capacidad para construir el hardware, las máquinas, sin ser máquinas ellos mismos. De hecho, las generaciones poscartesianas abrieron nuevos horizontes al arte de la ingeniería: piénsese en la construcción de la máquina estatal en la teoría y la praxis del absolutismo; en la ingeniería de la belleza en la ópera cortesana y en el ceremonial palaciego del absolutismo; en la ingeniería de la verdad en las primeras academias científicas; en la ingeniería educativa de las escuelas jesuitas y sus contrapartes protestantes y seculares; en la ingeniería de la identificación personal en la fuerzas policiales modernas, y en la ingeniería militar en los ejércitos permanentes de los Estados territoriales. Estos ejemplos demuestran los inmensos efectos sobre el mundo de la capacidad constructora de las cajas negras pensantes y carentes de mundo. En la era moderna es soberano quien decide sobre la instauración de cajas negras.
Ambos comienzos del pensamiento nos dan una visión de las estructuras profundas de la racionalidad europea. Desde la ilustración griega, el pensamiento ambicioso quiso introducir la gran caja blanca del mundo en la pequeña caja negra del saber y la competencia. Si, a la inversa, se hubiera hecho lo aparentemente obvio, que es introducir la caja negra en la blanca, la primera habría quedado invisible en la segunda y desaparecido en la satisfecha luz de la inteligencia festiva. Y si la inteligencia no optaba por la mirada jovial, sino por operar en el mundo, la caja negra tenía que adquirir un tamaño considerable. La razón de que ambas cajas de se introdujeran una en la otra de manera tan improbable, guarda también relación con el poder que yace en el saber: el pensamiento en la caja blanca es ciertamente comprehensivo y deleitoso, pero sólo permite una forma débil de soberanía, porque es inoperante e impotente; en cambio, el pensamiento en la caja negra puede encogerse hasta el límite de la idiocia, y puede alimentar sentimientos subterráneos, pero posee agresividad lógica y abundantes consecuencias operativas. El lema moderno de Bacon «saber es poder» debe leerse como si hubiese dicho: construir en la caja negra es poder. El proceso del saber ha tenido adherido desde su comienzo un problema formal. A él se referían los antiguos cuando decían que el deseo humano de saberlo todo es como querer vaciar el océano con una cuchara. Los teólogos afirmaban que el intelecto finito no puede hacer cálculos con lo infinito; por eso debían los hombres subordinarse a Dios y conceder que sólo Él, el ser absolutamente superior, podía experimentar la perfecta unidad de blanco y negro, pues sólo en Él se unen la producción y la contemplación de todas las cosas en un gozo absoluto, mientras que nosotros debemos ser modestos y poner fin cuanto antes a nuestra ambición teórica; al hombre le corresponde entrar en la pequeña caja gris de la fe para algún día acceder desde ella a la gran caja blanca en Dios. Este esquema fue una constante en los criterios teológicos sobre la obra humana bajo premisas occidentales, y hoy aparece especialmente en los argumentos del pietismo verde. A pesar de aquellas advertencias, el intento de traer el mundo entero a las cajas negras autoconstruidas continuó atrayendo a los hombres de la era moderna y, aunque inicialmente pareciera absurdo su exceso, jamás se abandonó del todo, no obstante el largo periodo de estancamiento entre la Antigüedad tardía y el comienzo de la historia universitaria medieval, esto es, el nuevo inicio de una acumulación de capital cognitivo sobre suelo europeo. Esto testimonia la duradera fuerza explosiva de las artes nacidas de los experimentos negros iniciales. Durante mucho tiempo, la inteligencia negra esgrimió contra una gran mayoría blanca la prueba de que todo poder proviene de la caja negra. No son las miradas solares que los mecenas echan al mundo las que lo cambian, sino las ideas sobre posibilidades de acción, estrictamente formuladas, perfectamente operativas y carentes de mundo, que proceden de la oscuridad, las que inciden de modo efectivo en lo realmente existente. En esto se insinúa ya la imagen constructivista del mundo. Pero podemos suponer que, en tiempos de Platón, si no antes, ya se percibía la clara orientación al conocimiento de esta situación. Su obra demuestra hasta qué grado se había desarrollado la idea del poder latente en la caja negra: por algo daba Platón tanta importancia a los ejercicios matemáticos. Reconocía en los números y las figuras geométricas elementos soberanos provenientes de la caja negra que no necesitaban del mundo fenoménico para ser verdades. Sin duda tenía Platón una idea clara de la naturaleza intermedia del hombre; concedía que somos atraídos por la carne, aunque participemos de la revelación de los números. El platonismo dejó así una imagen crepuscular del hombre entre el erotismo y la matemática: somos seres que todavía debemos amar aunque podamos ya calcular. No es sorprendente que, después de Platón, no dejara de haber pensadores que quisieron inclinar la balanza del lado del cálculo, o, más generalmente, de la conexión independiente de todo contexto, de las ideas de Dios antes de la Creación. Desde entonces, el espectro del saber absoluto ha recorrido la historia europea del saber: todo él, fruto de la sugestiva idea de reemplazar completamente la caja blanca por una negra que tuviera su propia luz. Tal es la raíz del programa de la revolución constructivista: la caja negra de la conciencia operativa debe escribir un libro de instrucciones para la totalidad del mundo incluida la propia conciencia operativa. La teoría del gran todo, que empezó siendo blanca, tendría que dejar de ser sólo jovial, diurna, contemplativa, y volverse hacia la caja negra de la capacidad consciente para desarrollar un arte aplicado, rutinario, esto es, para convertirse en técnica. La gran teoría sería entonces realmente lo que siempre quiso ser en su más profundo sueño mágico: una potencia mundial fundada en la técnica.
Soy consciente de haber introducido aquí un concepto de caja negra que contradice el concepto usual que el psicólogo behaviorista B. F. Skinner hizo popular. Como es sabido, Skinner se propuso desterrar los llamados conceptos mentalistas de la psicología introspectiva, como los de voluntad, espontaneidad, libertad, interioridad, inteligencia y otros, del campo de una psicología puramente empírica, orientada a la conducta manifiesta, exigiendo que el objeto o el complejo de formas de conducta que la tradición había llamado alma, se entendiera como una caja negra en la que todo examen directo era tan imposible como carente de sentido. Skinner dijo haber tomado el término caja negra de la jerga de los soldados, que así llamaba a los objetos abandonados por el enemigo porque, pudiendo ser minas, en ninguna circunstancia debían abrirse y examinarse. En contraste con este concepto de caja negra, me he servido de otro diferente que posee ciertas notas de subjetividad e interioridad constantes, desde luego no del tipo de la chispa mística, sino como elementos de un programa endógeno o una idea fija que se repite y se impone, ajena a todo contexto, contra entornos cambiantes. Ejemplos típicos son aquí las máquinas inteligentes como las registradoras de datos de vuelo que portan las aeronaves, y a las que ahora se llama también cajas negras; se conocen casos en los que, después de una catástrofe aérea, sólo se busca la caja negra, como si fuese la única alma superviviente de las que había a bordo capaz de proporcionar información sobre las causas del siniestro. Esto presupone que una caja negra está construida para funcionar a la vez como un escáner del entorno –algo así como un observador y memorizador de parámetros de vuelo– y una unidad independiente de todo contexto. Mientras que los seres humanos salen, al estrellarse el avión, de su continuum biológico, las cajas negras no son sensibles a los súbitos cambios de altitud, pues están diseñadas para registrar indolentes la diferencia entre aterrizar y estrellarse. Se puede sospechar que, en la actual revolución técnica, cada vez más personas sienten el deseo de convertirse ellas mismas en cajas negras inmortales; las religiones de caja blanca se desvanecen poco a poco porque tienen por condición un hombre demasiado vulnerable, demasiado pasivo, ontológicamente masoquista. Mientras poco a poco parece darse en la caja blanca una primacía de la percepción sobre la acción –esto es la normalidad fenomenológica–, en la caja negra adquiere absoluta primacía la propia operación sobre la relación con el mundo en torno; esta es la situación estándar de la tecnología o la función sistémica.
Los dos tipos de caja engranan constantemente en la experiencia cotidiana del mundo. Cuando se ve el mundo como caja blanca, domina el prejuicio de la apertura y la transparencia, en el caso ideal el mundo blanco es un espacio sin secretos; habrá en él sombras, pero nada inconsciente, ningún reverso que permanezca en la oscuridad. Se cree conocerlo, hay un sentimiento de seguridad en la claridad, y lo que actualmente no está en el campo de visión, es en principio visible, aunque no haya por el momento ningún observador. El mundo blanco da motivo para una serenidad epistemológica omniabarcadora, porque, en ella, ser y presencia convergen. Pero esta apertura de las cosas es en todo momento saboteada por la experiencia cotidiana. Pues también en el mundo contemplado con prejuicios blancos emergen cajas negras que contrastan