas» naciones occidentales industrializadas, no brotó ningún estado de satisfacción general, sino una cultura de la ambigüedad malhumorada que parece haber perdido las grandes perspectivas y proyecciones. Sobre las sociedades basadas en el consumo y el trabajo cae la luz mortecina de la ausencia poshistórica de perspectivas. La época ya no articula su conciencia de la luz con masivos símbolos solares, sino con discretas composiciones de fuentes luminosas artificiales, como focos y reflectores. Con el alto nivel de tecnología de la luz artificial se extiende una conciencia universal de perspectivas confusas y desconciertos que, sin embargo, ocasionalmente se las llama «nuevas». Esta etiqueta delata el desengaño de la Ilustración ante el incumplimiento de sus promesas ópticas. La complejidad inextricable del mundo revela la crisis de aquella racionalidad panóptica con la que la moderna Ilustración se presentaba como heredera pragmática de la vieja metafísica europea de la luz. Una mirada retrospectiva a la historia del idealismo óptico –en sus formas tanto religiosas como políticas– nos permite ver que, entretanto, todo el hemisferio occidentalizado del mundo ha pasado a ser un «Abend»-land, un mundo crepuscular.
La última luz
¿Podemos esperar, como reacción al malestar del crepúsculo, un retorno posmoderno de las religiones de la luz? Hay ciertos indicios. En primer lugar, las actuales ofensivas mundiales de las religiones monoteístas tienen todos los caracteres de una restauración de la luz metafísica, con vistas panópticas al gran Todo y certezas cosmo-«visivas» que parecen ejercer una atracción que no podemos subestimar entre las masas labilizadas de los tres «mundos». Por otra parte, de los impulsos especulativos de la ciencia moderna brota una multitud de sugerentes modelos cosmovisivos de condición evolutiva en los que vuelven a entrar en escena ideas mutantes de la metafísica de la luz. El comienzo de esta tendencia lo marcaron a mediados del siglo XX las ideas del jesuita heterodoxo Teilhard de Chardin, que combinó motivos propios de la metafísica de la luz con otros cosmológicos y cristológicos en una visión escatológica de dimensiones dantescas. Según él, el entero proceso del mundo se encamina hacia una iluminación