Rafael Fiol Mateos

Pedro Casciaro


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con su fe, corrió con frecuencia el riesgo de ser detenido y llevado a prisión. «En las primeras semanas de la guerra se recrudeció el anticlericalismo», escribió Pedro, «y tuvo lugar una tremenda persecución contra la Iglesia. Recordaré únicamente una cifra particularmente expresiva: en sólo un día, el 25 de julio, fiesta de Santiago, Patrón de España, fueron asesinados 95 eclesiásticos en todo el país. Recuerdo muy bien aquel día, porque fue el último en el que pude asistir a Misa en Torrevieja, en unos locales provisionales de la parroquia, que había sido incendiada»[12].

      Para muchos, esas circunstancias hubieran justificado un «¿qué se le va a hacer?, ad impossibilia nemo tenetur»[13]. Pero Pedro, que deseaba ir a Misa diariamente, no se encogió ante el peligro. A sus 21 años, cada mañana tomaba una bicicleta y recorría siete u ocho kilómetros de camino hasta Torrelamata, un pueblo vecino, donde un sacerdote seguía celebrando Misa: una acción desafiante, valiente. «Llegar hasta aquel lugar no era nada sencillo: necesitaba un salvoconducto» y debía mostrarlo «sin cesar en los numerosos puestos de control que había en las salidas de las carreteras»[14]. Resultó que «el párroco de aquel pueblecito era un sacerdote anciano, que había regresado recientemente desde México, después de muchos años de ministerio sacerdotal en ese país. Tenía gran devoción a Nuestra Señora de Guadalupe, advocación mariana que yo desconocía. Lo habían llevado, pocos días antes, al Comité Revolucionario del pueblo, pero no se arredró: acudió con gran confianza en su interior a la Guadalupana y lo dejaron, sorprendentemente, en libertad. Poco después le prohibieron celebrar Misa»[15].

      Pedro contaba que, cuando ese sacerdote fue conducido ante el Comité Revolucionario, vestía un sombrero negro de seglar, dentro del cual había colocado una pequeña estampa de la Virgen del Tepeyac, para que lo protegiera. Esta fue la primera noticia que tuvo Pedro sobre la Virgen de Guadalupe, a quien visitaría con frecuencia en su Basílica años después.

      A Torrevieja llegaban informaciones confusas, que lo inquietaban: «Se hablaba de miles de asesinatos en Madrid; y las cifras iban aumentando de boca en boca, creando un clima de gran desasosiego»[16]. Esto lo llevó a rezar constantemente por el Padre y por los demás que habían quedado allí. Por fin en septiembre pudo saber de ellos, gracias a una tarjeta postal que le mandó san Josemaría[17].

      En la finca de Los Hoyos, Pedro

      se fue convirtiendo en el brazo derecho de su abuelo Julio, encargándose entre otras cosas de gestionar la obtención del pasaporte inglés del anciano pariente. En efecto, Julio Casciaro había nacido en Cartagena, pero su padre, que tenía la nacionalidad inglesa por haber nacido en Gibraltar, le había inscrito al poco tiempo en el consulado inglés de Cartagena. Al comienzo de la guerra, ese consulado se había trasladado a Alicante. Pedro viajó a la capital alicantina, regresó con el pasaporte inglés de sus abuelos y diseñó una bandera inglesa que fue puesta en lo más alto de la finca; de ese modo, teóricamente, Los Hoyos pasaba a ser territorio británico[18].

      Con esa bandera colocada en lo más alto de un antiguo palomar y teniendo en cuenta que la finca estaba apartada de las zonas con población, «los Casciaro disfrutaban de la paz que ofrece una propiedad rural alejada de los problemas de abastecimiento o de inseguridad personal. Solo sufrieron algunas requisas de ganado y de alimentos por parte de los milicianos»[19].

      Pedro gozaba de este pacífico aislamiento hasta que, a causa de la evolución de la guerra, el ejército republicano se vio obligado a realizar un nuevo reclutamiento, y Pedro, que al principio del conflicto armado había sido declarado no apto, fue llamado a una nueva revisión en julio de 1937.

      De la caja de reclutas de Albacete lo transportaron, junto con los demás conscriptos, a un campo de concentración que era un verdadero caos. Se formaron tres grupos: los tuberculosos, los que padecían tracoma —una enfermedad infecciosa de los ojos— y la compañía del vidrio, es decir, los que llevaban lentes. Pedro pertenecía a esta aventajada categoría, comparada con las otras dos. Pero estaban todos completamente revueltos, a pesar de que tanto el tracoma como la tuberculosis son enfermedades contagiosas.

      Después de un somero reconocimiento médico, Pedro fue declarado apto para trabajar en oficinas militares. Fue destinado a Valencia, a la Dirección General de los Servicios de la Remonta, una sección del arma de caballería que se encargaba de proveer de caballos al ejército. En la misma ciudad estaba Paco Botella, su alma gemela: eran compañeros de carrera en Madrid, habían respondido a la llamada de Dios al Opus Dei con pocos días de diferencia y ahora volvían a encontrarse en la capital levantina, donde se veían diariamente en casa de Paco.

      En esta etapa se enmarca otro episodio en que el joven Casciaro se jugó la vida, y que se lo oí contar en más de una ocasión. Se hallaba con otros soldados en la caja de carga de un camión militar. Estaba rodeado del ambiente del Frente Popular: carteles de propaganda en favor de la revolución comunista, marchas encendidas de ardor castrense, etc. La fuerte carga ideológica que se encontraba en el origen de aquella guerra explica en buena parte el odio y la violencia brutal que desencadenó. Tal vez, con nuestra perspectiva actual, resulta difícil de comprender.

      El camión del ejército republicano va circulando por las calles valencianas, cuando a Pedro se le ocurre sacar un pañuelo del bolsillo de su pantalón, sin darse cuenta de que con el mismo movimiento arrastra también su rosario, que cae al suelo del vehículo, a la vista de todos. Llamar embarazosa a esta situación sería quedarnos muy cortos: en esas circunstancias, cualquier señal de religiosidad llevaba consigo un riesgo enorme. En la zona republicana, muchas personas habían sido llevadas al paredón tan solo por pequeños signos de práctica religiosa católica.

      El nuevo recluta es plenamente consciente de la gravedad de su situación. Parecía que, de momento, nadie había notado el rosario. Podía ignorarlo y mirar para otro lado, aparentando no tener relación con aquel objeto de piedad, tan acusadoramente situado en medio de la plataforma del camión. Pero se acercó al rosario y, con aparente tranquilidad —solo aparente— lo recogió, lo besó y se lo guardó. Acababa de arriesgar su vida, pero en su interior sentía una gran paz. Había sido fiel a Dios en circunstancias extremas.

      El comienzo de la guerra civil había sorprendido a san Josemaría y a muchos de sus hijos espirituales en Madrid. Algunos fieles de la Obra habían sido detenidos y recluidos en prisión. Los demás, salvo contadas excepciones, debían permanecer escondidos en casas o en sedes diplomáticas.

      Al inicio, muchos pensaron que el conflicto se resolvería en poco tiempo. Posteriormente ambos bandos se percataron de que se alargaría muchos meses, si no años, por el desarrollo de la contienda militar y, de modo particular, cuando el general Franco no pudo entrar en Madrid, en noviembre de 1936. Por este motivo, el fundador del Opus Dei había ido perfilando, con varios miembros de la Obra, la manera más conveniente y viable de pasar a la otra zona de España, donde la Iglesia no era perseguida. En efecto, en la capital faltaban las mínimas condiciones de libertad para realizar el apostolado para el que se sabían llamados por Dios.

      Realizaron varios intentos de ser evacuados con ayuda de algunas embajadas, pero las gestiones no dieron resultado[20]. Después de valorar diferentes posibilidades, tomaron la decisión de escapar de la zona republicana en una expedición a pie a través de las montañas de los Pirineos. Francisco Ponz relata cómo se sumaron Paco y Pedro a este plan:

      En octubre de 1937 Pedro y Paco, que estaban en Valencia como soldados del ejército republicano, en plena guerra, recibieron la visita de Juan Jiménez Vargas[21], médico, del Opus Dei que, procedente de Madrid, les anunció la inmediata llegada de don Josemaría, de paso para Barcelona, desde donde trataría de alcanzar la otra zona de España a través de los Pirineos, por Andorra y Francia. Les animó a mantenerse fieles a la Obra y al fundador y les contó de modo escueto lo más significativo de la etapa de cerca de quince meses últimos de guerra en Madrid.

      Y el día 8 de ese mismo mes, Pedro, con muy viva emoción, pudo saludar de nuevo al fundador, en casa de Paco Botella. Don Josemaría, que seguía muy seguro de que la Obra estaba en las manos de Dios y de que saldría adelante, les explicó que, después de rezar mucho, había aceptado el plan para dejar aquella zona de España en la que la persecución