Rafael Fiol Mateos

Pedro Casciaro


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desde el comienzo de mi vocación, que no debía dialogar con tres tipos de tentaciones: las que fueran contra la fe, contra la pureza y contra el camino»[16]. Estas tres convicciones se convirtieron en cimientos inamovibles de la vida de Pedro.

      Unas semanas después de pedir la admisión en la Obra, Pedro marchó a Albacete para pasar las vacaciones de Navidad con sus padres y su hermano. A su vuelta a Madrid, en los primeros días de enero de 1936, se trasladó a la residencia de Ferraz, más cerca de la Escuela de Arquitectura.

      Pedro Casciaro, en cambio, admirando su valentía, consideraba desde otra perspectiva la situación que atravesaba la sociedad española. Más allá de las diversas opciones partidistas de entonces, y teniendo en cuenta que no se sabía que aquella coyuntura desembocaría en una terrible contienda, se planteaba las causas más hondas. Su indiscutible patriotismo y su seria preocupación por la crisis del momento, no le impedían ver también más allá de las fronteras de España.

      Los dos amigos intercambiaban sus impresiones, llegando incluso a conversaciones acaloradas, porque ambos se apasionaban. Estaban de acuerdo en lo intolerable de los ataques a la libertad religiosa de los católicos, pero sus reacciones eran diferentes. Pedro, como había aprendido del Padre, deseaba ayudar a todos, también a los pertenecientes a las facciones que empezaban a enfrentarse en aquellos meses previos a la guerra. A Pedro le interesaba acercar a Dios a todos, fueran tirios o troyanos: a los de izquierda, a los de derecha y a los de centro.

      LA ALFOMBRA DEL ORATORIO

      Una mañana de primavera de 1936, Pedro salía tranquilamente del oratorio de la residencia cuando, en el vestíbulo, encontró a don Josemaría rezando la Liturgia de las Horas, sentado sobre un banco de madera.

      No quise decirle nada para no turbar su recogimiento pero, al pasar, me hizo una señal con la mano, sin levantar los ojos del libro, y me indicó que lo esperase un instante. Terminó el Salmo, puso el dedo sobre el breviario señalando el lugar en que se había detenido y, mirándome con afecto, me preguntó algo que no me esperaba en absoluto: «Pedro, ¿estarías dispuesto a ser sacerdote, si recibieras la llamada?». Me quedé de una pieza: era lo último que me esperaba escuchar en aquel momento. Pero le respondí enseguida: «Pienso que sí, Padre».

      Volví al oratorio. Poco después entró el Padre. Se puso de rodillas a mi lado y me señaló la alfombra roja que cubría la tarima del altar: «El sacerdote —me dijo en voz baja— tiene que ser como esa alfombra; sobre ella se consagra el Cuerpo del Señor; está en el altar, sí, pero está para servir; más aún, está para que los demás pisen blando, y ya ves, no se queja, no protesta... ¿Comprendes cuál es el servicio del sacerdote? Ya verás que más adelante, en tu vida, reflexionarás sobre esto».

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