Julio Carreras

La nave A-122


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en las oficinas generales del ejército en París. Los alemanes habían derrotado a las fuerzas aliadas en Dunkerque y marchaban imparables hacia la capital francesa. El traslado de la sede del gobierno al sur del país parecía inminente y, salvo que sucediera un milagro en los próximos días, Reynaud aceptaría las condiciones de los nazis para firmar un armisticio. La alargada habitación donde le habían ordenado que se presentara era un resumen perfecto de la situación. Los teléfonos sonaban incesantemente, oficiales y soldados entraban y salían en un constante vaivén, las estanterías estaban medio vacías y montones de papeles se apilaban por todas partes esperando que atareadas secretarias los bajaran en carritos de metal al crematorio.

      —¿Por qué motivo, mi capitán?

      No entendía su decisión. Precisamente ahora que los nazis acechaban la capital, era el momento para estar en París. Si se preparaba una ofensiva para defenderla, su nombre debía figurar en ella y si era abandonada a su suerte, sus conocimientos de alemán, ganados gracias a su tesón y un pequeño y manoseado libro que no recordaba cómo llegó a sus manos, podrían granjearle una oportunidad como enlace con el enemigo.

      —¿Por qué?, ¿por qué?... —rezongó su superior meneando de un lado a otro la cabeza—. ¿Usted se cree que esto es la escuela? ¿Me ve cara de maestra?

      —No, mi capitán.

      —Pues entonces no me pregunte lo que no le sé responder. Quizá le quieran usar como talismán… ¿No dice usted que tiene tanta suerte? Solo sé que su nombre está en la lista. Mañana a primera hora tomará el vuelo 639 a Pau desde Orly. Preséntese en el aeropuerto a las seis en punto y pregunte por el teniente René Marchessau.

      —Perdone que insista, pero no entiendo nada…

      —Bienvenido al ejército, el epicentro de las cosas que no se comprenden. Aquí lo que se suele hacer es obedecer órdenes y usted tiene una. Ahora, ¡lárguese de aquí! Haga el petate, despídase de su novia o vaya al Pigalle a emborracharse.

      —Sí, señor —respondió Max en voz baja, visiblemente amargado.

      Tan solo había dado un par de pasos hacia la salida cuando su superior bramó a sus espaldas.

      —¡No lo olvide! Mañana a las seis en punto.

      Y así es como Max Rouget y su petate, junto a una treintena de soldados, partió el once de junio, tres días antes de la toma de París, a la base de Pau en el sur de Francia. Apenas cruzó palabra con nadie durante el vuelo. Estaba taciturno, lamentándose por los acontecimientos de los días anteriores y por el modo en el que la burocracia, de un plumazo, había echado por tierra sus aspiraciones. Además, para colmo, había ido a parar bajo las órdenes de ese tal René Marchessau, que desde el primer momento le pareció un soberano cretino.

      Nada más aterrizar en la base militar, enclavada en un verde paraje a los pies de un macizo montañoso, el teniente Marchessau reunió a todos los recién llegados en el patio de armas. Allí, al igual que en el resto del país, se palpaba una sensación de nerviosismo generalizado. El constante movimiento de tropas y el ir y venir de aeronaves de combate no presagiaba nada bueno.

      —Muchos de ustedes se preguntan por qué están aquí —comenzó René su discurso, erguido frente a ellos, mirándoles directamente a los ojos.

      Aquello empezaba bien, por fin un poco de información…

      — Y la respuesta a su pregunta es que están aquí en una misión secreta. Y como soldados avispados que son, comprenderán que al ser secreta no se la puedo revelar hasta el último momento.

      Un resoplido de resignación se intuyó en el pelotón.

      —Cada uno de ustedes viene de un regimiento diferente. No se conocen y yo no les conozco a ustedes. Pero créanme, cada uno de nosotros ha sido elegido para formar este pelotón operativo por un motivo específico. Yo mismo he dejado a los hombres de mi batallón para ponerme al frente de esta operación.

      La tropa estaba expectante y todo lo que no fueran las palabras de su superior parecía haber pasado a un segundo plano.

      —Lo único que les puedo decir es que nos dividiremos en pequeños escuadrones de seis hombres cada uno, con un oficial al mando, y que cada grupo será encargado de conducir un bombardero LeO a nuestro destino final. Eso es todo por ahora. ¡Rompan filas!

      Minutos más tarde Max confirmó que, definitivamente, la suerte había dejado de sonreírle, ya que el oficial al mando del escuadrón que le había tocado era el mismo petulante que les había largado el sermón: Marchessau. El resto del equipo lo formaban el teniente Destrem, un hombre larguirucho de nariz afilada; el inspector Gabriel Lastrade, un tipo afable y demasiado honrado para su gusto; el cabo Labrousse, de familia argelina y fumador empedernido; y el adjunto Marchand, un hombre bajito con cara de ratón, natural de La Rochelle.

      Los seis hombres se instalaron en un pequeño barracón de madera, con ventanas pequeñas y luz deficiente, que apenas tenía el espacio justo para albergar las literas y una alargada mesa con bancos a ambos lados. Aquel sería su hogar por tiempo indefinido, el lugar en el que durante largas y tediosas jornadas se dedicaron a esperar que llegaran las ansiadas órdenes.

      Conforme fueron pasando los días, Max se fue sintiendo poco a poco más cómodo entre aquel grupo de hombres, incluso comenzó a tolerar a René, y a pesar de no llegar a confraternizar plenamente hubo un nivel de confianza suficiente para sentirse algo más relajado. Escribían a sus familias, leían o jugaban a las cartas. Marchand hacía trampas en el póker, Labrousse fumaba, René mandaba, Marchand contaba las mismas anécdotas una y otra vez, salían a correr… la rutina normal cuando uno espera algo que no sabe qué es.

      Por fortuna, la situación mejoró los días siguientes. Pese a las malas noticias que cada día les traía el parte de guerra, el buen tiempo y el espléndido paraje en el que se encontraba la base, a los pies de los Pirineos, parecía haber influido en el ánimo del teniente. Una mañana, mientras almorzaban, por primera vez se relajó lo suficiente para contarles algo más sobre la misión. Fue gracias a Max. Bueno, a él precisamente no, a su apellido.

      —¡Carne enlatada! Todos los días lo mismo… —exclamó Marchand con voz chillona.

      —No sé de qué te quejas. Deberías ver la bazofia que nos daban en el frente —respondió Labrousse.

      A Marchand no le hizo gracia el comentario pero sabía que era mejor no discutir, era el único de los seis que no había entrado en combate aún. Nadie sabía por qué a ciencia cierta, pero sin duda alguna la presencia de aquel militar, contable de profesión, en el equipo no parecía casual.

      —Solo digo que un poco de diversidad no vendría mal. Daría mi mano izquierda por un buen plato de pescado.

      —Puedes darle un mordisco a Rouget3 —contestó el argelino.

      Todos los hombres rieron, y antes siquiera de que a Max le diese tiempo a reaccionar, el teniente Marchessau, que había permanecido en silencio, le lanzó a Labrousse un mendrugo de pan a la cara.

      —¡Maldito zoquete! Ten un poco de respeto con el apellido de tu compañero. ¿Acaso no sabes quién era Rouget de Lisle?

      —¡Joder, mi teniente, por poco me saca un ojo! ¿Y yo qué sé quién es ese?

      —El autor del Chant de guerre pour l’armée du Rhin4.

      —¡Maldita sea!… Y ahora es necesario saber música para entrar en el ejército.

      —Rouget, haz el favor de explicárselo.

      Max se sentía orgulloso de su apellido. Por sus venas corría la misma sangre que la del autor del Chant de guerre pour l’armée du Rhin. De primeras, el nombre de la pieza musical no significaba gran cosa para aquel grupo de soldados; sin embargo, todos la habían cantado en más de una ocasión.

      El antepasado de Rouget era un capitán francés sin pena ni gloria. Aficionado a la música, nunca había destacado como compositor, pero en esas derivas que tiene la vida, un día recibió