Rafael Fiol Mateos

Pedro Casciaro


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resaltó la responsabilidad que tenían por la llamada divina recibida, lo que dejó a ambos hondamente impresionados y mucho más conscientes de la misión que les correspondía en la Obra, en aquellas singulares circunstancias.

      Al día siguiente, 9 [de octubre], el Padre celebró la Santa Misa, incluso con cirios y ornamentos, en la casa en que habían dormido, de Eugenio Sellés, un farmacéutico al que conocían de Madrid, aunque Pedro no pudo asistir por sus obligaciones militares.

      Los viajeros, con Pedro y Paco, fueron a almorzar a un restaurante muy modesto; estando allí sucedió que llegaron unos milicianos para hacer una ronda rutinaria de revisión de la documentación personal, lo que produjo gran nerviosismo de Pedro, que conocía bien el escaso valor de los documentos de que eran portadores los demás. El Padre, que se dio cuenta, le tranquilizó, diciéndole que encomendara la situación a los Custodios; e inexplicablemente, los milicianos sólo pidieron la documentación a Pedro, que era el único que la llevaba en regla.

      Por la noche del mismo día 9, el Padre y sus acompañantes tomaron el tren que les conduciría a Barcelona adonde llegaron a media mañana del 10. Paco y Pedro les despidieron en la estación, muy conmovidos porque nadie sabía cuándo se volverían a encontrar[22].

      A los pocos días, ya desde Barcelona, Juan Jiménez Vargas advirtió a Pedro, de parte de san Josemaría, que deseaba verle. Su intención era que se uniera, más adelante, al plan de evasión que estaban organizando. Pedro tenía una confianza total en el fundador. Y «no se sabe si por inconsciencia o por pensar que todo estaba ya arreglado», sin más trámites, simple y sencillamente, «se marchó de su destino militar sin permiso»[23], para unirse a ellos inmediatamente. Sabía que las consecuencias de una deserción del ejército —más aún en tiempo de guerra— eran gravísimas. Las penas oscilaban entre el arresto, ser enviado a un batallón disciplinario o el fusilamiento[24].

      «Sin pensárselo dos veces, sustrajo un oficio timbrado en la Dirección General y “se concedió” unos días de permiso imitando la firma de sus superiores en el salvoconducto. Esa misma noche tomó el tren, mientras Botella le despedía pesaroso porque se quedaba solo. Al llegar a Barcelona, el fundador de la Obra aclaró a Casciaro que le había llamado para que conociera “a las personas que podían, en su caso —más adelante—, ponernos en contacto con los enlaces”[25]»[26].

      Después de hablar con el Padre y de conocer la fecha estimada de partida, regresó a Valencia. Inexplicablemente lo castigaron con la pena mínima: tan solo dieciséis días de reclusión. Su coronel le había tomado afecto y, aunque semejante falta le supuso una gran decepción, sólo añadió un día a los quince que el reglamento señalaba para ser considerado arresto mayor. Pedro relataba lo que sucedió a continuación:

      Resultó que en ningún cuartel de Valencia había calabozo. Tuve que esperar varias horas custodiado por un soldado, en el patio del cuartel de San Antón, hasta que pusieron puerta y cerradura a una especie de pequeño almacén, y también a que tapiaran la única ventana que tenía aquel lugar[27].

      Paco Botella acudía a visitarlo. A veces, cuando el cabo de guardia era benévolo, le permitían entrar en la celda o concedían que el prisionero saliera a pasear con él por el patio del cuartel. En cambio, otras veces sólo podían comunicarse a través del único ventanuco de la puerta, por el que el visitante entregaba al detenido un escaso puñado de cacahuates[28].

      Lo curioso del caso es que, apenas cumplidos los dieciséis días de arresto, Pedro volvió a desertar. Esto fue lo que ocurrió. El Padre recordaba con pena los grandes deseos de Paco y de Pedro de unirse a la expedición a través de las montañas. Por eso, el día 22 de octubre Juan Jiménez Vargas fue a Valencia para recogerlos. Allí supo que Pedro debía cumplir aún nueve días de calabozo. Entonces Juan decidió llegarse a Daimiel[29], para buscar a Miguel Fisac y proponerle que se uniera a la expedición. Miguel era un estudiante, compañero de Pedro, entonces de la Obra, que llevaba encerrado en un espacio reducido e inhóspito —el falso techo de su casa— casi doce meses[30].

      Juan fue audaz. Al ver el sufrimiento y la pesadumbre de san Josemaría por los que quedaban en la zona de peligro, entre los que estaban estos tres jóvenes hijos suyos, él mismo se ofreció a hacer este arriesgado viaje para llevarlos a Barcelona; y, con su característica determinación y valentía, contando con la bendición del Padre, se lanzó a la aventura.

      El viaje de Juan en tren, de aproximadamente 1.400 kilómetros entre ida y vuelta[31], suponía correr riesgos y penalidades. Finalmente llegaron los cuatro a Barcelona el 2 de noviembre de 1937, a las cuatro de la mañana. Después de acostarse un rato en la estación, se dirigieron a la Diagonal, esquina con Vía Layetana, donde se alojaba san Josemaría, que en aquellos momentos estaba celebrando allí la Santa Misa. Al dar la Comunión, fraccionó las Sagradas Formas para que pudieran comulgar también los recién llegados.

      Aquí me permito aportar una reflexión personal. Cuando, años después, conocí el Opus Dei, me percaté de la naturalidad con que los primeros de la Obra veían los acontecimientos diarios a la luz de la fe. Las decisiones que tomaban, la comprensión de los sucesos pequeños y grandes, todo estaba condicionado y empapado por la fe. Por ejemplo, me comentaba el profesor Vicente Rodríguez Casado[32] que durante la guerra civil española estaban convencidos de que ninguno correría peligro de muerte, a pesar de que aquella lucha dejó alrededor de trescientos mil muertos[33]. ¿Cómo vamos a morir, si somos tan pocos y tenemos el encargo de Dios de extender la Obra por el mundo?, pensaban. Este razonamiento no los llevaba a cometer imprudencias, pero sí a actuar con una paz y una seguridad pasmosas.

      Esa misma fe expresaba Pedro Casciaro en sus testimonios acerca de la vida de san Josemaría: la Providencia divina —nos comentaba más o menos con estas palabras—, siempre delicadamente presente, se manifestó de modo impactante y extraordinario en aquellos años de la guerra, día tras día, hora tras hora. Humanamente parecía imposible que aquel grupo del paso de los Pirineos superara tantas dificultades. Pero las vencimos, una tras otra, porque Dios lo quiso. Esa era la conclusión a la que llegaba san Josemaría cuando, posteriormente, reflexionábamos sobre todo lo ocurrido.

      El 19 y el 21 de noviembre de 1937 partieron, en dos grupos, de Barcelona hacia Peramola, un municipio de la provincia de Lérida, relativamente próximo a la cordillera pirenaica. En las jornadas sucesivas fueron llegando a una masía, Can Vilaró, de la familia de Pere Sala. Pere los acompañó más arriba, a la cercana iglesia rectoral de Pallerols, donde permanecieron escondidos varios días. Es un templo románico del siglo XI, de modestas dimensiones, levantado sobre un collado, a más de 800 metros sobre el nivel del mar; en un entorno agradable de pinos y matorrales, que deleita la vista. Esta iglesita había sido presa del furor revolucionario: unos exaltados habían roto las puertas, destrozado los retablos y quemado los restos en el interior.

      A partir del día 22 estuvieron emboscados en los pinares de la zona, en una rústica choza que denominaron «cabaña de san Rafael». El 27 de noviembre se incorporaron a una expedición con otras veinte personas, bajo la guía de un experto conocedor del lugar y de los movimientos de los milicianos. Tras seis jornadas de marchas nocturnas por cuestas empinadas, pedregales y desfiladeros, mal equipados, ocultándose y durmiendo mal durante el día, pasando hambre y frío, por fin llegaron a Andorra el 2 de diciembre.

      Una de las innumerables vicisitudes de esa peripecia acaeció el 28 de noviembre, durante la ascensión al monte Aubens, de 1.583 metros de altura. Pedro, como los demás, iba jadeando por el esfuerzo. Las energías comenzaban a flaquear y dos de ellos, José María[34] y Tomás[35], estuvieron a punto de quedar extenuados.

      La pendiente era grande —recuerda Juan [Jiménez Vargas]— y en algunos momentos sólo se podía andar trepando por las piedras. Apenas empezar este tramo Tomás Alvira se cayó desvanecido. Estaba en tal estado de agotamiento que pensaba que no podría llegar al final. Intentamos reanimarlo. Pero en un determinado momento el jefe dio la orden de seguir porque había que alcanzar la cumbre antes del anochecer. Ordenó que a Tomás lo dejáramos allí. Era una decisión brutal y no estábamos dispuestos a aceptarla, pero Tomás no se sentía con fuerzas para nada. Entonces el Padre tomó al guía del brazo, habló unos