Julio Carreras

La nave A-122


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una chaqueta del perchero y salió del despacho. A Laure no le quedó más opción que cargarse de paciencia y seguirle.

      Hacía un día desapacible. El sol de invierno brillaba tímidamente tratando de esquivar los atiborrados cúmulos que poco a poco iban tiñendo el cielo de blanco y el viento soplaba cada vez más fuerte, haciendo revolotear las hojas marchitas que habían sobrevivido al largo otoño. Quizá esa tarde echaran de menos sus paraguas.

      De camino a la Zona Franca, esta vez en un tono más amable, quizá demasiado paternal para su costumbre, Fonseca le fue explicando todo lo que habían podido averiguar hasta el momento. Bueno, casi todo; sus teorías y sospechas prefirió guardarlas para más adelante. Tampoco era cuestión de perder toda su ventaja.

      Eso sí, en ningún momento le llamó por su nombre. Para él era «chico».

      A la tempestad le sigue la calma y al caos la rutina. Tras el shock del día anterior, la nave A-122 parecía que poco a poco volvía a la normalidad. El lugar parecía bastante más ordenado que la víspera: los plásticos que cubrían los vehículos robados se apilaban en un gran cajón de madera, las herramientas habían vuelto a su sitio y los adornos de Navidad, obligados a guardar luto, habían desaparecido sin dejar rastro. La luz que se colaba por las claraboyas era agradable y se respiraba un ambiente calmado, solo interrumpido de vez en cuando por el disonante ruido de alguna máquina. Ninguno de los dos era familiar con el ritmo de trabajo que se llevaba en un taller como aquel, pero desde luego parecía que los alicaídos mecánicos no lo estaban dando todo aquella mañana. Algo normal ante el sentimiento de sospecha que se cernía sobre ellos.

      Matías permaneció atento a los primeros movimientos de su nuevo compañero en el lugar del crimen. Quería evaluar cómo se desenvolvía.

      Laure, a diferencia de su colega, no se dejó cautivar por un sitio como aquel y miraba a su alrededor con cierta impaciencia.

      —¿Impresionante, no?

      —Bueno, yo lo veo claro. Se llevaron los coches por la puerta. Un robo atrevido, pero un robo al fin y al cabo.

      —Me refería al lugar.

      —Sí, es curioso.

      —¿ Curioso? Mira a tu alrededor… Sé que no son Porsches, ni Ferraris, ¡pero estos coches son la leche!

      —Sí, pero no valen lo mismo. ¿Por qué iba alguien a robar chatarra de los setenta si puede robar un Ferrari?

      ¡Insensible materialista! Odiaba a ese tipo de personas eminentemente pragmáticas que solo medían las cosas por su precio. No le extrañó descubrir que Laure era uno de esos. ¿Acaso no valen algunas cosas más de lo que se paga por ellas? Conducir oyendo a James Hetfield, la poesía abstracta de Jim Morrison, un subidón de adrenalina financiado por Gene Simmons… ¡El auténtico valor de las cosas es el placer que proporcionan, no lo que cuestan! Seguro que el chico era de esos que, teniendo delante un paisaje increíble, en lugar de abandonarse a él se dedicaba a reírse por lo bajini y mandar mensajitos con el teléfono móvil… ¡Joder! Chatarra de los setenta… Sin embargo, por otro lado tenía razón, él había llegado a la misma conclusión el día anterior y por eso su principal teoría, sin abandonar otras opciones, es que se trataba de un robo por encargo de algún coleccionista.

      —¿Y ahora qué? —dijo Laure mostrando cierta impaciencia ante la insistencia de su compañero por hacerle apreciar un montón de coches viejos.

      —Ahora toca ponerse a trabajar. Ese es nuestro hombre —dijo señalando a uno de los mecánicos.

      León Gabriel resultó ser un tipo interesante. Su mirada era franca y sus respuestas directas. Un tipo práctico e inteligente, de esos que se hacen querer, y tal y como pudieron constatar a lo largo de todo el día, ese sentimiento era generalizado entre los hombres del taller.

      Desde el primer momento les fue de gran utilidad, no solo por la información objetiva que les proporcionó sino también por sus acertadas opiniones, y no tardó en confirmar la sospecha de Fonseca. Sin tapujos. No creía posible el robo sin la colaboración de alguien de dentro. La clave estaba en un antiguo armario metálico color verde oliva colgado al lado de la garita que hacía las veces de oficina. Tal y como le había informado a la agente Moyá el día anterior, en él se guardaban las llaves de todos los coches. Cada una en una clavija perfectamente etiquetada. Estaban tan apelotonadas que resultaba difícil sacar una sin que alguna de sus vecinas cayera al suelo.

      —Creo que alguien hizo copia de las llaves que tenemos en el armarito —sentenció señalando hacia la garita.

      —¿Por qué está tan seguro?

      —No veo lógico que hubieran preferido forzar todas las cerraduras y puentear los coches teniendo las llaves a su alcance.

      —Tal vez los ladrones no sabían que las llaves de los coches estaban ahí —apuntó Laure.

      —Lo sabían. El armario estaba abierto cuando llegamos. En él, además de las llaves de los autos, hay una copia de la llave del acceso principal por donde sacaron los coches. Y como supongo que sabrá, esa llave ha desaparecido.

      Matías asintió. Los Jacksons, tan eficientes como siempre, habían hecho sus deberes y esa misma mañana ya habían esgrimido la primera hipótesis sobre cómo accedieron los ladrones a la nave. Todo indicaba que habían entrado por la puerta lateral. Había tres razones de peso en las que sustentaban su teoría. La primera era que la llave de la puerta principal, por la que salieron los coches, contaba con un sistema de seguridad que dificultaba enormemente el realizar una copia en unas pocas horas. La segunda era la desaparición de susodicha llave de la garita metálica; León estaba seguro de haberla visto el día anterior, por lo que era evidente que los ladrones la habían robado para salir y no para entrar. Y la tercera y definitiva era que la cerradura de la puerta de acceso lateral era bastante endeble, una invitación para colarse dentro.

      —En cualquiera caso… ¿Por qué piensa que hicieron copia de las llaves y no utilizaron las del armario metálico? —insistió Laure, de nuevo desafortunadamente.

      —Cualquiera con dos dedos de frente se las habría llevado. ¿Por qué devolverlas al armarito? Sin embargo, no lo hicieron. Solo le veo una explicación: que no las necesitaran.

      —Porque ya las tenían de antemano… Ya veo dónde pretende llegar.

      —¿Qué tipo de llaves son? Me refiero a si son fáciles de copiar.

      —La mayoría son normales y corrientes —respondió León mostrándoles una llave de coche antiguo—. Se podrían copiar fácilmente. Por eso sé que han contado con ayuda de dentro.

      —¿Por qué?

      —Porque todos los días yo, personalmente, reviso el armarito metálico. Luego conecto la alarma y cierro la puerta. Si alguien quisiera copiar las llaves tendría que desconectar la alarma, entrar por la noche, buscar un cerrajero de guardia y luego volver y dejarlas en su sitio.

      —Solo queda entonces la posibilidad de que se hayan duplicado de día —resumió Laure algo que parecía obvio.

      —Efectivamente. Y son sesenta y nueve llaves. Si no fuera alguien de dentro nos habríamos dado cuenta.

      —¿Sabe que esto le convierte a usted en el mayor sospechoso? —inquirió Matías.

      —Lo sé. Pero estoy tranquilo porque yo no he hecho nada malo. Mi deber es ayudar a resolver el caso. Aunque eso suponga que me tengan que investigar.

      —¡Demonios! ¡Es la respuesta más honesta que he escuchado en mi vida! Un buen órdago sin duda.

      El mecánico le miró con gesto solazado y esbozó una agridulce sonrisa.

      — Ahora depende de usted aceptarlo.

      Tras una breve conversación sobre el interés que podían despertar aquellos coches en el mercado negro, León les acompañó por la nave explicándoles cómo funcionaba el taller de mantenimiento y acondicionamiento de coches antiguos. No por ilustrarlos, sino por la pura necesidad de ayudarles