Rafael Fiol Mateos

Pedro Casciaro


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agotamiento fue porque Dios quiso y porque el Padre actuó con una impresionante caridad y fortaleza. (...) Increíblemente, nuestro inflexible guía cedió y, en un caso y en otro, siguieron adelante[36].

      ¿Cómo es que, a partir de la conversación de aquel joven sacerdote con el guía, lograron culminar la ascensión? «Varios de nuestro grupo —cuenta Casciaro— fuimos turnándonos para ayudar a José María, que llegó a estar inmóvil, inexpresivamente sonriente y enajenado. (...) Si le dábamos la mano, seguía caminando, pero muy lentamente; en cuanto lo soltábamos, se detenía de nuevo, sin reaccionar ante nuestras palabras. Parecía no oír»[37].

      Probablemente, aunque parezca inhumano, aquel guía tenía razón. Sabía que todo el grupo se estaba exponiendo a un peligro extremo, a causa de la debilidad de dos de sus miembros: estaban en una guerra, no de excursión. Las milicias republicanas hacían rondas por toda la zona fronteriza. En aquella disyuntiva tremenda la tensión era enorme. ¿Qué misteriosa fuerza transmitió la ayuda de Pedro y de los otros, para que José María Albareda volviera a ponerse en marcha, cuando momentos antes no podía dar ni un paso más? El apoyo y la confianza de un hermano actúan como el mejor energético, por encima de las leyes de la fisiología.

      Pasados los años, en agosto de 1965, Pedro participó en un curso de formación y de descanso, en una casa a orillas del bellísimo lago de Como, en el norte de Italia. Allí había también un nutrido grupo de jóvenes del Opus Dei. Un día les contaba en animada tertulia estos sucesos del paso a través de las montañas. Uno de ellos, llevado de su asombro, tal vez imaginándose a sí mismo en situaciones semejantes, le preguntó con ingenuidad: «Pero vuestros padres, ¿qué decían de todo eso?». Y Pedro, sorprendido, respondió: «¿Nuestros padres...? ¡Pero si nos estábamos jugando la vida!»[38].

      Aquellos fugitivos llevaban un año y cuatro meses yendo de un sitio a otro, escondiéndose y, con frecuencia, arriesgando la vida por defender su fe. Estos gestos de Pedro —las misas en Torrelamata, el rosario recogido del suelo del camión o la disyuntiva del monte Aubens— manifiestan bien una faceta de su personalidad. En esos momentos no dudó en ser fiel a Cristo, costara lo que costase. Pienso que esa actitud siguió acompañándolo siempre, aunque de manera ordinaria, en un dar la vida día a día, paso a paso, para servir al Señor y a todos los hombres.

      Al llegar a Andorra comprobaron, una vez más, que Dios los había protegido en aquella aventura que acababan de concluir con éxito: a las pocas horas cayó una gran nevada que los mantuvo bloqueados por varios días. De haberse producido antes, no hubieran podido sobrevivir por la falta de equipo y de refugios. Por fin el 11 de diciembre las carreteras se despejaron y se dirigieron a Lourdes, para agradecer a la Virgen María el éxito de la travesía realizada. Al llegar al santuario, san Josemaría se dispuso a celebrar la Santa Misa. Pedro Casciaro recuerda que el fundador de la Obra le dijo:

      «Supongo que ofrecerás la Misa por la conversión de tu padre y para que el Señor le dé muchos años de vida cristiana». Me quedé profundamente sorprendido: realmente yo no había ofrecido la Misa por esa intención; es más, estaba poco concentrado y con la atonía natural de quien se ha levantado muy temprano y aún se encuentra en ayunas. Me impresionó además que el Padre, precisamente en esos momentos en que con tanto fervor se disponía a dar gracias a Nuestra Señora, y que tantas cosas iba a encomendarle, tuviera el corazón tan grande como para acordarse de mis problemas familiares. Conmovido, le contesté en el mismo tono: lo haré, Padre. Entonces, en voz baja, añadió: «Hazlo, hijo mío; pídelo a la Virgen, y verás qué maravillas te concederá». Y comenzó la Misa[39].

      Apunto un recuerdo de mi bisabuela Mamá Elisa, que era muy bondadosa. Cuando una persona se olvidaba de felicitar a otra, en el cumpleaños o en otros aniversarios, y alguien la disculpaba diciendo «es que se le habrá olvidado», ella matizaba: «Eso es lo malo, que se le olvidó». San Josemaría no olvidaba esos detalles. Era extraordinaria la agudeza y la finura de su cariño. Todos los que lo tratamos, guardamos recuerdos inolvidables de su afecto.

      Enseguida tomaron de nuevo el camino hacia España. El 12 de diciembre, fiesta de nuestra Señora de Guadalupe, llegaron a Fuenterrabía y, al día siguiente, a San Sebastián. San Josemaría aconsejó a Pedro que hiciera una detallada relación escrita, para entregarla a la oficina de información, en la que constaran las acciones de su padre para salvar muchas vidas y para evitar sacrilegios, valiéndose del puesto que ocupaba en la Comisión Provincial de Monumentos Históri­cos y Artísticos de Albacete. También «había logrado esconder en unos almacenes en Albacete y en el pueblo de Fuensanta, ignorados por las masas, muchos vasos sagrados, custodias, imágenes religiosas, etc.». El Padre insis­tió: «Es justo que el día de mañana se sepa el bien que ha hecho tanta gente buena, independientemente de sus opiniones políticas»[40].

      Paco Botella y Pedro Casciaro, después de presentarse a las autoridades militares, fueron destinados al Regimiento de Minadores-Zapadores de Pamplona, adonde llegaron el 17 de diciembre. Aquella primera Navidad en libertad la celebraron en el cuartel, donde recibieron la visita de san Josemaría y de José María Albareda, que comieron con ellos el día 25.

      Paco y Pedro estaban otra vez juntos y al lado del Padre, en Pamplona, en los días siguientes a la llegada a la llamada «zona nacional». Los demás expedicionarios del paso de los Pirineos se habían incorporado a sus nuevos destinos, propios de tiempo de guerra. El Padre se alojaba en el palacio episcopal, por invitación del arzobispo de Pamplona, don Marcelino Olaechea, buen amigo suyo que le demostraba gran aprecio.

      Por entonces tuvieron que enfrentarse con un enemigo tan pequeño como insidioso: una de las más de tres mil especies de neópteros, llamada ftirápteros o sencillamente piojos. Ya los habían conocido en los bosques de Rialp, en la «cabaña de san Rafael», y desde entonces se habían convertido en “amigos inseparables”. Lo tomaron con buen humor[41] pero les daban una lata tremenda, como rememora Pedro:

      Cuando tiritábamos de frío en el cuartel, teníamos que movernos continuamente, y cuando estábamos en un lugar caliente —en ese caso en el palacio episcopal— los piojos empezaban a picar, por lo que siempre estábamos en movimiento continuo. Comencé entonces a tratar de matar los que pudiera. En ese momento nos sorprendió el Padre. Más que risa, esto le producía pena al Padre. Para animarnos, comentó entonces lo del Cristo de los piojos de santa Teresa[42].

      Se cuenta que hubo una epidemia en el monasterio de San José, en Ávila, hacia el año 1565, y que estos animalitos se instalaron en los hábitos de las monjitas. La santa les sugirió realizar una rogativa a una imagen de Jesucristo crucificado, ubicada en el coro, que llevaron en procesión. Acompañaron sus rezos con pitos, tambores, sonajas y otros instrumentos improvisados que tenían para sus recreaciones. Teresa compuso unos versos, entre piadosos, ingenuos y jocosos, que alternaban varias estrofas y un estribillo. La madre recitaba:

      Pues vinistes a morir,

      no desmayéis;

      y de gente tan cevil[43]

      no temeréis.

      Remedio en Dios hallaréis

      en tanto mal.

      Las monjas contestaban:

      Pues nos dais vestido nuevo,

      Rey celestial,

      librad de la mala gente

      este sayal[44].

      Y así continuaban otras estrofas igualmente joviales. En adelante, cuenta la historia, no hubo más piojos en este monasterio ni en ningún otro Carmelo. Esta es la causa por la que desde entonces se conoce a esta imagen con el nombre de «Cristo de los piojos».

      El 8 de marzo de 1938 Pedro fue a Burgos, ciudad castellana del Cid Campeador. Se instaló en la misma pensión en la que residían el fundador, José María Albareda y Paco Botella, en la calle Santa Clara. A los pocos días se trasladaron a una habitación del pequeño Hotel Sabadell[45]. Pedro fue destinado a la Dirección General de Movilización, Instrucción y Recuperación. Cuando los jefes militares se enteraron de que tenía casi terminada la licenciatura en Ciencias Exactas, lo adscribieron al Gabinete de Cifra,