y, si contemplamos toda la esfera abierta, comprobamos que existen lugares críticos con algo esencial en lo que nuestra mirada no puede penetrar. La cotidianidad cognitiva del Homo sapiens es, en general, un entramado y una yuxtaposición de objetos abiertos y cerrados, y donde esta evidencia es reconocida como una realidad abierta y obvia, se asienta en la balanza el axioma fenomenológico de la primacía de lo familiar sobre lo no familiar –el mundo es todo con lo que en última instancia estamos familiarizados–. Sólo en épocas patológicas se impone lo no familiar, y esto puede llegar al extremo de que las cajas negras nublen el mundo en general y parezcan toto genere impenetrables. Los historiadores de las ideas saben de épocas marcadas de forma predominante por tales impresiones sobre el mundo; pensemos especialmente en la Antigüedad tardía, en la que las gentes percibían la máquina imperial como una estructura extraña, y en el mundo actual, donde grandes poblaciones tienen la sensación de vivir en un lugar de tránsito de innovaciones. Por algo son la Antigüedad tardía y la modernidad las dos grandes épocas dominadas por teorías gnósticas del exilio; tiempos en que las gentes hacen declaraciones sobre su desplazamiento en el mundo.
Pero la omnipresencia de cajas negras no es tanto cosa de sentimientos sobre la vida como de estrategias del conocimiento. Pues la caja negra fuerza a sus observadores y a sus semejantes a pasar de comprender a manipular exteriormente. Allí donde el mundo está saturado de cajas negras, el optimismo fenomenológico, que da por sentado que las cosas se explican sólo por su apariencia, se halla minado. Cuando la caja negra salta a la vista, el entendimiento se ve frente a un límite. Encontrar por doquier cajas negras supone el completo fracaso de nuestro entendimiento. Las cajas oscuras nos incomodan por tener que intuir que su interior es completamente diferente de su superficie. En ellas, el ser de lo aparente nos da la espalda.
Esta misma experiencia –la incomodidad del intelecto ante la caja negra exterior– tiene su propia historia. Es la historia del intelecto incapaz de entender, una historia que se bifurca en dos ramas: la historia de la resignación de la inteligencia a la vista de lo opaco y la historia de la invasión de los investigadores que reaccionan a la humillación que el límite inflige al entendimiento con un contraataque cognitivo. En lo que sigue intentaré fundamentar la tesis de que el proceso de la modernidad ya no puede interpretarse, por su resultado, como ilustración, es decir, crecimiento de la transparencia; más bien conduce a situaciones en las que el mundo circundante nos envuelve, más que en cualquier forma de cultura primitiva, en un agregado de cajas negras producidas fuera de él. Caracterizaré este proceso a grandes rasgos como historia cultural de lo opaco. Ella ilustra el proceso de la inteligencia en trato con elementos no transparentes en cinco figuras típicas: nombro la sepultura, el cuerpo, el libro, la burocracia y la máquina compleja. Si en esta serie se observa una progresiva aproximación al mundo de la vida, o, mejor, al mundo de las cajas de la modernidad, será un efecto accidental, aunque no indeseable.
1. Sin duda, sigue siendo la sepultura para los hombres de la modernidad un representante sugestivo, aunque anticuado, del principio de la caja negra. Además, los féretros modernos son ejemplo máximo de aquello en cuyo interior no miramos; no lo hacemos porque, por un lado, el motivo del descanso eterno infunde cierto respeto, y, por otro, estamos convencidos de que el féretro sepultado no contiene información alguna para nadie –excepto para unos pocos criminólogos o en el caso de las exhumaciones de motivación política–. La moderna caja mortuoria es una caja negra sin interés, como si estuviese vacía; en ella no hay un sujeto operativo cuya actividad pueda salir de la oscuridad e intervenir en nuestra esfera. Este convencimiento de que el féretro es una caja vacía hubo de adquirirse en un proceso cultural largo; pertenece al núcleo duro de lo que aún hoy se entiende, en un sentido positivo, por Ilustración. La Ilustración implica el convencimiento de la nada sepulcral, la certeza de que en los féretros no se planea ni se ejecuta nada que pueda tener a la luz del día consecuencias para nosotros. En este sentido, son los ataúdes de las tumbas las únicas cajas negras con las que tenemos una relación totalmente relajada. Son objetos epistemológicamente extinguidos; no tenemos que preocuparnos por que en ellos pueda haber un centro oculto de actividad; los muertos ya no compiten con nosotros por la realidad. Esto no siempre fue así. Los enterramientos fueron en otros tiempos auténticos centros de operaciones con influencia en los aconteceres del mundo, como nos demuestra una fugaz ojeada a la historia de las creencias en relación con la muerte. Si los muertos no son, como en la modernidad atea, biomáquinas desechadas cuyo sistema inmunitario ha dejado de funcionar –no otra cosa significa el concepto sistémico de vida–; si los muertos no sólo están en el absoluto fuera, sino que han pasado a otro estado de agregación del ser y existen invisibles en el otro lado de la luz diurna, se comprende que, en tiempos pasado, los enterramientos fuesen notables ejemplos de cajas negras llenas. Cuando albergaban personalidades significadas, especialmente antepasados, reyes y fundadores de religiones, la paz de la caja no estaba garantizada; al contrario: la tumba era un foco de intranquilidad como pocos –un taller de actividades que nos afectaban, una oficina en la que funcionarios del más allá concebían y aprobaban medidas para el más acá–. Las tumbas eran así casos paradigmáticos de experiencias con cajas negras. Los poderes reales se ejercían al otro lado de la tumba y la empleaban como puerta de entrada a nuestro mundo. En consecuencia, los intereses humanos en relación con el reino de los muertos entre la revolución neolítica –el comienzo de la gran era del enterramiento de los antepasados– y la época moderna –la era de la paz en las sepulturas– estaban bastante bien definidos: los vivos tuvieron que formarse las ideas más precisas sobre el interior de la caja eminentemente negra. Lo que, desde Aristóteles, conocemos con el término metafísica, empezó siendo, prefilosóficamente, investigación de caja negra, es decir, el intento de escrutar el interior de cajas negras de antepasados, reyes y dioses. El axioma de la más antigua epistemología era este: el saber de las tumbas es poder; penetrar en la caja negra de la muerte permite la complicidad con el modo de actuar del otro lado. De ahí que, en el corazón de las culturas antiguas, encontremos tan frecuentemente el saber sacerdotal, que es ante todo saber contactar con los espíritus que hay en el interior de la caja negra. A este respecto, la cultura egipcia pudo ser la que más lejos llegó; no sólo poseía una compleja sociología de los dioses; sus libros de los muertos demuestran que sus sacerdotes trazaban los mejores mapas del más allá, por lo que, en el mundo egipcio, la muerte podía verse como un viaje cuidadosamente planeado a un territorio bien explorado. Skinner, por cierto, habría tenido que enfrentarse en el Egipto faraónico a un doble mentalismo, porque, según el pensamiento egipcio, el hombre posee no una, sino dos almas: una nace en el cuerpo y la otra se queda en la placenta. De ahí la inmediata momificación de la placenta del faraón y su custodia por sacerdotes, hasta la muerte del soberano, en una dependencia real; luego las almas exterior e interior emprenderán juntas el viaje al reino de los muertos. A la vista de estas complicaciones, fue una suerte para Skinner haber vivido en la América cristiana, donde sólo tenía un alma que negar, y no dos.
Ante estas antiquísimas concepciones e imaginaciones es lícito hablar de un origen de la técnica en el espíritu de la observación de tumbas. Quien desee adquirir poder en este mundo, ha de intentar descubrir qué es lo que planean quienes operan en el interior de la caja negra y su modo de proceder. Así nació la magia, madre de la técnica: imitando y desbaratando operaciones con los muertos. Quien desde la claridad penetra en los secretos de la celda negra, adquiere poder simbólico y, por ende, operativo. Hasta el pasado más reciente, el poder de actuación humano se hallaba en gran parte limitado a los símbolos existentes. De cien operaciones importantes para la vida, noventa y nueve eran simbólicas. Su fondo mítico radicaba en la imitación de acciones de los muertos. La mayoría de las operaciones no simbólicas de la técnica, en cambio, tenían su origen en imitaciones de las cajas negras vivas que llamamos cuerpos. El camino a la era moderna es idéntico al de la conversión de acciones simbólicas en técnicas.
2. De hecho, los cuerpos vivos eran en otros tiempos –aparte de las tumbas– las cajas negras por antonomasia. Fueran estos animales o humanos, nunca se sabe lo que en ellos sucede. Aun viviendo en uno de estos cuerpos, siempre será impenetrable y sin abertura por donde mirar; de todas formas tengo, como habitante de mí mismo, un acceso privilegiado a este mi cuerpo, lo que en el coito quizá sea una ventaja y, en caso de mordedura de una serpiente, ciertamente un inconveniente. En lo que respecta a los cuerpos de nuestros semejantes, estos son tan opacos, que nos