y lo que entendemos por derechos humanos es esencialmente idéntico a la dignidad que adquirimos como sujetos capaces de leer. Si nos atribuimos derechos humanos, es porque nuestros nombres figuran en algún libro, por lo menos en los registros parroquiales y los registros oficiales, porque somos seres sobre los que individual o grupalmente podrían escribirse libros. Si Dios, el lector de los lectores, nos conoce, es porque, si somos metafísicamente afortunados, nuestro nombre consta en el libro de la vida. Nuestros semejantes nos deben reconocimiento porque tenemos con nosotros un pequeño libro: el pasaporte. Quien no quede satisfecho con este mínimo libro, o quien no está seguro de si Dios encontrará su nombre en el libro de la vida, puede escribir libros para asegurar su nombre y reclamar el derecho humano a ser leído. Esto presupone que hemos alcanzado el interior del mundo del libro y, por tanto, dominamos el arte de utilizar el material de la escritura. Para la gran mayoría, esta premisa está aún hoy fuera de lugar, siendo todavía válida la ecuación de libro y caja negra exterior. La gran mayoría no sale en toda su vida del plano de las instrucciones que acompañan a los aparatos técnicos, y en el caso de los libros, de sus cubiertas y de lo en ellas impreso. Desde hace milenios, las sociedades están divididas en las que pueden operar en los libros y las que ven en los libros cuerpos opacos. Esto se manifiesta también en dos formas diferentes de destruir libros. Quien quema libros del enemigo por su contenido, está del lado de los libros, porque la quema es una reseña crítica; quienes queman libros sólo son inocentes cuando los arrojan al fuego en la creencia de que su propiedad más notoria es la combustibilidad. El caso reciente más conocido de una quema ingenua ocurrió en 1946, después del descubrimiento de la biblioteca gnóstica de Nag Hammadi. La abuela del descubridor de los manuscritos quemó probablemente la mayor parte del hallazgo para hacerse un té. Algo de aquella abuela existe en cada uno de nosotros, porque la alfabetización es un proyecto por naturaleza fragmentario. Sólo podemos asimilar la fracción de una fracción de todas las páginas de libros existentes, y con el resto de los libros nos comportamos como si estuvieran destinados a hacernos el té. No obstante, la alfabetización ha iluminado artificialmente nuestro mundo interior de una manera admirable; nuestros oscuros cerebros se iluminan cuando acceden a la caja negra correcta, y la realidad no se mantiene firme por mucho tiempo cuando los que en ella habitan abren otros libros.
4. Prácticamente al mismo tiempo que el libro se alzó en la esfera humana una gigantesca caja negra cuyos conocedores la han presentado como un frío monstruo. Me refiero al Estado, materializado en autoridades administrativas o burocracias. Entre los egipcios, los griegos y los romanos, el aprendizaje de la escritura era casi siempre una preparación para acceder a la caja negra política. A los campesinos y los artesanos, en cambio, les parecían los primeros imperios, con sus palacios, templos y cancillerías, entidades extraterrenales; veían en estas construcciones gigantescas tumbas repletas de una misteriosa vida interna que regía sus destinos. Aún hoy, algunas personas tienen, cuando contemplan las altas torres de la administración, sensaciones numinosas; les parecen sarcófagos verticales en los que se hacen planes para ellas. Pero la actividad del Estado en el interior de sus oficinas consiste fundamentalmente en un incesante papeleo. De ahí que el Estado necesitara mesas especiales, los llamados bureaux, que se usaban para redactar documentos ex officio. Se supone que el vocablo francés para escritorio, bureau, viene de la bure, el paño basto que cubría las mesas de los funcionarios, igual que en las iglesias se cubría con telas la mesa del Señor para diferenciarla de las mesas profanas. La burocracia es escritura sobre la mesa cubierta del Estado. Se sabe que Carlomagno, siendo ya gobernante de un imperio militar al inicio de su madurez, intentó aprender a leer y escribir porque pensaba con razón que un monarca con ambiciones de la magnitud de las suyas debía ser el primer lector y escritor del Estado. Sólo así podía hacer fuerte una caja negra germánica contra la bizantina, y sólo así podían los francos ser nuevos romanos. El trono era entonces el corazón simbólico de la caja política, y las autoridades del Estado funcionaban como sus órganos internos. Si estudiamos la historia del Estado y de las ideas políticas sólo de la manera convencional, se nos escapa un aspecto decisivo de la estatalidad: no apreciaremos el hecho de que, para el público de todas las épocas, ha existido una cara del Estado que lo muestra ayuno de ideas e incomprensible. Quien opera en la monstruosa caja, justifica el Estado por su racionalidad –inicialmente con razones teológicas y, luego, democráticas que, no sin motivo, se llaman razón de Estado–. Quien, en cambio ve la caja negra política desde fuera, y eso es, hasta el día de hoy, lo propio de las grandes mayorías, sólo observa que la gente simplemente no entiende al Estado, cualesquiera sean las razones que puedan darse de su comportamiento. De ahí que en la mayor parte de la historia de las ideas políticas falte una historia –desgraciadamente nunca intentada– de la imposibilidad de entender el Estado por parte de sus habitantes. Este no entender aparece en dos condiciones. Una es el Estado dramático, especialmente en la guerra y la revolución, que es opaco para sus habitantes porque no pueden formarse una idea de las motivaciones de los actores del poder, o sólo se la forman demasiado tarde –por ejemplo, cuando los gobernantes publican sus memorias–; la mayoría de los europeos saben que Napoleón dirigió una campaña en Egipto, pero se puede dudar de que alguien –entre los contemporáneos y entre los historiadores– entendiera lo que Napoleón quiso hacer allí con su ejército. Otra condición es el Estado trivial, también opaco porque sus súbditos –más tarde sus ciudadanos– por lo general no saben lo que funcionarios y administradores hacen en sus ocultas rutinas. Desde que existe el Estado, existe también una incapacidad popular de comprender toda clase de actividades de los servidores públicos. De hecho, proponerse entender la máquina del Estado parece una empresa de naturaleza poco menos que epistemológica. La pregunta «¿qué hacen realmente los servidores públicos?» es casi tan fundamental como la pregunta de Immanuel Kant «¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?». Quien se la plantee, debe mostrarse dispuesto a investigar el interior de cajas monstruosas. Pero ¿qué podría movernos a hacerlo en serio? Los teóricos de sistemas dirán que el Estado administrativo opaco sólo expresa una tendencia estructural normal: las burocracias son formaciones que, bajo un imperativo organizativo racional, como se dice, establecen altos niveles de complejidad; su opacidad podría ser así una característica de su eficiencia. Concedamos a Bonn y a Bruselas el beneficio de la duda. Así como la mayoría de las personas viven muy bien sin saber con precisión lo que acontece en sus pulmones, su duodeno o su próstata mientras esos órganos funcionen aceptablemente, pueden abandonarse confiadas al Estado sin saber exactamente cómo están estructurados el Ministerio de Asuntos Exteriores, la Administración financiera o el Ministerio de Defensa. Luhmann ha demostrado brillantemente cómo en los sistemas complejos la confianza sustituye a la comprensión. De hecho, los Estados históricos más conocidos han sacado considerable ventaja de nuestra incapacidad de entender lo que hacen; y, a la inversa, han adoptado en su mayoría una actitud tolerante con nuestro desinterés por ellos. Cuando las encuestas demuestran que dos tercios de los ciudadanos de la República Federal Alemana no saben cuál es la diferencia entre el Bundestag (el parlamento) y el Bundesrat (la cámara territorial), los expertos ven en este dato un signo de que la República Federal se encuentra sistémicamente en buena forma. Más inquietante sería que masas de estudiantes empezaran a interesarse por el sistema de pensiones, o que toda la nación compartiera las preocupaciones del ministro de Asuntos Exteriores. Con todo, se anuncian tiempos en los que será imprescindible que haya poblaciones con más conocimiento para el sostenimiento de Estados extenuados; cada vez más entenderán por qué entienden cada vez menos la acción y la inacción del Estado. Los europeos habrán de encarar un siglo que abundará en lecciones sobre la caja negra política. Lo que antaño veíamos ingenuamente como la larga marcha a través de las instituciones, se mostrará como el deber de hacer horas extra en el interior de un complicado monstruo.
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